¿Qué sucede cuando somos ese tipo de persona sensible al extremo?
Es una simbiosis entre la gloria y el infierno: lo terrible se muestra como la muerte misma y lo bello como el paraíso; eso sí, tanto por lo uno como por lo otro, siempre estás llorando a mares. Se llora de tristeza, pero también de dicha, lloras lo monstruoso, pero también lloras la belleza.
El placer es primigenio de los claroscuros —el dolor nos enseña a gozar de su ausencia, la enfermedad a valorar y celebrar la salud.
Eso nos regaló la pandemia: sabernos vulnerables y efímeros, por ende, celebrar la vida y la salud, ponerle valor a lo que realmente lo tiene e importa.
Mi sensibilidad exacerbada me lleva a encontrar la sensualidad en todos los rincones; una valoración desmedida de los estímulos sensoriales. La encuentro en la mayoría de los giros de mi vida cotidiana: en la música, al levantar la persiana cuando amanece y siento la caricia del sol, en la untuosidad y el aroma de mi café matutino —ese primer sorbo de café es la mar de sensual—, al abrir la llave del agua, llenar mis pulmones de vapor y mojar mi cuerpo, lavarlo, hidratarlo y perfumarlo.
Habito de manera privilegiada ese lugar llamado sensualidad y lo agradezco.
La lectura es un vehículo que refuerza la plenitud sensual. Se lee y goza de múltiples formas: leo viajando —respiro olores nuevos, conozco mundos distintos, aprendo—, leo escuchando música —me dejo llevar por la cadencia de los ritmos y melodías, acompañando mis estados de ánimo y también provocándolos—, leo al posar mis labios en la orilla de la copa de vino —de inmediato huelo, sorbo, degusto y gozo—, leo la risa del otro, sus miradas.
Leo palabras.
Leer palabras nos convoca al lugar donde anidan todas las posibilidades: es ahí el momento en el que sin importar dónde nos encontremos, estamos en todos lados. La lectura tiene la capacidad de teletransportación y nos vuelve omnipresentes. Tiene la virtud de ponernos las sandalias del otro y vivir sus mundos, cuitas y alegrías.
Leo ideas.
Leer ideas me abre universos que suceden en cabezas ajenas, cuando leo ideas exploro la condición humana y tal vez aprenda algo de empatía y solidaridad, tal vez no, pero estoy leyendo el menú de la carta, yo decido de qué alimentarme.
De lo anterior se deriva lo fundamental de la compañía de las letras en la pandemia. En el momento en el que nos encontramos encerrados en nuestros miedos y entre paredes reales, leer es un acto de redención: podemos traspasar fronteras sin necesidad de portar cubrebocas, si nos contagiamos de algo es de ganas.
Algo extraordinario ocurre con Las Hijas de la Pandemia, este grupo entrañable de mujeres que comparte la capacidad de sentir y dar amor, de ser manantial sororo: leemos nuestros mundos alternos y nos leemos nosotras mismas. Es un inmenso privilegio conocernos en terceras y cuartas dimensiones, quiénes somos y quiénes inventamos que somos.
A final de cuentas importa la compañía y saber que andamos los mismos caminos pavimentados de palabras.
Si redescubrimos el placer de leer risas, besos, abrazos y palabras, habremos hecho de lo terrible una maravilla.
*Texto leído en la FIL Guadalajara 2021
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— Ligia Urroz (@Ligiaurroz) January 9, 2022