Mi memoria es flaca. Preservo sólo lo que importa: lo que me permite deambular en el mundo tridimensional y lo que me hace feliz. Lo demás se borra: fechas, nombres, acontecimientos…
Aparecen como hojas de papel que desmenuza el viento y se vuelven frágiles dientes de león. Se pulverizan en la nada. Se pierden. Incluso suelo preguntar si alguna vez existieron…
Alguna vez, un hombre iracundo, me increpó:
—¿Por qué me miras como si no existiera? ¡Yo estoy vivo, yo existo!
Lo miré asombrada. Por más que lo veía no logré recordar quien era.
¡Ah, mi memoria, mi escuálido refugio de recuerdos! Es una guarida selecta y compleja: seres que amo, gratitud a Dios, momentos que reafirman mi fe en la bondad, sonrisas, cantos y un gran arsenal de cómo realizar labores cotidianas como rezar, escribir e imaginar. También todo aquello que nos permite conectar a los tres seres que somos: cuerpo, mente y espíritu.
Recuerdo con profunda nitidez la luz lavanda de las cuatro de la mañana del 3 de abril de hace siete años, el momento en el que creí que Michoacán era la tierra de las montañas azules, recuerdo cada línea y surco del rostro de mis padres, el sonido de su risa y la reverberación de las tardes en verano.
Recreo con exactitud la textura de las hojas de un tomate y el sabor del dulce de tejocotes. Ambos me gritan la grandeza de Dios en la tierra. Recuerdo cada instante de las tardes apacibles y el tintineo del agua cuando se balancea una garrafa de barro…
Cada instante estoy consciente de que estoy hecha de mar, de polvo de estrellas, de memorias diluidas… pero olvido muchas otras cosas.
Las traiciones parecen leves descamaciones que se pierden en la nada. Los tropiezos se convierten en escollos llenos de magia… mis ayeres se concentran en breves escenas. Los milagros de vivir tornan colores que llevo en el corazón y la mente… pero las fechas se van. No guardo hojas de calendario, ni copias de cheques, ni siquiera semblanzas breves de quienes conozco. No guardo nada, sólo lo importante.
En mi equipaje no hay espejos. Sólo montones de palabras acomodadas por texturas: cómo las siento. Ahí están las dulces, las que embriagan, las que sanan, las que se engarzan para crear historias, las que caracterizan mi infancia…en mi maleta va un diminuto trébol de cuatro hojas, el poder de asombrarme todavía ahora, cuando mi camino se acorta.
Hay flores de todos los colores, notas de infinitas tesituras, las ganas de escribir aún en la tierra parda de un jardín de ciudad. Mis fantasmas no están. Se fueron. Se van todos los días. Sólo lo que amo tiene lugar en mis recuerdos. Tienen un lugar especial los nombres de mis padres y mis ancestros, un caleidoscopio rosa, plumas blancas de ángeles que deambulan en la tierra.
Lo demás no está. Y no, no recuerdo ya mi nombre, ese con el que anduve aquí, en esta tierra. Dicen que soy una paria, una ermitaña. Yo no recuerdo de dónde soy ni de dónde vengo.
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“Eso que nombran vulgarmente amor en realidad es la reticencia a dejar ir una expectativa, construcción de la imaginación, creación sin muchas verdades…”
Créditos: Ivette Estradahttps://t.co/JyMMYjYLT2
— Fusilerías (@fusilerias) January 30, 2023