Sentado en el parque, un viejo a punto del llanto devoraba con la mirada los besos entre novios hasta el anochecer, todas las tardes, primavera y verano. Testigo de promesas a labios llenos, se levantaba al desvanecerse la luz. Mientras las penumbras estampaban la calle, sus pasos se dirigían al expendio pulquero en Plateros y Niño Perdido. Un curado después, a mano alzada se despedía. Una nueva caminata hasta el callejón de La Profesa era el final de la jornada, o ahí desaparecía el rastro. Ximena lo siguió algunas veces, pensaba en abordarlo.
Ella lo fotografió en un descuido mientras él observaba a una pareja, resultando una postal de dos que se quieren con jacarandas a los flancos y un abuelo viéndolos mientras todo se suspendía a su alrededor. Cuando Ximena revisó sus imágenes, lo halló varias veces, siempre mirando a los amantes en momentos íntimamente callejeros. No había sido fácil decidir el momento para acercarse al hombre, así que fue tras él.
Ya habían caído las flores sobre la ciudad y las lluvias no alejaron al viejo ni a los novios. Siempre los veía. La primera vez que Ximena cruzó palabra con él le temblaban las piernas. Ella solía capturar momentos, no interrogar a personajes. Titubeó. Hiló una torpe pregunta. “Como para qué la aburro con mis cosas”, respondió gentilmente sin cruzar la mirada con ella. De los bolsillos sacó pañuelos, tomó uno y lo frotó sobre sus ojos.
Al verlo de cerca, Ximena se asombró al revelarse una apariencia más joven de lo capturado en las fotografías. No se contuvo e hizo el experimento: dio pasos adelante y atrás para comprobar sus observaciones, pero se topó con el extrañamiento del sujeto, al que ella desde sus veinticinco años, le calculaba unos sesenta. Pese a ese éxito limitado, no cejó en su intento por conocer la historia, por ello asistió cada día al parque y conversó con ese tipo no tan viejo. Un falso viejo, pensó.
Artista de la lente con formación libre, Ximena se acercó por segunda ocasión al hombre apuntando con su cámara para captar mejor el rostro, asegurando la luz y el foco. Hizo clic, luego se sentó a su lado rebosando confianza en sus habilidades, mostrando en la pequeña pantalla el resultado. “No me haga verme, por favor. Hasta al espejo le hago el feo, ¿no ve que ni me peino?”. Ella ocultó su obra estrechándola sobre el pecho.
Si un certificado de defunción pudiera llevar como causa la tristeza, esa sería para su nuevo amigo, estaba convencida. Todo, incluso su sudor, escurría dolores sutiles. Averiguar la causa de tales aflicciones contaba como apostolado, por eso, algunas semanas después, lo acompañaba por unas cuadras en la huida del parque. No preguntaba, sino que recogía las frases al paso. “Hay a quien sólo le alcanza para aceptarse”, decía el viejo, “ya eso de quererse es mucho”, remataba en su ruta hacia la pulquería.
Dudó durante días si entrar por esa puerta abatible en Plateros y Niño Perdido. No es que nunca hubiera estado en esos lugares: tenía amigos expertos en el tema, curtidos en Apan y en bares de la Zona Rosa. A ella nada la espantaba, pero vaciló en diversas ocasiones antes de seguirlo más allá. El nerviosismo se convirtió en dientes apretados y de ahí en pesadez, pero todo eso desapareció cuando le exigieron transitar por el Departamento de Damas para ingresar al lugar. Hizo una mueca, ladeó la cabeza, sonrió hacia él. Se encontraron en una mesa. Se tutearon.
Las charlas de pulquería no resultaron tan profundas como ella esperaba, pero sí más largas y amenas. Ahí se enteró de una vida gitana con amores venturosos pero prohibidos, el sueño de establecerse, conformar una familia, y el aura mísera que lo acompañó hasta ese momento. Su historia distaba del valle de lágrimas, mas el corazón le susurraba a Ximena que el mundo le había mostrado su cara más cruel a ese hombre con ojos como lluvia.
En ocasiones se vaciaron los tarros, a veces ni a la mitad llegaban. Siempre a la hora de irse, él alzaba la mano para despedirse y se iba; ella permanecía sin saber si acompañarlo a la calle o esperar ahí la llegada del auto solicitado. Así lo hizo muchas noches, pero ya no le bastaba la charla: quería que ese también fuera su tiempo, así que caminaba con él hasta la cerrada.
Ella achacó al alcohol la sinceridad emanada del hombre, pues se daba al abandonar la pulquería, siempre en ese camino, quince minutos hasta la bocacalle. “Creo que he sido un desgraciado con las mujeres”, confesó sin detenerse. “Estuve para ellas en los peores momentos, ¿sabes? Un día se volvían felices y se iban a buscar otra vida o un amor distinto. A veces no sé si he sido muy desgraciado con las mujeres… siempre se van sonriendo”.
La patética claridad perturbaba su alma. Sin embargo, uno a uno, el efecto de sus testimonios amargos se disipaba cada vez más pronto hasta que duró instantes y al paso perdió importancia. “El día que encontré a Rita no se podía ni mover. Se había quedado en la calle, ahí solita, sentadita y toda fría. La llevé al cuarto para que se calentara”, le narró bajo una noche estrellada. “Cuando ya pudo moverse, se puso a limpiar la casa. Yo no se lo pedía, pero no preguntó. Sí fuimos felices, un tiempo, luego se largó con el primero que le prometió un poco más, la verdad no la culpo”.
Así recorrieron las céntricas avenidas junto con historias que repetían principios y finales: la dama en apuros pronto se volvía malagradecida, perdía la piedad. “Marina tuvo la puntada de preguntarme si me estaba doliendo mucho que se fuera. Sol, que si se podía llevar las cosas que le compré. Pero la que de veras me hizo una grosería fue Esther. No, no creo que te lo imagines: me insistió en ser amigos y yo ya no supe ni qué decirle, y pues solamente pude arremedarla haciendo bizcos”. Concordaron: le debía una disculpa a Esther por haber excedido los límites. Soltaron una carcajada.
A los veinticinco años, Ximena se encontró parada frente al edificio donde vivía ese falso viejo al que ya casi no se le notaban las ganas de llorar y se le vinieron a la mente aquellas desdichadas. Ella no era una damisela en peligro, no la halló congelándose en una banqueta, tampoco era adicta al solvente o una trotamundos con el corazón roto buscando hospedaje. Eso la tranquilizó, pero aun así quedaban preguntas por resolver antes de dar un paso más en la ruta de aquel hombre, y eso deseaba.
Necesitaba saber si su encuentro era casualidad o destino, si él sentía lo mismo. Un crujir helado fisuró su pecho: nunca le había insinuado otras intenciones. Ella lo cuestionó con más ganas de obtener besos que respuestas, no se sentía preparada pero sí dispuesta a todo. “Te podría decir que voy al parque para reconocer el amor en otros. Pero no. Si te engañara yo sería… tú mereces sinceridad. Lo sabía, alguien bueno aparecería para sanarme, así te acercaste y ahora llegaste hasta aquí”.
Ella comenzó a respirar fuerte, rápido, su visión se cerró en un túnel. “Ya sabes muchas cosas sobre mí, no te he mentido en ninguna, ni sobre las mujeres, estás aquí por tu voluntad y ahora me quieres aunque sientas que no debes. Soy esto”.
Ximena debió darse la vuelta y dejar atrás los días de parque y pulquería ante la treta por parte del viejo, soltarse de sus manos, dejar de verlo a los ojos, pero ya se sentía atrapada. Debió decir no, pero se recargó sobre el pecho del hombre y abrió mucho la boca, como si la hubieran espantado.
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— Fusilerías (@fusilerias) February 14, 2023