Iba en quinto de primaria cuando escuché sus canciones por primera vez, en el autobús escolar rumbo a la excursión anual al Museo de Antropología. Las compañeras más rebeldes, las adictas a meterse en líos, las que se sentaban en las filas del fondo empezaron a cantar a coro algo sobre una criatura hermosa y pequeña —no entendí bien quién— que arrancaba el corazón a los niños para devorarlos con tomate; había también un héroe con látigo que le robaba la novia al de la voz cantante, quien aseguraba estar hasta la banana; y había mafiosos de voz operística que gritaban sus deseos de comprar jerseys a rayas y de tirarse a una tal Donatella —por esos días de infancia, yo solo conocía la acepción tradicional y más inocente del verbo tirar.
Desde mi lugar en las filas centrales del autobús estaba extasiada escuchando ese derroche de creatividad que, intuí, estaba cargado de altas dosis de irreverencia; ¿cómo explicar, si no, que saberse aquellas letras hermanara a las niñas malas del salón? Lo confirmé un minuto después, cuando la palabra marica retumbó en mis oídos igual que un balazo e hizo añicos la atmósfera hasta entonces seráfica que flotaba dentro del autobús. Las monjas, que no dejaban de hacer correr entre sus dedos las cuentas de sus rosarios, ni siquiera repararon en aquella palabra, pero nosotras, las demás, las que no pertenecíamos al clan de las chicas de hasta atrás, sí que la habíamos escuchado. Y aquello no paró ahí: “Sufre, mamón”, se escuchó un par de veces; se había robado a una chica y si no la devolvía —lo amenazaban— terminaría retorciéndose con el cuello lleno de polvos pica-pica. Yo no pude más. Era demasiado extravagante, demasiado insolente; era justo lo que necesitaba para sacudirme la infancia y entrar, con los dos pies, a la adolescencia.
No me atreví a preguntar cómo se llamaba tan fenomenal desvergüenza de canción o quiénes eran los frescos que rompían de esa forma el acartonado mundo en el que hasta entonces viví. Pero, ¿cómo iba a conseguir la cinta sin un nombre? Me acerqué al puesto de casetes pirata a la vuelta del colegio y, de inmediato, el vendedor puso en mis manos lo último de Mecano, Flans y Timbiriche, pero nada de eso buscaba; lo que yo quería era la adrenalina de cantar palabrotas con absoluta impunidad. Un par de referencias a las letras y me entregó la cajita con cuatro chicos en la portada. Hombres G, leí. Pagué y corrí a encerrarme en mi habitación. “Venezia”, “Indiana”, “Martha tiene un marcapasos”, “Visite nuestro bar”, “Un par de palabras”, “Te quiero”. Cada canción más asombrosa que la anterior. Mi adicción nació al instante y para siempre.
Desde ese día, no paré de buscar información sobre ellos. Recortaba sus fotos de revistas y periódicos y ahorraba para comprar sus discos originales, pues incluían pósters con los que tapizaría las paredes de mi cuarto. Como era de esperarse, mis padres los aborrecían, pero me daba lo mismo; los hacía sonar de día y de noche: lado A, vuelta al B y de regreso, una y otra vez en un loop al que no se le veía final. Ya no me daba vergüenza, al contrario, quería gritarlo, orgullosa, a los cuatro vientos: los Hombres G eran fantásticos.
***
David Summers fue el primer hombre del que me enamoré como una loca perdida. Memoricé cada rasgo de su cara y cada inflexión de su voz; lo imaginaba cantándome “No te puedo besar” al oído y me dormía rezándole a la virgen que me convirtiera, por piedad, en su novia. Te lo juro, virgencita, no te vuelvo a pedir nada en toda mi vida.
Pero la vida pasó. El rock en español me llevó al rock en inglés y éste al rock clásico. A David Summers lo reemplazó Axl Rose y a éste Michael Hutchence y luego, a todos ellos, los suplieron los chicos de la vida real, los de carne y hueso, los que, aunque no con tanta maestría, tocaban para mí en sus guitarras “Temblando” o “Huellas en la bajamar” y sí que podían cantármelas al oído.
Y debieron pasar treinta y cinco años para que pudiera ver a David Summers en persona. A él y a Javi y a Rafa y a Dani. La noche del viernes pasado, durante su primer concierto de este año en Ciudad de México, los tuve frente a mí, a poquísimos metros de distancia, y, desde luego, grité de emoción como la más enloquecida de sus fans. Canté con ellos hasta quedarme sin voz: “Nassau”, “El ataque de las chicas cocodrilo”, “Suéltate el pelo”, “Lawrence de Arabia”, “Solo otra vez”, “Chico, tienes que cuidarte”, “Te necesito”. Y aunque la virgen no me convirtió nunca en la novia de David Summers, un milagro más grande ocurrió esa noche: tuve once años otra vez. Porque esos cuatro genios madrileños que estaban sobre el escenario no decepcionan a nadie; con cada acorde y con cada palabra me devolvieron a mi chica, esa chica que fui, esa que con manos temblorosas oprimió play por primera vez y descubrió la pasmosa ligereza de ser joven en los tiempos de los Hombres G.
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Si creemos que México es nuestra segunda casa es porque siempre nos dais mucho más de lo que nos podemos imaginar. ¡Gracias por este recordatorio de 11 sold out! Pero estamos más agradecidos por el amor que nos demostráis. #HombresG40Años #GeneraciónG pic.twitter.com/hjeHzedFDI
— Hombres G Oficial (@HombresG) March 12, 2023