Me falta la respiración, mi mano izquierda está sobre mi pecho agitado y grito.
Te lo digo, Rosalba, mi madre siempre con la misma historia, eso pasó hace más de cien años y ella piensa que es una maldición familiar. ¿No te parece una locura? Ya es 1998, no puedes creer en pesadillas, sólo son fantasías.
Es que siempre me dice que no le gusta que me suba a automóviles desconocidos, que siempre espere a que mi padre llegue por mí; no me dan la libertad, es el siglo XX y todos los días espero contigo afuera de la universidad.
—Pero dime algo, mujer.
Se detiene y se para enfrente de mí.
—Soy tu mejor amiga y sabes que te quiero, pero no puedo hacer esto contigo, afectaría mucho a tu madre. Sabes que desde aquel día cambió todo en tu familia, piensan que tarde o temprano se repetirá la historia; además, amiga, eres la única mujer que ha nacido desde entonces y te pusieron su nombre, ese nombre que trajo todo el dolor.
Pongo los ojos en blanco y suspiro, caminamos nuevamente. —Mañana, Rosalba, por favor, hagámoslo mañana.
Me despido de ti, mi padre ha llegado, como todos los días, como siempre desde que nací, desde que llevo ese nombre.
Me duermo emocionada pensando en que mañana probaré un poco de libertad, tengo veinte años, sé cuidarme sola.
El día transcurre lentamente, estoy ansiosa de que sean las dos de la tarde, la misma hora en que sucedió, les demostraré que son supersticiones.
—Apresúrate, Rosalba, abordaremos un taxi y llegaremos solas a casa, se darán cuenta de que son supersticiones.
Dimos unos cuantos pasos y un automóvil amarillo con el toldo blanco se detiene enfrente de nosotras.
—Ya ves qué suerte tenemos.
—Buenas tardes, señoritas. ¿Adónde las llevo? —nos pregunta el conductor. Me tomas del brazo y me dices que tienes miedo, que no lo hagamos.
—A casa —respondo. Cae el día, sonrío divertida.
Abro la puerta trasera y me subo primero, te llamo, no hay ningún peligro, es como si fuera mi refugio, me siento segura. Te sientas a mi lado y los seguros de las puertas se activan. Estoy emocionada. ¿Cómo podría saberlo? Sonreímos, hablamos al mismo tiempo, no podemos entender lo que decimos. El automóvil avanza, sólo pasaron unos minutos, se detiene abruptamente; un escalofrío en mi cuello, mi vista ahora ya no está en Rosalba, sino en el conductor, ya no le reconozco la cara.
Siento cómo mis facciones se contraen, ya sé lo que es el miedo; los seguros se subieron, no, no, me estiro para bajarlos, “no, no se suban”, lo dice mi mente. Dos hombres, uno en cada puerta: “Cierren los ojos y bajen la cabeza”. Se sientan a nuestro lado. “Sigan nuestras instrucciones y no les pasará nada”. No quiero obedecer, ¿adónde nos llevan? Sólo la mente es la que habla, las palabras no salen de mi boca, mi garganta se cierra poco a poco, pero mis ojos ya están cerrados, me cuesta trabajo respirar. ¿Dónde está mi amiga?
Mi mano busca la tuya en la oscuridad, la muevo sobre el asiento; “¡no me toquen, por favor!”, te escucho gritar. Lloras. Sostengo tu mano con fuerza, la aprieto, estamos juntas, pronto pasará. Él pone su mano sobre mi cuello, ya no escucho lo que me dice, el miedo ahora es lo único que existe, me pierdo en mi conciencia ¿Cuánto tiempo ha pasado? Parece eterno, escucho ruido afuera, murmullos, risas, gente, nadie nos ayuda, nadie afuera lo sabe.
Deshace mi peinado y acaricia mi cabello: “nardos, hueles a nardos”, me dice al oído. Me recorre. Me paralizo completamente, ya no siento, mis latidos son el único sonido que reconozco. “¿Sigues ahí?” Aprieto tu mano en cada tacto, ya no siento tu fuerza, no me sueltes, no me dejes ir. Siento el frío que trae la noche, estoy temblando, no lloro, es el único valor que conservo. Estoy desapareciendo.
El automóvil se detiene, una puerta se abre, pero no es la de mi lado. Ya no sostienes mi mano, trato de aferrarme, no me sueltes, mis manos hacen figuras en el aire buscando tu cuerpo, te han dejado ir, corre, corre y no des vuelta, te dice aquel hombre.
Me falta la respiración, mi mano izquierda está sobre mi pecho agitado y grito: “¡Déjenme bajar del automóvil!”.