Para el fotógrafo mexicano Cristopher Rogel Blanquet, especializado en coberturas de conflictos sociales, derechos humanos y desastres naturales, y que ha documentado enfrentamientos bélicos en Siria y Ucrania, la fotografía es “preservar la memoria” y una forma de denuncia, de decirle al mundo: “¡Esto está existiendo!”.
Con esta convicción es que durante los últimos tres años Rogel Blanquet (Ciudad de México, 1984) trabajó en la serie Hermoso veneno, en la que documenta las malformaciones genéticas y diferentes problemas de salud que padecen los floricultores en Villa Guerrero, Estado de México, por usar agroquímicos y pesticidas.
Su propósito, explica en entrevista con Fusilerías, además de crear conciencia sobre el uso de químicos en el cultivo de flores, es evidenciar la negligencia de las autoridades en cuanto al cuidado de la salud en la región y concientizar a los consumidores sobre la adquisición de “flores ornamentales perfectas”.
El ensayo, realizado con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte, ganó el World Press Photo 2023 (el galardón de fotoperiodismo más importante del mundo) en la categoría de proyectos a largo plazo en la región de América del Note y Centro. Actualmente y hasta el próximo 8 de octubre, se puede apreciar una selección de 120 imágenes en el Museo Franz Mayer, recinto que ha sido sede de esta muestra internacional desde hace 24 años.
En esta edición se presentaron 60 mil 448 fotografías y trabajos de formato abierto, realizados por 3 mil 752 fotógrafos de 127 países. Los ganadores del WPP de este año, incluyendo las menciones honoríficas, son 30 fotógrafos de 23 países: Argentina, Armenia, Australia, Bélgica, China, Dinamarca, Ecuador, Egipto, Francia, Alemania, Grecia, Irán, Italia, México, Marruecos, Myanmar, Perú, Sudáfrica, España, Filipinas, Ucrania, Estados Unidos y Venezuela.
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—¿Cómo recibiste la llamada de que habías ganado el World Press Photo?
—Estaba dormido. Recibí el mensaje en la madrugada, pues escriben desde Ámsterdam. Como a las siete de la mañana vi el correo. Lo abrí y decía: “Ganaste, pero no le digas a nadie”. De hecho, no sé si te pueda decir esto, pero me enteré del premio un mes antes de que lo anunciaran. Guardar un mes la noticia fue mucha presión. Ya sabes, uno siempre le está contando a los amigos. Mis padres sí se enteraron. Son unos señores de la tercera edad sin contacto con las redes sociales. Les dije que había ganado el World Press Photo. Ellos no entendieron muy bien hasta que se anunció. Mi padre se emocionó mucho, me abrazó, algo raro porque normalmente entre él y yo no hay muestras de afecto. Se puso a llorar y me dijo que estaba muy orgulloso. Sentí bonito, aunque no lo esperaba.
—¿Cómo te enteras de este tema y cómo lo abordas fotográficamente? ¿Cuál es tu primer planteamiento?
—Yo conozco estas historias porque mi papá conocía a gente de Villa Guerrero, en Estado de México. Mi papá ya había puesto ese planteamiento, esa alerta en su cabeza, y lo externó conmigo desde que tenía ocho o diez años. Ya siendo profesional, una editora me sugirió que hiciera un trabajo relacionado con el medio ambiente. Fue cuando recordé Villa Guerrero. Le comenté del tema y me dijo que fuera a hacerlo. Sin embargo, llegó la pandemia y ya no se publicó nada. Para entonces ya llevaba casi tres meses recogiendo testimonios.
—Tres meses de trabajar sin cámara…
—Sin cámara, pura logística. Lamentablemente, cuando por fin pude contactar a doña Petra, a quien le hice las primeras fotografías, empezó la pandemia. Me dije que era muy cruel e injusto decir: “Ya, a la chingada el tema”, porque ya había ido a presentarme con ellos; decirles que ya no se haría me parecía que no era lo correcto. Seguir con el tema fue una decisión adecuada, porque eso me permitió tener un tema que trabajé a mi ritmo, sin ninguna presión editorial. Me empezó a dar instantes muy poéticos que logré documentar desde la intimidad. Logré obtener estas fotografías, porque viví en su casa. A la fecha, cada que voy me quedo en su casa, eso me permitió un nivel de intimidad que de otra forma no habría conseguido.
—Platícame una de las historias que más te hayan impactado de este trabajo por su significación emocional…
—Pienso que hay gente que realmente tiene problemas, ¿me explico? Sebastián, uno de los niños que retraté, tiene hidrocefalia. Está postrado en cama y depende por completo de sus padres. Peor es el caso de Carmelita, que padece encefalomalacia. Y es que mientras Sebastián al menos puede salir a la calle, Carmelita no, ya que tiene sensibilidad a la luz. Lleva dieciséis años dentro de una habitación. Cuando comienzas a conocer estas historias es cuando dices: “Yo no tengo problemas, esos otros sí los tienen”. Eso es lo que me impacta, el entender que hay cosas que están fuera de nuestra burbuja y que en realidad somos privilegiados. Saber que soy privilegiado me da la responsabilidad de documentar el tema.
—¿Qué se tendría que hacer? ¿Cuál es tu propuesta?
—Ahora estoy tratando de documentar una siguiente etapa: la historia de una chica de dieciocho años que está generando abono orgánico a base de ajo y canela. Eso es fotográficamente lo que sigue. Depende de que ciertas cosas se concreten. En el mundo del freelance todo es de recursos, pero si las cosas salen bien podré hacerlo.
—¿Has pensado en algún proyecto editorial?
—Yo creo que sería bueno un libro que englobe todo.
—A partir de este ensayo, ¿cómo entiendes la fotografía?
—Como la mayoría de mis colegas: la fotografía es la preservación de la memoria, es algo para no olvidar y, en este caso, para decir: “¡Esto está existiendo!”. Sería muy triste, aunque es casi un hecho, que en treinta años esta situación seguirá igual, sólo que con otras personas.
—La fotografía como memoria, pero también como denuncia…
—Claro. Así lo veo…
—¿Cómo defines tu fotografía?
—Pues siempre es a partir de preguntas que yo me hago, tratar de entender qué es lo que pasa. Afortunadamente yo no tengo desaparecidos en mi casa, no tengo que huir de un país. Y eso a lo único que me obliga es a tratar de entender qué pasa con la gente que sí tiene que vivir con múltiples dificultades. ¿Qué tiene que pasar en la vida de alguien para que meta toda su vida en una sábana y atraviese tres países? Eso es lo que me mueve. Hablando de las personas en situación de calle, ¿qué tiene que pasar en el contexto de alguien para que lo maten o para que se suicide socialmente? Porque eso es vivir en la calle. En esa búsqueda de respuestas a mis preguntas es que abordo los temas que fotografío.
—Veo que hay paisajes, pero también retratos. ¿Cómo fueron esas decisiones de qué ir tomando? ¿Cómo lo vas conformando ya pensando en una serie fotográfica?
—Ya tengo años haciendo esto, entonces tengo como un background fotográfico. De tal manera que tengo todo maquetado sobre cómo podría hacerlo. En términos muy genéricos es de paisaje hacia dentro: tener el paisaje, el medio plano y el plano cerrado, eso es lo que se tiene. Al estar ahí, viviendo con ellos, las cosas simplemente fluyen. Entonces, yo ya tenía la exposición de la cámara lista y cuando ocurrían estos momentos que creía que me funcionarían, en ese momento levantaba la cámara. Tenía miles de imágenes y después vino el proceso de edición, donde con calma, otra vez las ventajas de no tener una presión editorial, se seleccionaron cuáles podrían funcionar y cuáles no. Las mostré a muchos colegas que admiro y tuvieron la enorme amabilidad de editar mi trabajo.
—Más allá del aspecto técnico, ¿cuáles fueron los principales retos que enfrentaste?
—No trabajar con medios convencionales me ha permitido tener una estética de mi trabajo. No sé si ya lo logré al ciento por ciento, pero ya estoy migrando a esta propuesta autoral. Entonces cuando comienzo a trabajar esta propuesta de las flores, sabía que tenía que haber mucho color, si no, no tendría sentido. Para mí el color es una parte importante de la narrativa. Hay mucha presencia de morados, naranjas y rojos.
—Veo que ya hay un trabajo de posproducción, tendiendo a lo oscuro…
—Eso es desde la cámara. Obviamente sí hay un pequeño ajuste de colores, pero esta exposición la hago desde la cámara. Tengo unas referencias muy tenebristas, no sé si de manera inconsciente, porque vengo de una familia profundamente católica. Estudié en una escuela de religiosos hasta los catorce años. Entonces el arte sacro, renacentista, a mí me gusta mucho.
Ya no soy católico, pero al final fue algo que me tocó absorber, digamos, de una manera indirecta y hay referencias religiosas involuntarias que ya cuando las ves dices: “¡Claro! La de Sebastián es claramente una referencia religiosa”.
—¿Quiénes vieron tu trabajo?
—Daniel Berehulak, Jérôme Sessini, Daniel Ochoa de Olza. La última persona que me editó este trabajo para el World Press Photo fue una chica que no es fotógrafa, pero que tiene una sensibilidad muy importante para esto. Se llama Yaoci Pardo, fue ella quien me sugirió cómo podría ir la historia. Prácticamente le dio la última patadita.
—¿Cuántas fotografías le entregaste?
—Todo. Ella es como una especie de consultora para mí y me parece que es pertinente mencionarlo, porque uno no llega aquí solo, siempre hay un trabajo de gente que te está apoyando y que cree en ti, como en su momento todos estos fotógrafos que me dieron su tiempo para editarme. Pero Yaoci, en realidad, es mi consultora. Al punto que yo le pago. Hablé con ella e inició el proceso de edición, a meterle tijera sin romanticismos.
—¿Ella hizo esa selección de estas treinta fotos?
—La hicimos juntos, tuvimos esta colaboración. Le preguntaba su opinión y ella me decía: “No, creo que esta foto tiene más fuerza acá”. Era mi editora, básicamente, sólo que yo le pagaba para que lo hiciera. Uno como fotógrafo está muy enamorado de sus imágenes, tiene sesgada la mirada y no piensa claro. Yo sí creo que debe haber alguien que te diga “no” a tal imagen, como sucede con un editor de textos. Si quieres publicar un libro, tú lo escribes, pero tendrías que pedirle a alguien que lo revise y esta persona tendría que, con esa crueldad de editor, decir lo que funciona. Esa persona fue Yaoci Pardo.
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