La importancia de los libros está fuera de toda duda. Son valiosos por contener el conocimiento acumulado durante siglos por la humanidad y son el medio que nos permite adentrarnos en el conocimiento de la historia, la religión, la literatura o la poesía.
Este instrumento fundamental en la historia de la civilización humana se fue perfeccionado a través del tiempo hasta llegar a ser ese objeto perfecto que no necesita conectarse a una fuente de energía para poder disfrutarlo, como alguna vez lo describió el escritor Juan Villoro.
En un mundo donde gran parte de los objetos están concebidos y elaborados para tener una corta vida útil y después ser desechados, el libro ha dejado de ser en gran medida un bien valioso y ha pasado a la categoría de estorbo o cosa inútil, pese a ser el receptáculo de infinitas historias, aventuras y sabiduría.
Pero no todo parece estar perdido. Se dio a conocer hace poco la noticia de que trabajadores de limpia de la ciudad de Ankara, capital de Turquía, formaron una biblioteca comunitaria con 4 mil 710 volúmenes rescatados de entre la basura. El altruismo de esos empleados es notable por el grado de conciencia que implica darle una nueva oportunidad a ejemplares que tenían como destino la destrucción.
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Esta anécdota esperanzadora me remitió a lo que cuenta la escritora estadunidense Fran Lebowits, una mujer que según sus propias palabras se ha pasado gran parte de la vida leyendo. Cuenta en uno de los capítulos de la serie de Netflix Supongamos que Nueva York es una ciudad (Pretend It’s a City) que es común ver en la gran urbe libros tirados en las calles o en los depósitos de basura, como si se tratara de un desecho de golosinas o latas de refresco.
Lebowits, personaje emblemático de la vida neoyorquina de la segunda mitad del siglo XX y célebre por su humor corrosivo y franco, cuenta a su amigo, el afamado director de cine Martin Scorsese, la importancia que tenían los libros cuando era niña y en su formación posterior.
Relata que en una ocasión en su niñez se le cayó un libro que traía consigo y su reacción instintiva fue recogerlo con rapidez y besarlo. La escena fue observada por su madre, quien le preguntó por qué había hecho eso.
La pequeña Fran le contestó que en la sinagoga le habían enseñado que los libros eran sagrados. Su madre le contestó que en la tradición judía solo se besaban los libros sagrados, pero para Fran su libro lo era.
La acción de los trabajadores de limpieza turcos me hizo recordar el inicio de la novela del escritor español recién fallecido Carlos Ruiz Zafrón, La sombra del viento, cuando el protagonista, el niño Daniel Sempere, es llevado por su padre a visitar una madrugada del verano de 1945 el Cementerio de los Libros Olvidados en Barcelona.
Ese depósito de libros estaba compuesto por un laberinto de corredores y estanterías descritas por Zafrón repletas de libros que se distribuían en túneles, escalinatas, plataformas y puentes que permitían vislumbrar una biblioteca gigantesca. El santuario de libros es explicado por el padre de Daniel: cada libro, le cuenta, tiene un alma, el alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron, vivieron y soñaron con él.
El padre, librero de viejo cuño y dueño de una librería especializada en ediciones de colección y libros usados, heredada a su vez del abuelo de Daniel, le revela que cada vez que un libro cambia de dueño, cada ocasión en que alguien se adentra en sus páginas, su espíritu crece y se hace más fuerte.
Pero también le hace saber otro secreto que le contó su padre: cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los guardianes del Cementerio de los Libros Olvidados –él es uno de ellos– se aseguran que lleguen a ese sitio.
El cementerio es el lugar al que llegan los libros que nadie recuerda, los que se han perdido en el tiempo y que viven para siempre, a la espera del día que caiga en las manos de un nuevo lector.
Pero no todo está perdido para los libros abandonados y que van a dar a la basura. Tal vez tengan todavía la suerte de que un espíritu curioso se adentre en sus páginas. Ese curioso podemos ser nosotros mismos y decir como José Vasconcelos: “Un viaje, como un libro, se comienza con inquietud y se termina con melancolía”.