Sale de la escuela, vaga por el Zócalo y se le ocurre —anda cerca— visitar a su padre: don Serafín, Serafo, el Anciano… Camina por Corregidora, tuerce a la derecha y toma la siguiente calle, pasa la estación del Metro y arriba a la zona laboral de las prostitutas (frente a la iglesia dedicada a la Virgen que da nombre a la calle: Candelaria) hasta llegar a la Ferretería más Popular de México.
—¿Buscas a Serafo, chamaco? Vete a Sidar y Rovirosa, allá fue a la bodega, a cargar el camión —indica el Guapo desde el mostrador…
Rodea el Deportivo Venustiano Carranza y entretiene la vista viendo a los policías de la ciudad en sus entrenamientos, tirando furiosos toletazos al imaginario enemigo, al que seguro han ahuyentado sus alaridos de micos enloquecidos que no pierden el kepí durante el ataque.
También te puede interesar: Los de siempre reclaman: se les dijo “no salgan”
En sentido contrario ve el camión de 12 toneladas que conduce su padre, da vuelta en el retorno y en la maniobra las hojas de acero escapan de la plataforma y vuelan como hojas de papel ululantes. El camión se detiene bruscamente y descienden de la cabina Serafo y sus dos macheteros.
—¡En la torre! La de buenas que no venía algún cristiano, par de recabrestos, porque estaría partido en dos, ya ni joden, ¿pus que no amarran bien las cosas, zoquetes?
Hecho una furia reparte cachuchazos sobre la espalda de sus macheteros:
—¡No fuera el pulque, porque de ese ni una gota derraman! ¡Muévanle y levanten antes que aparezcan los agentes de tránsito; pentontos briagos, buenos para nada!
La calle permanece solitaria. Se acerca hasta el camión y saluda:
—Buenas tardes, pa… ¿Le ayudo?
—¿Y ora tú: qué haces por acá? Sésgate p’acá, no te vayan a dar un llegue esos animales… ¿No fuiste a la escuela? Aquí espérate, encierro el camión y nos vamos pa’ la casa, ¿ya comiste? Estos carajos recarajos no amarraron las láminas y mira nomás: son unos malhechos, pero bien que exigen que pare en la pulquería para que compren su litro, que porque le falta un grado para ser carne: viciosos que no fueran… ¡pongan las estacas de la plataforma, chingao: por eso se volaron, no las pusieron! Oríllate a la barda en lo que encierro –indica Serafo y girando el volante para allá y para acá traspone el enorme zaguán de la bodega, coloca el camión en el sitio que le corresponde y desciende sacudiéndose el overol.
Se persigna frente al altar dedicado a la Virgen de Guadalupe, Serafo abre su casillero y procede a cambiar la ropa de trabajo por la ropa de calle.
—Ámonos, que aquí espantan, m’hijo: vamos a Marcelino, Pan y Caldo. Yo invito, caracho, que para eso se parte el lomo el hombre todo el chingao día…
Caminan hasta el entronque de Emilio Carranza y Calzada Zaragoza. El estruendo de los autobuses foráneos y de los suburbanos los hace comunicarse a señas. El chamaco camina con los libros bajo el brazo; el padre, con la lonchera de lona en la diestra, como una extensión de su brazo, como un enorme puño que al hijo brinda confianza…
—¿Para qué gasta, pa? Aquí podemos agarrar el camión y comemos en la casa —balbucea el chamaco con timidez.
—Nadie le pidió opinión, muchacho. Se quiere hacer el machito, pero ¿a poco no ya hace hambre? ¿Qué tal unas tortillotas recién salidas del comal? ¿Qué tal un caldo de gallina con su cuarto de pechuga deshebrada? Y en el molcajete de piedra una salsa de tomatillo, chile verde, con su ajo, sal, cebolla y cilantro picado… Hasta se me hace agua la boca: ¡pedaléyele, que las lombrices chicas se comen a las grandotas!
En la glorieta de La Fuente cruzan esquivando el denso tráfico; trepado en un banquillo el agente de tránsito, el tamarindo, agita sus manos enfundadas en guantes blancos, como si infructuosamente arreara ganado. Rugen los motores, ensordecen los claxonazos, el chamaco apresura el paso para no perder de vista al padre, a ese hombretón al que no arredran ni los pesados Torton ni los tráileres Kenworth:
—Verá, muchacho, cómo un día de estos estaré al volante de un animalazo de esos. Se los cuento a los compas y se burlan: “Antes di que cambiaste las borregas por el volante, Serafo; confórmate con que no te corran y algún día te jubiles”, me dicen. Pero yo me veo controlando un motor de esos: hay que inteligirle, hay que inteligirle. Y yo le intelijo, chingaos: ¡claro que le intelijo…!