“EN NUESTRO lenguaje diario hay un grupo de palabras prohibidas, secretas, sin contenido claro, y a cuya mágica ambigüedad confiamos la expresión de las más brutales o sutiles de nuestras emociones y reacciones. Palabras malditas, que sólo pronunciamos en voz alta cuando no somos dueños de nosotros mismos. Confusamente reflejan nuestra intimidad: las explosiones de nuestra vitalidad las iluminan y las depresiones de nuestro ánimo las oscurecen. Lenguaje sagrado, como el de los niños, la poesía y las sectas. Cada letra y cada sílaba están animadas de una vida doble, al mismo tiempo luminosa y oscura, que nos revela y oculta. Palabras que no dicen nada y dicen todo. Los adolescentes, cuando quieren presumir de hombres, las pronuncian con voz ronca. Las repiten las señoras, ya para significar su libertad de espíritu, ya para mostrar la verdad de sus sentimientos. Pues estas palabras son definitivas, categóricas, a pesar de su ambigüedad y de la facilidad con que varía su significado. Son las malas palabras, único lenguaje vivo en un mundo de vocablos anémicos. La poesía al alcance de todos…”
Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Los hijos de la Malinche.
Paradise se pronuncia Páradais; “Oaxaca se pronuncia Uajaca”. En la tercera y más reciente novela de Fernanda Melchor el oro es lenguaje: mexicano, canibalesco igual que en el retrato del amor y México que Italo Calvino fraguó en su relato póstumo Sotto il sole giaguaro (Bajo el sol jaguar, Tusquets, 1989). La trama brilla en él como la historia adolescente de nota roja sobre la codicia antes del crimen.
A través de una prosa caudalosa, como en Temporada de huracanes, pero más depurada, precisa en la consagración de las malas palabras, las groserías, las palabras malditas (Octavio Paz dixit) como reflejo de libertad literaria, pero al mismo tiempo reclusorio de la violencia, de la marginación y la desesperanza, Melchor va preparando un crimen, un feminicidio, es decir, el asesinato de una mujer sólo por el hecho de ser mujer, tras ser cosificada con el deseo de posesión del macho infantilizado.
“Poesía al alcance de todos”, parafraseando a Paz, Páradais significa sin duda un salto cuantitativo y cualitativo en la obra narrativa de Melchor (1982), cuya Temporada de huracanes (Random House, 2017) había azotado ya con categoría 5 las buenas conciencias literarias con un desastre más en el ojo de la violencia por el narco y el crimen organizado en el país, el estado natal de la autora, Veracruz.
En Páradais los narcotraficantes, los secuestradores, los extorsionadores, los asesinos múltiples apenas se dejan ver, solo como contexto de violencia desbordada, que por desgracia para la literatura mexicana ya había agobiado con mala narcoliteratura las mesas de novedades en librerías. Igual que en el filme Ace in the hole (Wilder, 1951), el interés humano (human interest) está en un solo crimen, un solo caso.
“Interés humano, Toma el diario, lee acerca de 84 hombres o 284, o sobre un millón de hombres, como la hambruna en China. Lo lees, pero no se queda contigo. Un solo hombre es diferente. Quieres saber todo de él. Eso es interés humano”, dice el periodista Chuck Tatum, interpretado por Kirk Douglas.
Aunque la víctima, Marián Maroño, y su familia apenas aparecen en el relato de Melchor; como ocurre con las víctimas reales en la procuración e impartición de justicia en México y en la difusión de sus tragedias en los medios de comunicación, son invisibles, sombras, nombres, a nadie importan. Sus verdugos son los verdaderos protagonistas del drama, celebridades en los noticieros de la televisión.
La novela, que no da respiro al lector al obligarlo a leerla con fruición de un solo tiro, como shot del tequila más rasposo, se narra en una falsa tercera persona, que disfraza al ser omnisciente, primera persona, confeso pero en busca de exculparse de un homicidio ajeno motivado por el más primitivo instinto, el sexual, en el que subyace a la par el deseo de poder: poseer a la mujer, chingarse a la Otra.
Machismo puro, la versión más arcaica y por desgracia contemporánea del hombre, en el que el personaje femenino, la señora Marián, es víctima expiatoria, objeto del deseo cotidiano, leit motiv, en la imaginación malsana del gordo Franco, un junior adolescente cuyas fantasías recuerdan el diálogo entre Hannibal Lecter y Clarice Starling en The Silence of the Lamb (Jonathan Demme, 1991), cuando el psiquiatra caníbal explica a la rústica agente del FBI que el detonador psicópata feminicida de Buffalo Bill es la codicia: “¿Y cómo empezamos a codiciar? Empezamos a codiciar lo que vemos cada día”.
No obstante, no es una obra panfletaria sobre la violencia de género, sino de calidad literaria más allá de lo que quizás podía esperarse de Melchor tras el paso de su Temporada de huracanes, que devino en un éxito comercial y de crítica internacional sin precedentes, con fuerte aspiración al Man Booker.
Igual que en Temporada de huracanes, no todo es lo que parece en Páradais, incluso puede ser, irónicamente, lo contrario. Paradise no es el paraíso, es un fraccionamiento de lujo, infierno de codicia. Polo, adolescente obligado a trabajar como jardinero en la unidad residencial para contribuir al gasto familiar, codicia bienes ajenos; Franco, su némesis y alter ego, habitante del lugar, codicia a su vecina.
Curiosos los nombres de los personajes de Páradais: Polo, un pobre diablo con nombre de ropa cara y de deporte de élite; Franco, gordo que se miente a sí, cuyo apellido, Andrade, recuerda al representante de cantantes veracruzano, Sergio, condenado por abuso de menores junto a Gloria Trevi; doña Pacha, vendedora de chelas y aguardiente de mala calidad (pachita, en México, es el envase miniatura para licores que cabe en los bolsillos, principalmente usado por borrachines y vagabundos); Milton, primo putativo de Polo, quien a su pesar acabó en el infierno de la delincuencia organizada, su Páradais Lost.
Igual Páradais tiene su evolución literaria como nombre en la obra de Melchor, que en Temporada de huracanes bautizó a un hotel de paso como Paradiso (quizá velado homenaje a José Lezama Lima).
Podríamos darles mil y un razones por las que tienen que leer “Páradis”, pero no hay nadie mejor que @falsaliebre para eso. Consíguela aquí: ?? https://t.co/oOWHlPPteb pic.twitter.com/yKefVBQJO6
— Penguin Libros México (@penguinlibrosmx) February 16, 2021
Como desde su primera novela, Falsa Liebre (Almadía, 2013) en que Melchor irrumpe en territorios hasta entonces exclusivos para hombres y escritores hombres, donde incluso el concepto de masculinidad se desborda (en aquel caso los baños públicos en los que cincuentones buscan a jovencitos para relaciones homosexuales, o en el burdel de la Bruja en Temporada de huracanes), la narradora mexicana revienta el tabú de género en Páradais al describir masturbaciones de Franco, su afición al porno, pero, sobre todo, con un léxico que, al menos en público, era reservado para hombres.
El lenguaje luminoso y oscuro de las groserías, como ocurre en la película Ya no estoy aquí (2019), de Fernando Frías de la Parra, crea identidad, muestra el rostro que queremos ocultar de nosotros mismos.
Palabras de alto calibre, palabras malditas con las que la prosa de Melchor dispara a diestra y siniestra a lo largo de 158 páginas, pero siempre dando en el blanco; nunca forzadas, nunca fuera de lugar, todas causando el mayor daño posible en la conciencia de quienes aún viven México como paraíso tropical.