Hay una explicación para las muertes asociadas al fenómeno del dueñito, pero debo advertirles que es peligroso leer sobre ello.
Bien. La popular aunque tétrica investigación “Las historias de los entierros de compasión en la zona serrana” de la doctora Emilia Gómez-Metzger duró un lustro y cesó meses antes de la muerte de la profesora, cuando los ataques psicóticos atribuidos a la demencia senil apagaron toda esperanza de publicar sus conclusiones, pero veinte años después fui comisionado para terminar su obra y dar a conocer mis propios resultados.
Todo inició en 2003, cuando los trabajos de rescate cultural sacaron a la luz no sólo fragmentos de cartas entre un mando militar y sus superiores sobre el actuar de las guardias blancas, algunos textos garabateados y dibujos con versos de corte infantil al calce encontrados en baúles bajo tierra, sino aquel conjunto de tumbas, compuesto por cinco fosas en las que los cuerpos se disponían en, por decirlo así, pisos, pues abajo fueron acomodados niños, después mujeres y al final hombres. Todas, menos una.
Según los testimonios que recabé, la locura alcanzó a la doctora antes de que completaran los trámites para obtener dinero. Colegas y empleados reportaron la conducta errática de Gómez-Metzger
Los hallazgos en el área abarcaban, también, rastros de la lucha local contra las incursiones castrenses de cuatro décadas atrás, cuando líderes de grupos considerados antisociales se escondieron en esos territorios.
El material documental fue entregado a la doctora Gómez-Metzger en desorden e incompleto con, según indicó una fuente nunca revelada, la esperanza de que su posición en la universidad le permitiera difundir sus descubrimientos, lo cual logró sólo parcialmente (yo leí los adelantos divulgados y me intrigaron), aun así suscitó una gran respuesta de activistas pro derechos y no pocos académicos que vieron en ello la esperanza de una subvención.
Sin embargo, según los testimonios que recabé, la locura alcanzó a la doctora antes de que completaran los trámites para obtener dinero. Colegas y empleados reportaron la conducta errática de Gómez-Metzger y una visita de los directores acompañados por jóvenes pasantes ventiló el catastrófico deterioro mental de una de las mayores expertas en su materia. La encontraron en su oficina entonando una vieja canción de cuna que reproducía en la computadora mientras iba trazando círculos a pequeños saltos.
Que no despierte mi pequeñito, que no despierte del dulce sueño mi niño, niño, mi dueñito.
Cuando se vio descubierta, relataron, no dejó su tarea, mas con ademanes invitó a los presentes a unirse a la interpretación. Sólo así me deja trabajar, confesó más tarde en la rectoría, taza de té en mano, previo a recibir con terror la noticia de su baja activa. Sería nombrada maestra emérita.
Muchos recuerdan los gritos destemplados que profirió durante dos horas. Dicen que no articuló palabra, solo alaridos, pero me confirmó uno de los conserjes veteranos del lugar que ella temía a la revisión de los papeles dejados sobre el escritorio. De esa forma levantó sospechas, seguramente fingía la psicosis y ahí se descubriría una petición de recursos oculta a sus pares o un fraude. Sin embargo, ninguna de esas hipótesis fue comprobada.
Mikel Saucedo Irraragorri, uno de los estudiantes del entonces director del instituto, fue el encargado de clasificar el material de la doctora Gómez-Metzger, tanto físico como digital.
Demasiado delgado, pero siempre prodigando sonrisas, se convirtió en uno de los consentidos de la cúpula universitaria gracias a sus servicios e investigaciones (algunas derivadas de tesis de compañeros filtradas por sus propios asesores), además de ganarse la compasión de la comunidad luego de que comenzaran los episodios mórbidos de catatonia de su prometida, la licenciada Amaris López Gutiérrez, quien fungía como su asistente y apenas un mes antes había anunciado su embarazo. Los fenómenos de rigidez y ansiedad terminaron con la gestación de forma súbita.
Un semestre después, en el que él demostró su devoción al procurarla noche y día, Amaris López murió de una crisis cardiaca fulminante cuando Saucedo dormía a su lado, tomándola de la mano, según trascendió en el velorio donde el doliente ensayaba muecas apesadumbrado mientras se le escurrían las lágrimas con cada pésame.
El dueñito estaba en espera
Luego de una trayectoria meteórica salpicada de suspicacias por la poca competencia que tuvo en los concursos y tras asumir la dirección del instituto, Saucedo Irraragorri se mostró reacio a abrir los archivos de Gómez-Metzger para consulta. De hecho, no fue sino hasta mi regreso de Europa, después de obtener un segundo doctorado vía una beca externa, que esa opción fue valorada por las autoridades.
Mis trabajos en las barracas nazis revelando los relatos de los prisioneros en los campos de extermino y los mensajes cifrados dirigidos a la resistencia incrustados en las canciones partisanas del norte de Italia me valieron no sólo prestigio, sino la estima de un par de miembros de la asamblea universitaria cuyos abuelos vivieron la desesperación de la guerra y recibieron con gran gratitud el volumen que redacté con las historias internas rescatadas de pequeños fragmentos con escritura arañada en maderos o rayada en las ropas de los que ya se habían llevado.
Al presentarme en el instituto, el director salió de su oficina, me saludó con las dos manos y caminó conmigo hasta un viejo escritorio cuya silla de metal cromado vio sus mejores épocas en la huelga estudiantil de hace una década.
―Tenga paciencia, doctor, no estaba contemplado en el presupuesto.
―Desde luego, director, sólo espero no importunar.
Únicamente cruzamos esas palabras, después tuve que vérmelas con maestrandos, doctorandos y administrativos para conseguir artículos de oficina, lo cual aproveché. Así inicié la indagatoria sobre el extraño comportamiento de la doctora, las reticencias a siquiera hablar del tema y la evidente molestia de Saucedo. Mi presencia lo inquietaba, pero aún no podía saber si era por desafío profesional o pura mediocridad.
Mis dudas comenzaron a despejarse luego de que ambos miembros de la asamblea universitaria que mostraron su deferencia conmigo debieron actuar con firmeza para que se me permitiera revisar la sección cerrada donde se encontraba “Las historias de los entierros de compasión en la zona serrana”.
Los otros esquemas demostraban cómo los niños fueron ejecutados primero. La hipótesis de los especialistas era que guardias blancas formaban a cinco o seis pequeños al borde de la zanja
Adelantándome a cualquier problema político, di mi palabra de no difundir nada sin autorización, sin embargo, me aseguraron que ello no era necesario, sino solamente acudir a los conductos habituales. La apertura del gobierno, señalaron, era total acerca de los crímenes de aquella época debido a la alternancia partidista y el beneficio electoral que tendría con ello. Entonces, no se trataba de un asunto institucional, Saucedo quería mantenerlo en secreto. Mi curiosidad aumentó.
En la primera hojeada a los documentos, llamó mi atención esa fosa desigual. Primero había hombres que iban de los diecisiete a los setenta años aproximadamente, después mujeres, pero según los peritajes de antropología forense no fueron inhumados el mismo día, como los demás, que se llenaron en menos de veinticuatro horas. No.
Los otros esquemas demostraban cómo los niños fueron ejecutados primero. La hipótesis de los especialistas era que guardias blancas formaban a cinco o seis pequeños al borde de la zanja, luego vendrían sus madres o abuelas y al final los hombres.
Dispararle a los que amas era considerado un acto de piedad por los paramilitares, quienes así pagaban la cooperación de los pobladores. Si no, siempre podían ser espectadores de las más cruentas torturas o ver cómo obligaban a un niño a balear a familiares o amigos mientras el miedo y la rabia resultaban divertidos para los homicidas. “Las carcajadas sonaban a balazos, luego caían sin suspirar”, indica el parte castrense rescatado.
La fosa sin ese orden presentaba hombres y luego mujeres. Nadie más. Al fondo, los baúles con dibujos y garabatos. El dictamen apuntaba a decesos donde no figuraban las armas de fuego, sino filos, trauma e incluso asfixia mecánica, alguien los había estrangulado, probablemente alguno que terminó acompañando a su víctima bajo tierra.
El desorden de ese entierro sugería la acción de un tercer agente y la ausencia de los papeles encontrados ahí alimentaban mis suposiciones. Decidí teclear un primer informe mientras seguía averiguando sobre los años que transcurrieron con ese macabro secreto acechando en la oscuridad.
La luz empañada del instituto
Durante meses pensé que aquellas cosas acumulaban polvo en un cajón, luego constaté con sobresalto lo equivocado que estaba. Un detalle había escapado a quien buscaba frenar mis revelaciones: fotografías del primer grupo de campo descartadas por su baja calidad, pero que ahora se podían digitalizar y restaurar con plataformas que dos décadas atrás ni se imaginaban. Envié escaneos a mi buena amiga la doctora Claudia Ponzone, jefa del laboratorio en Torino.
En ese tiempo la intendencia del instituto dejó de limpiar los focos, o eso parecía, pues la luz se agotaba sin llegar a iluminar pasillos y cubículos. Una irradiación empañada se cernía sobre las actividades que realizaba, como si me persiguiera la penumbra.
Me precio de ser un académico imperturbable ante los horrores dada mi tenacidad en estudiarlos, incluso al ventilar los apetitos más depravados de las personas poderosas. Pero esto no era humano y mi momentánea turbación se vio sustentada por una advertencia de ultratumba escrita como pie apenas visible en las fotografías, era la letra de la doctora Gómez-Metzger a vuelapluma: “no debí leerlo a solas, nunca debí hacerlo sola”.
Ya era de noche. Dudé sobre si la luz opacada era otro tipo de alerta o un peligro haciendo sentir su presencia. Mi corazón se aceleró al escuchar pasos arrastrándose hacia mí, miré de reojo mientras el sonido arreciaba y el pecho se me contracturaba conforme a su avance. Tome aire por la boca antes de voltear. Apareció, ante mí, el viejo conserje al cual había consultado sobre los hechos irregulares que rodearon la investigación.
Juan Iván Rodríguez, sindicalizado sin ganas de quedarse en casa, profundizó en su relato. Para él era cierto, algo atormentaba a Gómez-Metzger luego de estudiar esos dibujos. No me lo tome a mal, profesor, pero mejor hágale caso a eso, ella cantaba para alguien, y no fue la única, pero nadie duró tanto, los otros, más chamacos, se fueron rápido sin decirle a nadie. No le vaya a pasar algo.
Dudé sobre si la luz opacada era otro tipo de alerta o un peligro haciendo sentir su presencia. Mi corazón se aceleró al escuchar pasos arrastrándose hacia mí, miré de reojo mientras el sonido arreciaba y el pecho se me contracturaba
El tono que usó Rodríguez denotaba preocupación genuina y por primera vez en mi carrera unas palabras tan simples me alfilerearon el estómago. ¿Sabe a quién le cantaba? Creo que sí sabe, pregunté secamente. Eso no estaba vivo, respondió y palideció antes de seguir. Uno se daba cuenta por cómo le hablaba la doctora, era un escuincle, algo que parecía un niño, ella le decía dueñito.
Un zumbido nos trastocó, Juan Iván aprovechó para escurrirse entre las pocas luces que quedaban. Era mi teléfono avisando de un nuevo correo, eso que esperaba desde Italia.
Caro mío. Ecco il misterioso restauro di cui c’è tanto bisogno. Per tua tranquillità, il lavoro era solo tecnico, nessuno ha revisionato il contenuto. Claudia.
Aunque mis previsiones sobre el contenido fueron estrictamente por los derechos de la universidad, me volvió el alma al cuerpo al saber que nadie lo había leído. Me reí, me reí fuerte mientras revisaba mis pensamientos. Me volvió el alma al cuerpo, dije en voz alta con sorna sin poder parar mis risotadas. Así se deben haber carcajeado los hombres de las guardias blancas al ver a los niños acribillar a sus deudos y amigos, seguí en mi línea de pensamiento. Así debieron resonar las risas. Estaba sorprendido de mí mismo. Tomé mis cosas y salí de prisa al estacionamiento. En la mañana, me dije, vería todo más claro y para entonces seguramente habría dejado la sonrisa delirante.
Para mi infortunio, Sucedo salió del instituto al mismo tiempo que yo.
―Debe ser muy divertida su lectura, doctor.
―No lo sabe ―respondí intentando recomponerme.
Mis estremecimientos no terminaron esa noche, pues al día siguiente, ahí mismo, en el escritorio, apareció un sobre cuya sola presencia agudizó mis sentidos, temí la tragedia. Me negaba a tocarlo. Si mis sospechas eran ciertas, Saucedo había dejado eso para mí con la intención de conducirme a la locura.
El encuentro
Tal vez Gómez-Metzger no sólo no padeció senilidad, sino que también, con sus gritos, quiso proteger a otros de la pesadilla. Tal vez Saucedo manejaba así sus asuntos. Decidí tranquilizarme, una tarea que duró horas bajo las débiles luces como guía de mis ideas. Esperé a la noche y conducido por un sentimiento que arañaba mis adentros avancé hacia la oficina del director. Con el sobre en la mano, pasé sin anunciarme.
Tiene tanto miedo que ya no valen las cortesías, según veo, saboreó Saucedo su victoria al verme entrar cariacontecido y cargando su obsequio. Las cortesías terminaron cuando dejó esto en mi escritorio, respondí y me adelanté a su ataque lanzando el sobre a sus pies.
El dueñito tiene caprichos, a algunas personas las persigue, a otras las enloquece, a unas más les produce catatonia. ¿Sabe?, no le gusta la competencia, no le gustan las embarazadas y hay a quien obliga a asesinar a quien más ama. ¿No pudo deducirlo, su fama es inmerecida? ¿Ya sabe quién rellenó la quinta fosa?
Esperé un momento, pasé saliva y lo miré a los ojos. ¿Cómo supo esos detalles? ¿Cómo supo la manera de evitar que el dueñito lo dominara?, pregunté demacrado.
No lo entendía cuando leí los versos por primera vez, pero su rabia contra mi ex novia me dio una pista, así que se la ofrecí, dejé los dibujos con los versos en el comedor de la casa, después de que ella los leyó le expliqué que eran canciones bellas para nuestro hijo.
Su respuesta con voz cavernosa pero vacía me hizo abrir la boca.
No todo fue por mi conveniencia, siguió Saucedo, a veces sólo necesitaba alguien para no tener que cantarle su maldita canción, a veces para que no me golpeara en un ataque de aburrimiento. ¿No le parece curioso que este niño atrape a una especie de guardián si este lee esas líneas estando a solas, como algo íntimo? Y ahora le tocó a usted, usted que es un cualquiera salido de la basura, Juan Hernández… un infeliz que ahora todos llaman eminencia. El dueñito ya está aquí, sólo le tomará un minuto.
Resistí la mirada flameante y desorbitada del director, una baja de tensión eléctrica nos dejó en sombras por instantes.
Seguramente el dueñito lo está viendo a usted directamente, le dije, tengo que hacer esa conjetura ya que no puedo saber dónde está ese espectro. Yo nunca leí los versos. Si usted revisa la bandeja de entrada de su correo, sabrá la respuesta.
Su rostro pasó de desorbitado a desencajado. Tuve que explicarle. En una de las orillas está inscrita la advertencia de la doctora Gómez-Metzger, algo que usted pasó por alto, un error de estudiante, desde luego.
La rabia desbordó a Saucedo, la expresión del académico consentido se combaba debatiéndose entre oleadas de furia y humillación. Pero después reaccionó, no había manera de neutralizarme, como a otros tantos a los que quitó de su camino. En cambio, yo tenía un plan. Ahí mismo lo revelé.
Así que como seguramente el dueñito me está escuchando, debo decirle algo: Nunca vas a poder tenerme, no jugarás conmigo, las canciones quedarán lejos de ti. Voy a destruir todo, no habrá más recuerdo de ti ni de tus crímenes. Ahora yo soy el dueño. Aunque si te quedas cerca, alguna vez llegaremos a un trato.
El director del instituto Mikel Saucedo Irraragorri apareció colgado de un árbol torcido en las profundidades del campus, de rodillas. Una gran fuerza de voluntad para matarse, comentaron en los corrillos universitarios. En su boca, la fotografía de la licenciada Amaris López Gutiérrez y al cuello marcas de pequeñas manos que nadie supo explicar.
En cuanto a los archivos de la doctora Gómez-Metzger, me sirvieron para publicar una serie de artículos, que posteriormente formaron un libro, sobre relatos inspirados en las masacres y las formas en que las mujeres calmaban a los niños en las incursiones castrenses y de guardias blancas en la zona serrana. El gobierno y la cúpula académica quedaron complacidos y los tirajes superaron mis expectativas.
Desde luego, traté con mucho cuidado los dibujos, sobre todo aquel que venía en el sobre, así que proyecté en una clase de posgrado las imágenes del escaneo, donde se podía leer la canción de cuna garabateada bajo lo que parece ser un pequeño y su madre.
Que no despierte mi pequeñito, que no despierte del dulce sueño mi niño, niño, mi dueñito.
Que sí despierta y estoy sola, será mi dueñito, niño, niño, pequeñito por siempre mi dueñito
Esos eran los versos, ojalá quien lea esto no lo haya hecho a solas. Si es así, no voltee, tal vez el dueñito ya esté a su lado.