Un viaje de más de cuatrocientos kilómetros hacia la nostalgia. Los olores, las molestias y náuseas que acompañaban el camino de la clase media mexicana en los setenta del siglo pasado quedaron retratados en Acuérdate de Acapulco (FCE, Vientos del Pueblo), de Rosa Beltrán, pero no sólo eso, sino el descubrimiento adolescente, la angustia de la espera y hasta los besos entre padres «sabor a camarón al mojo de ajo» dominan las sensaciones del lector que abre el pequeño volumen de apenas 31 páginas.
El texto es necesario más que nunca ante la tragedia de la gente del puerto. Las alegrías y sus recuerdos son para los tristes, y hoy todos los que hemos pasado por sus playas, su calor, su brillo, podemos acompañar a Rosa Beltrán en su relato.
Acapulco, el gran viaje
Beltrán evidencia que las fugas geográficas son placebos de corto efecto al mostrar las frustraciones de los vacacionistas y las inercias que se siguen en los viajes. Y sin embargo, ahí están, grabados en la memoria de muchos, los recuerdos pulidos del burro borracho, el mai darling de los lancheros (peligrosos felones para cualquier jovencita, según las señoras del texto), las cocadas y los frutos de mar y tierra para conformar nostalgias.
No quedan atrás las menciones al llamado cinturón de pobreza que rodea el Acapulco for export, a la lucha social cruelmente reprimida, a la tragedia de ser el último eslabón de la cadena alimenticia en la sombra demencial del dolor ajeno que algunos gozan.
La sinceridad de Beltrán permite giros sin malicia sobre la marcha narrativa y que naturalmente llevan de los clavadistas de La Quebrada condenados a la ceguera al mundo siniestro de los antros, como el célebre Baby’O.
Incluso la atmósfera hollywoodense, con su oropel y locura, destaca como uno de esos recuerdos imprescindibles de la gloria anterior en ese paraíso. Acuérdate de Acapulco, una lectura que nos hace a la mar y nos recuerda que todos somos nuestros recuerdos y que hay toda una generación que merece vivir la magia del querido puerto.