Un intento por entender algo sobre la condición humana y una reconciliación de la autora con su pasado, eso es León de Lidia (Tusquets, 2022), la novela de Myriam Moscona en la que la poeta y narradora hace un ejercicio de memoria para intentar reconstruir su historia, colmada de olvidos y vagos recuerdos, que quedó marcada por la prematura muerte de sus padres.
El libro, el más personal que ha escrito Moscona, está construido con decenas de pequeñas historias familiares, reales e imaginarias, y en él queda patente una prosa que abreva de su herencia mexicana, búlgara y sefardí. Y confiesa: “escribirla fue como entrar a un cuarto a oscuras”.
Afirma que en ese ejercicio de memoria hay dolor, aunque reconoce que éste se va integrando de otra manera. “Adoré escribir este libro, pero también lo sufrí”, afirma Moscona (1955) en entrevista con Fusilerías, realizada en el contexto de la Feria Internacional del Libro de Oaxaca, que se llevó a cabo en octubre pasado.
En su deseo por experimentar con diferentes estructuras narrativas, más allá de la tradicional, conformada por un conflicto, un clímax y una solución, Moscona propone una novela fragmentaria con fotografías y dibujos que incluso puede leerse alternando capítulos. Su escritura le tomó diez años y la comenzó inmediatamente después de publicar su primera novela, Tela de Sevoya, ganadora en 2012 del Premio Xavier Villaurrutia, en la cual también hace un viaje al pasado para encontrarse con sus fantasmas familiares.
—Platícame de tu interés por hacer este ejercicio de memoria para reconstruir tu historia familiar…
—La memoria como fenómeno me intriga. Realmente me intriga cómo funcionamos, cómo a veces tenemos olvidado algo por años y de pronto sale un resorte que le pega a una pelota y luego a otra y otra y otra. Incluso te pasa con una lengua que relativamente conoces, pero que has dejado de escuchar.
“Me pasó con el búlgaro, que no hablo realmente. Vengo de una familia de migrantes búlgaros que perdí muy fuera de tiempo y cuando fui a Bulgaria me di cuenta de que tenía el lenguaje de un niño como de dos o tres años: sabía decir ‘frío’, ‘caliente’, ‘quiero’, ‘no quiero’, ‘gracias’, y al paso de los días se me iban alumbrando otras palabras. Es increíble que yo misma no sabía que sabía.
“En realidad, mi interés no es contar una historia familiar, aunque sí se cuenta. Es decir, hay muchos datos o muchos momentos o muchas resorteras que disparan un asunto, pero que después se ficciona. Lo que dices de la reconstrucción es tal cual, porque en mi caso personal, debido a que perdí a mi familia muy a destiempo, me quedé con muchas preguntas que nunca voy a poder responder. Tal vez sea esa una de las razones por las que escribo.
“En el libro, con piezas fragmentadas de un rompecabezas, voy creando una figura humana a la que siempre le faltará un brazo, una pierna o un pedazo de rostro, pero que el contorno te puede hacer reconocer esa figura. Eso, por un lado, tiene una carga triste, pero al mismo tiempo puede ser muy estimulante desde el punto de vista de un escritor.”
—¿Qué tan doloroso fue hurgar en la memoria, en ese pasado que conoces a medias?
—El poeta griego Yorgos Seferis dice que la memoria, donde la tocas, duele. No quiere decir que no puedas recordar sucesos alegres, claro que sí. Si te fijas, el libro tiene un epígrafe de Proust que me encanta. No es el clásico epígrafe que todo mundo cita de Proust, que yo también pude haber citado, pero que ya está suficientemente recirculado, el asunto este de la madalena tan maravilloso que genera un recuerdo involuntario. El momento en que el personaje se lleva a la boca el sabor de una madalena remojada en una tisana y eso le hace recordar cuestiones de su tía, de su infancia, de su lugar de vacaciones, y todo eso genera las tres mil páginas de En busca del tiempo perdido.
“Una vez que te has leído esas tres mil páginas, al final de ‘El tiempo recobrado’, el séptimo y último volumen, que es una joya invaluable en la historia de la literatura, diría yo, cito al personaje que dice estar montado sobre unos zancos que le permiten ver a lo lejos un pasado que le queda cada vez más lejos.
“Una vez que leí todas esas páginas y llegué a ese momento, ya tenía la caja de Kleenex al lado. Que cierto es que, conforme vamos avanzando en la vida, cada día estás un día más lejos de tu infancia, pero al mismo tiempo, si es que te llevas bien contigo mismo, también estás más cerca de ese niño o niña al que te une todo un sistema de circulación emotiva y vital. No recuerdo qué escritor decía: ‘Por fin he llegado a ser lo que quería ser de grande: un niño’. Entonces, hay dolor en la recreación, pero también muchos guiños que te llegan de ese niño”, recuerda Myriam Moscona.
Moscona: sobre olvido y dolor
—A lo largo del libro hay olvidos, recuerdos borrosos. ¿El dolor también se va diluyendo o ese sigue muy fresco?
—Sobre los olvidos que dices, ¿no es así como funciona tu propia memoria, que tiene huecos que quieres ir rellenando, independientemente de lo que te ha pasado? Por eso siempre digo que lo que yo busco en mi libro es, más que el esbozo de una familia, el acercamiento a entender algo sobre la condición humana, que esa sí la compartimos todos, sea tu origen el que sea.
“Respecto al dolor, creo que se va integrando de otra manera, o vas aceptando una relectura distinta, pero eso no quiere decir que esa gran frase de Seferis pierda potencia. Ahí donde la memoria la tocas, duele.
“Yo vengo de una familia de muchas pérdidas. Atrás de mí hay toda una serie de desplazados y en el viejo pasado también fueron expulsados de España. A veces me pregunto, cuando de niños mis padres estudiaban el mapa del mundo, y vieron México, ¿cuándo se iban a plantear que allí iban a hacer su vida y a morir?
“Todo ese desplazamiento tiene un ADN. Yo creo que nosotros también recibimos ese ADN de las familias de las cuales provenimos. No quiere decir que eso esté como un monolito que no puedas mover, claro que no, pero sí es una pertenencia y uno tiene que aprender a resignificarla.
“Adoré escribir este libro y también lo sufrí; tardé mucho en hacer un libro breve. Es una novela fragmentada. Las novelas en el siglo XXI ya no necesitan tener esa forma tradicional con un conflicto, un clímax y una solución. Pueden existir, hay muchos escritores valiosos que escriben novelas de ese tipo, pero hoy se han atravesado tanto las fronteras del género, que creo que es muy válido contar una historia de otros modos”, señala Moscona.
—Está escrita tal y como funcionan los sueños, en los que parece que hay historias sin ninguna conexión, pero en el que desde luego hay un hilo conductor…
—Así es, efectivamente. En la lógica de los sueños puedes estar en un siglo y en un segundo pasar a otro, y entrar a un túnel del tiempo y salir por la otra puerta. Con tus muertos, cómo puedes hablar en serio si no es a través de los sueños. Ahí se dirigen a ti, te hablan, los ves de frente.
“También recuerda que mi tradición es la poesía y que de pronto, a estas alturas del partido, me convertí en una escritora más joven, porque estoy lidiando por segunda vez con una novela, y como escritora estoy entrando a un cuarto a ciegas, lo cual me encanta. Eso de irme por un caminito que ya me conozco me aburre muchísimo y veo que eso se hace mucho, porque los escritores tardan en conquistar una voz y quieren seguir siendo fiel a esa voz para siempre ser reconocible. Yo le dejo ese privilegio a mis colegas. A mí eso me da mucha pereza. Por eso cambio de género, incluso he hecho poesía visual.
“También hay otra cosa: este año se cumplen 40 de mi primer libro de poesía, Último jardín. No soy buena madre de mis primeros libros de poesía, no me gustan mucho, pero sí veo un goteo que viene desde entonces y que tiene que ver con mi pertenencia a una familia de exiliados, a un matriarcado, a una lengua, incluso a la gratitud de vivir en México.
“Si tú eres mexicano, tus padres son mexicanos y tus abuelos son mexicanos, no te la pasas dándole las gracias a México, mientras que mis padres se la pasaban hablando maravillas de México. Mi madre iba al bailable del 10 de mayo y lloraba con el Himno Nacional. De niña eso me parecía absurdo, decía: “¿¡De qué llora!?”. Bueno, todo eso altera tu ADN. Lejos de ser una cuestión trágica, la pertenencia a diferentes mundos es algo que me ha enriquecido muchísimo”, señala Moscona.
—¿Es una reconciliación contigo misma?
—Yo creo que sí, totalmente.
La vida es una mudanza
—Platícame de la orfandad y las muertes prematuras que hubo en tu familia, ¿cómo determinaron el carácter de Myriam Moscona o cómo sientes que influyó en ti?
—Yo no quisiera haber escrito este libro sólo para que otras personas huérfanas se miren en mi espejo. Las pérdidas suelen ser muy paradójicas. Yo perdí a mi padre a los ocho años y eso es algo que no le deseas a otras personas; sin embargo, es algo que me enriqueció. Eso determinó, tal vez, mi inclinación por la escritura. Una de dos: o te lleva el payaso o nadas a contracorriente y decides ganar el terreno. Te hace fuerte y te hace frágil. La pérdida en general, no nada más la de los padres, se convierte en una escuela de aprendizaje que no es opcional: aprendes o aprendes.
—Cuando tú madre muere, ¿qué edad tienes?
—No era tan chica, ya tenía 20 años. Era joven, pero ya no era una niña. Aunque a la que más extraño es a mi madre, lo que me forjó es la pérdida de mi padre. Lo que te pasa en la infancia es muy determinante. Un poema de William Wordsworth dice que es la infancia la que da luz a la persona que eres ahora, y sí, es verdad, es absolutamente cierto.
—¿Algún recuerdo bello con tu papá?
—Muchos. Recuerdo una vez que mi hermano y yo hicimos un circo doméstico y le cobramos 50 centavos a los vecinos para venir a vernos. Mi padre, sin el menor anuncio, llegó en bata de baño y con una peluca como un personaje de ese circo, y fue divertidísimo, los vecinos no reconocían que era él. Le entraba al juego.
“Es interesante cómo ciertos recuerdos, como el de haber recogido una piedra, se te quede grabado. Quién sabe en qué momento estabas, qué asociaste. Es parte de los enigmas de la memoria”, resuelve Moscona.
—¿Qué le dirías a la Myriam Moscona de ocho años?
—Que admiro como se puso de pie.
—¿Qué lees actualmente?
—Acabo de perder un libro en el que estaba picadísima, se llama Vivir con los muertos, una joya, y me lo voy a tener que volver a comprar. Lo escribe Delphine Horvilleur, una rabina francesa reformista que no era escritora, aunque ya quisiéramos muchos tener esa claridad y esa belleza. También terminé El peso de vivir en la tierra, la novela de David Toscana, buenísima y compleja. Y poesía, siempre poesía…
—¿En qué trabajas ahora?
—Estoy terminando un libro de poesía. Sucede que en el temblor de 2017 perdí mi casa y de pronto un día me cayó el 20 de que soy la tercera mujer en mi linaje familiar que ha perdido su casa, así que escribo sobre eso.
—Una mudanza inesperada donde se pierden muchas cosas…
—La vida es una mudanza…
¿Cómo es posible que una lengua como el judeoespañol sin patria ni academia haya permanecido viva durante quinientos años? ¿Dónde se habló? De ello hablaremos con la escritora Myriam Moscona.
🗓️ 20 nov
⏰ 18h
📍 C/Mayor, 69, Madrid
🎟️ Entrada libre hasta completar aforo pic.twitter.com/LfMeW2uW6K— Centro Sefarad-Israel (@SefaradIsrael) November 14, 2023