El llanto 1. Acerca de la negrita de los hot cakes

El primer relato de la serie El Llanto llega a Fusilerías con una trama que comenzó en un bailable escolar
El llanto 1. Acerca de la negrita de los hot cakes
«Cuando Susana apareció sola a las puertas del kínder, disfrazada para el bailable del Día de Madres con la marca del descuido». Imagen: Freepik

Para Esme, la mujer del corazón gigante

Esta es la historia de un llanto. De los ecos de un llanto que se soltó en una pequeñita a los cinco años y quedó seco en medio de un antro, entre música disco, décadas después, cuando un aparente desconocido le extendió servilletas con las cuales frenar la amargura. Ella extendió la mano, recibió los papelitos y siguió en lo suyo, en llorar lo que ya no podía cambiar, que era todo. ¿Susana, no te acuerdas de mí?, le preguntó el hombre.  

No, las memorias inmediatas se quedaron lejos de ese rostro. Y él la abrazó sin que ningún reflejo en ella pudiera evitarlo. Y entonces, regresaron a su pecho las imágenes de un instante en que se desataron las tristezas. 

Cuando Susana apareció sola a las puertas del kínder, disfrazada para el bailable del Día de Madres con la marca del descuido, sus maestras sintieron la helada del desastre pero ella llevaba el corazón en las manos. Usaba una falda blanca que debía ser naranja, la blusa a rombos verdes quedó en azul y lisa, y por pañoleta roja traía un trapo con figuras amarillas sujetándole el cabello. Arrugada, acabada de salir de la cama.

Doña Lu, conserje en turno, la tomó de la manita, cubrió con su cuerpo la entrada de la niña para que no fuera acribillada con risas. La protegió por un instante de la inevitable ráfaga con que la romperían. Y no falló en su presagio.

El llanto 1. Acerca de la negrita de los hot cakes
Doña Lu la protegió por un instante de la inevitable ráfaga con que la romperían. Y no falló en su presagio. Imagen Freepik

Había un niño. Desde luego que había un niño que la hacía respirar fuerte y caminar despacito. Blanco de tez, cabellos castaños engominados, delicado por todos lados y el sueño de muchas de sus compañeras. Eduardo, Eddie el bonito, Eddie el siempre perfecto, Eddie al que sí cuidaban, el que tenía papá y mamá y no lo dejaban siempre para ir a trabajar, el que encantaba con su mirada soberbia. Eddie, el sueño.

Cuando repartieron las parejas para el bailable, Susana fue la afortunada, la envidiada. Estaría con él durante esos cinco minutos y doce minutos mientras sonaba Guantanamera. Todo ese tiempo mirándolo sin que nadie dijera nada, sin que él se fuera para otro lado. Adorable por donde se le viera, tan parecido al querido vecino al que era encargada en las tardes mientras su madre, rebasada de vida, construida con las durezas del mundo, se partía en tantos pedazos que nunca pudo volver a ser una sola. Era imposible saber cuál de esos trozos dominaría la mente de aquella mujer cuando abría la puerta de su casa al llegar cada noche.

Pero el nueve de mayo se vistió de madre ejemplar. Con lo que tuvo a la mano confeccionó el vestuario de su niña, se sintió la heroína y sus fuerzas se acabaron. Y ambas durmieron, chiquilla y mujer, y al despertar con ese disfraz arrugado corrió a la escuela, que le quedaba a tres cuadras, podía llegar sola, como lo hizo.

La artimaña de doña Lu para protegerla sólo era efectiva hasta llegar al salón. A partir de ahí estaba sola, porque su maestra se encontraba con las otras acomodando los escenarios, la música, las cuerdas para que las mamás asistentes no se metieran a los bailables. Estaba sola con sus colores distintos en el vestuario, con la tela arrugada de dormir con ella, con su carita morena ilusionada por ver a Eddie sin pensar en lo que vendría.

Entró al salón, y de principio nadie notó su presencia hasta que Miriam, la gordita, la niña del uniforme extragrande, blanco habitual de las burlas, vio en ella un día de libertad. Observó de pies a cabeza a Susana y la señaló y comenzó a reír forzado, a reír sin alma. Irradió carcajadas, y del dedo de Miriam se asomaron las miradas de todos los demás en el cuarto, se desbordaron sobre ella. Pero nada dolió más en ningún momento, tanto que no lo recordaba, como la reacción de Eddie.

Yo no quiero bailar con la negrita de los hot cakes, se destempló el niño.

Ese grito hizo crujir el salón, Susana sintió cómo ella misma se partía en dos y uno de esos pedazos se derrumbó de por vida.

Esta es la historia de un llanto, de los ecos de un llanto. Porque Susana, apenas respirando, comenzó a lagrimear desde la tristeza de pensarse, a sus cinco años sobre la Tierra, condenada a estar herida por la soledad y el olvido.

Cuando entró la maestra, la vio petrificada con las filtraciones del dolor envolviendo su pequeña figura. Entonces, hizo lo que pudo para recomponerla, y pensó, pensó rápido, lo mejor que pudo. Vas a ser la estrella del espectáculo, le prometió secándole los goterones que aún resbalaban. Logró el esbozo de una sonrisa. Y Susana quedó en medio de todos para cuando salieron al bailable. Actuó, con su madre ausente entre sus múltiples fracciones, vestida en colores distintos a los otros, arrugada, despreciada y con el corazón en jirones. No entendía nada.

Los tiempos del llanto

Tardó tiempo en saber sobre ese daño, y para entonces ya llevaba a su niño al kínder a bailar El ratón vaquero en Día de Madres. Apenas separada, ocupándose del muchacho y una bebé, recibiendo vía redes sociales las fotografías de su aún marido plácidamente dormido en una cama ajena. Así Susana seguía adelante sin quebrarse, era fuerte, lo sabía, lo seguiría siendo. Pero en el momento en que uno de los chiquillos falló el paso provocando las burlas de sus compañeros, no pudo contener el llanto y se derramó sobre el piso de aula múltiple sosteniéndose el pecho para evitar un destrozo del corazón.

Las maestras, las demás madres, sus amigos, su propio hijo. Ninguno sabía que nadie es tan valiente como para sentir de nuevo voluntariamente.

El llanto de Susana siguió drenando por días y semanas, en la regadera, en el camino, en el camión, en las juntas escolares, durante las noches se dormía llorando. Iba a pagar los impuestos y las tarjetas llorando. Antes de que recibiera una nueva foto ya estaba derrumbándose.

El llanto 1. Acerca de la negrita de los hot cakes
El llanto de Susana siguió drenando por días y semanas, en la regadera, en el camino, en el camión, en las juntas escolares, durante las noches se dormía llorando. Ilustración: Freepik

Ella se ahogaba en lágrimas, sorbía lágrimas, vivía (en el mecánico acto de respirar) entre sus lágrimas. Este es el andar de una niña con el corazón hecho jirones y una herida comprimida en la mente. Lo que brotaba de sus ojos no metía, no podía, y llamaba en las oscuridad a quien respondiera con una voz lanzada al viento. 

¿Hubo respuesta?, nadie lo sabe, yo sólo sé contar el demencial ir y venir de aquello roto. Pero llegó la noche en que sus amigos pensaron que debía ir a desconectarse del mundo con alcohol y baile donde ningún barbaján quisiera aprovecharse de sus tristezas.

Fueron al Cabaretito, tomaron una mesa y la animaron con un par de tequilas. Pero no, ella siguió naufragando sentada ahí, petrificada, con las filtraciones del dolor envolviéndola. Entonces algo se repitió, o volvió el eco, porque mientras sonaba la música disco, de ambiente, mientras las drags enloquecían a los asistentes con canciones espectaculares, un hombre de tez blanca, pelo engominado y delicado por todos lados se acercó, servilletas en mano. ¿Susana, no te acuerdas de mí?

Entonces algo se repitió, o volvió el eco, porque mientras sonaba la música disco, de ambiente, mientras las drags enloquecían a los asistentes con canciones espectaculares

Ella no pudo frenar los goterones pero entre el desconcierto preguntó si lo conocía. Soy Eduardo, de chico me llamaban Eddie, bueno, en el ambiente sigo siendo Eddie. Él, confesó, la reconoció por el inconfundible llanto que muchas veces lo torturó cuando hacía frío porque le rompió el amor de una niñita, la negrita de los hot cakes.

Eddie el sueño, Eddie el perfecto, Eddie el que sus papás no dejaban para irse a trabajar estaba ahí de pie, frente a ella, arrepentido de aquel grito. El niño que la hizo respirar fuerte y caminar despacito. Y de pronto fue la pequeñita con los colores equivocados en el vestuario para el bailable, con la ropa arrugada, cargando los trozos de su madre, llegando sola al kínder. 

Y él la abrazó sin que nada en ella opusiera resistencia. Susana no dejó de llorar, pero se levantó y bailó con él entre el gozo y el lamento, hasta que se terminó la fiesta, hasta que algo volvió a crujir por dentro. Y sus ojos se secaron al rayar el alba.

Esta fue la historia de un llanto, de los ecos de un llanto.

@condesm

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