“Viajar es una indagación”, me dijo el famoso escritor estadunidense. Digo famoso porque había escrito más de 50 libros, muchos de ellos sobre sus viajes por todos los rincones del planeta. Sus libros habían sido llevados al cine, se había codeado con estrellas de cine y presidentes. En lo que a escritores se refiere, era una leyenda, y escuché su declaración con reverencia. ¿Qué clase de indagación podríamos hacer juntos?, pensé.
El escritor había pasado tres semanas en el asiento del copiloto de mi camioneta mientras viajábamos a zonas remotas de Oaxaca para un libro que estaba escribiendo sobre México. Yo esperaba enriquecer, más profundamente de lo que él podría hacerlo por su cuenta, su entendimiento del país en el que había vivido durante más de quince años.
En el valle de Oaxaca entrevistamos a campesinos que se habían arriesgado a cruzar a Estados Unidos. Visitamos una organización que buscaba a personas migrantes desaparecidas. En el Istmo, entrevistamos a muxes que se preparaban para su vela, y luego nos encontramos con zapatistas en Chiapas.
Ahora nos dirigíamos a un pueblo de fábula, en la alta y árida sierra de Oaxaca. Enclavado entre montañas color hueso, aquel lugar era una especie de mundo perdido, el último bastión de toda una etnia. La mayoría de sus habitantes se había marchado, y sólo dos ancianos recordaban su lengua.
Nuestros anfitriones, los miembros de un colectivo de tejedores, nos dieron la bienvenida y nos hicieron una visita guiada. Empezamos por el taller, que resultó ser una cueva. Trabajaban bajo tierra para que las hojas de palma no se secaran y su fibra se mantuviera flexible al tejer. Para aliviar el aburrimiento del trabajo repetitivo, las cuevas estaban equipadas con televisiones.
Salvo por una o dos mujeres que caminaban con rigidez, sus manos ocupadas tejiendo, las calles del pueblo estaban vacías. En el molino había una enorme pila de sombreros ya terminados, el pago por la mañana de molienda de maíz para el atole.
Nos explicaron que en el pueblo había dos facciones que a menudo entraban en conflicto: los que tejían palma y los que criaban cabras. Las cabras, desesperadas por encontrar hierba fresca en el desierto, se comían las hojas de palma con las que se hacían los sombreros.
La curiosidad del escritor era inagotable. ¿Cuántos sombreros hacen en un día? ¿Los intercambian o los venden? Anotaba las respuestas en un cuaderno grande. También un cabrero fue sometido al interrogatorio. ¿Cuántas cabras tiene? ¿Cuánto gana por cada una?
Nuestra visita coincidió con la fiesta del pueblo, y durante gran parte de la noche participamos en una calenda por las calles junto con los escasos habitantes. Un joven vestido con una peluca roja y una máscara de Blancanieves intentó ligarse al escritor, pero él se mantuvo al margen, observando el espectáculo y tomando notas.
¿Qué indagación estaba haciendo en su cuaderno?, me pregunté. ¿Sería capaz de mostrar aquel maravilloso mundo a punto de desaparecer? ¿Celebraría esas vidas vividas en circunstancias extremas? ¿Pediría más compasión, más comprensión?
Un año más tarde, cuando el libro del escritor salió a la luz, me alegré de leer nuestras aventuras y conversaciones, pero un pasaje en particular me conmovió profundamente.
Lo había llevado a una comida celebrada después de un funeral; la difunta era la abuela de una familia a la que yo había llegado a querer mucho. Había sido una reunión sencilla, con largas mesas dispuestas bajo los árboles de su patio. Bebimos mezcal, comimos mole e intercambiamos historias.
El escritor había captado a la perfección el sentimiento de aquella tarde: el consuelo del compañerismo, la hija que, a pesar de estar en duelo, servía con orgullo la comida que había cocinado en honor de su madre, el primo que había regresado de Estados Unidos un poco tocado de la cabeza, los niños persiguiéndose en el patio, entre juguetes y material de construcción.
Era una escena de gran intimidad y gracia discreta. No un retrato de lo exótico o lo colorido, sino simplemente de lo humano.
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— Fusilerías (@fusilerias) April 20, 2024