Después de dos horas de viaje por un camino sinuoso a través de las montañas de Chiapas, el taxi me dejó a un lado de la carretera, donde una reja carmesí prohibía la entrada al pueblo. Estás entrando en territorio zapatista, anunciaba un cartel en grandes letras negras. Para todos, todo. Para nosotros, nada.
En la caseta de vigilancia había un joven con la cara cubierta por un pañuelo. Su mirada me intimidó tanto que le di una explicación confusa de por qué estaba ahí. Me habían invitado a visitar la tumba de Luis Villoro, dije. ¿Quizá mi nombre se encontraba en alguna lista? Salió de la caseta sin decir palabra y desapareció por la puerta de una cabaña de madera colina abajo. Al cabo de un rato se acercaron otros dos hombres, ambos con pasamontañas negro que sólo dejaba ver los ojos. Uno de ellos me tendió un portapapeles y me señaló el lugar donde debía escribir mi nombre y procedencia. Tomará un minuto, dijo bruscamente antes de volver a la cabaña.
Pasó media hora. Mientras tanto, contemplé la espectacular vista de las montañas de Chiapas, cubiertas de espesa selva. Me intrigaba visitar un pueblo administrado por los zapatistas, sobre todo después de haber oído hablar al infame y jocoso subcomandante Galeano, antes Marcos, en una asamblea zapatista en San Cristóbal, con el carisma y el compromiso que habían detonado un movimiento revolucionario treinta años atrás. Como extranjero, mi intención era simplemente observar, pero no pude evitar notar en la severidad y el atuendo del guardia un elemento performativo.
Los dos hombres regresaron, abrieron la reja y me indicaron que los siguiera por la calle principal, bordeada de casitas de madera pintadas con murales brillantes y rodeadas de jardines de flores, tan ordenadas y coloridas que me sentí en un cuento de hadas. Cuando tocaron en una de las casas, las voces que se oían dentro se acallaron de inmediato. La puerta se abrió y por ella asomó un hombre, el primero al que le veía la cara. Me estrechó la mano y me dio la bienvenida al pueblo.
Mi nuevo guía, acompañado de una mujer con un pañuelo rojo sobre nariz y boca, me condujo hasta la tranquila arboleda junto a la iglesia en donde se encontraba la tumba de Villoro. En lo alto se alzaba un gran árbol, como honrando al hombre enterrado ahí. Luis Villoro, distinguido filósofo y profesor, había sido un gran aliado del movimiento zapatista, explicó ella. De pie y en silencio ante su tumba, sentí el privilegio de haber sido invitado a expresar mi respeto.
La mujer enmascarada tomó el relevo para continuar con mi recorrido. Incluso con la cara cubierta, su juventud resultaba evidente. Seguimos por la calle principal hasta llegar a una escuela donde jugaban los niños, pero la chica sólo hablaba tzotzil, por lo que mis preguntas sobre cómo funcionaba una comunidad zapatista autónoma –cómo proporcionaba educación y servicios sanitarios, cómo protegía a una población ignorada por el gobierno federal, cómo ayudaban a las mujeres a salir de sus roles tradicionales– quedaron sin respuesta.
Volví a fijarme en los audaces murales que expresaban principios de justicia social y proclamaban la solidaridad con Palestina, con los kurdos y con los pueblos oprimidos del mundo. Perdí el sentido de en qué momento y en qué lugar estaba, como si me hubieran transportado mágicamente a un idílico sueño posrevolucionario. Me pregunté si cualquier sociedad que se imaginara a sí misma como utópica podría sentirse así, como un paraíso ligeramente desquiciado.
Al salir, los dos enmascarados estaban sentados en el pórtico con la cara descubierta. Parecían relajados y de buen humor, como si su turno laboral acabara de terminar. La chica y yo entramos en la última cabaña, donde se exhibían huipiles, boinas, pasamontañas y camisetas con lemas revolucionarios e imágenes del Che. Tardé un momento en darme cuenta de que se trataba de una tienda de regalos. La revolución no se financia sola, todos estamos buscando formas de sobrevivir. Me llamó la atención un calentador de tortillas bordado a mano que decía: Que una mujer avance no significa que un hombre deba retroceder. Conocía a más de una persona a la que ese mensaje podría iluminar. Compré dos.
(Continuará)
Homenajean a Valdés Díaz-Vélez por 40 años de legado poético
«Para el escritor ganador del Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1998 cada libro puede considerarse un logro “en el fluyen y conviven distintas estéticas”…»@CasaMJ_OP https://t.co/pfpnhsd9Vd
— Fusilerías (@fusilerias) August 11, 2024