La risa 3. Siluetas vi

La tercera entrega de la serie nos presenta a Jhonny, el cantante que conoció la verdad en el psiquiátrico Fray Bernardino
La tercera entrega de la serie La risa habla sobre johnny Laboriel, un cuento de Carlos Sánchez Morán
«¿Cuál es el nombre legal del paciente?, preguntó el médico. Uno de los enfermeros respondió: Juan José Laboriel López, doctor». Imagen: Freepik

Los cimientos del edificio y los dientes de los internos crujieron en un tétrico coro a las dos con cincuenta y nueve de la mañana el seis de junio de 1967, pues la risa del hombre encapuchado desencajó la sala general del recién inaugurado Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez.

El mismo director, el doctor Mario Fuentes, telefoneó a los encargados de la guardia para que ese paciente se le otorgaran los mejores cuidados sin importar las seiscientas camas de las que eran responsables. En el inmueble de la calle de Niño Jesús número dos se estrellaban las carcajadas. 

Quítenle la capucha antes de que se asfixie, ordenó el jefe de residentes, que con seco escepticismo presenció el momento. Entonces es él, dijo escondiendo la mueca de enfado cuando apareció el rostro contracturado de un hombre que, aunque no era idéntico al de las fotos, aún se le podía reconocer. 

¿Cuál es el nombre legal del paciente?, preguntó el médico. Uno de los enfermeros respondió: Juan José Laboriel López, doctor, y lleva riendo seis horas. 

Con que Juan José, musitó. Muy bien, dijo y se acercó al paciente para murmurar: ¿mucha risa, Jhonny?, a ver si luego de este pasón vuelves a cantar, sentenció previo a ordenar que lo metieran a uno de los cubículos de consulta donde, desternillándose, la estrella del rocanrol fue colocada en una camilla al cuidado de una fornida enfermera con la capacidad física de atenderlo y dominarlo.

La risa y la rosa

Pareces una rosa, pam parán parán, tan linda y olorosa, pam parán parán… Se escuchó a sí mismo cantar escurriendo en lágrimas las notas desde los ojos que eran focos, lámparas y de pronto reflectores. Y estaba iluminado en un escenario inmóvil entre el mundo vertiginoso mientras entonaba el éxito sabor a sol mayor, fa y de nuevo los acordes transfundiendo miel en su boca. 

Las texturas abombachadas por las notas en pólvora quemada lo animaban a la conquista, él era una leyenda viviente que aterciopelada mundos de áridas afonías. Pero nadie sa-be-e-e-e, pero nadie sa-be-e-e-e que eres sólo una hiedra venenosa parecida a rosa-a-a-a-a. Entonces el miedo lo hurgó por dentro con su pezuña hendida penetrando una mordida rabiosa. ¿Y si se trataba de una burla? 

La tercera entrega de la serie La risa nos presenta a Jhonny Laboriel, el cantante que conoció la verdad en Siluetas vi de Carlos Sánchez Morán
«Pareces una rosa, pam parán parán, tan linda y olorosa, pam parán parán». Imagen: Freepik

Sí. Te burlas de los hombres, te encanta verlos tristes, te ufana su derrota y padecer. Tu alma envenenada, serpiente venenosa… uoooh tienes tu fooorma de muje-e-er. Sí, eso sonaba como él, pero no había abierto la boca (ni que lo hubieran espantado) no sabía en cuánto tiempo. Buscaba jalar aire pero sorbía morado con naranja y exhalaba tactos descarados de pianistas. 

¿Y si todo era una trampa? Quiso gritar, se incendiaron los dedos melódicos formando un arco chorreante desde su boca a un infinito doliente. 

Pero nadie sabe, pero nadie sa-be-e-e-e (venenosa). Venenosa. Pero nadie sa-be-e-e-e-e, pero nadie sa-be-e-e-e (venenosa). Nadie sabe.

Sigue risa y risa, doctor. Me pone ojitos de borrego a medio morir, luego como que se enoja por algo y nomás sigue riéndose solito. A lo mejor piensa que está dando un concierto, porque le hace como si trajera un micrófono. Dicen que cuando a uno se le salen así las risas es que hay una tristeza pegada adentro que se quiere asomar a ver si le hacen caso, diagnosticó la mujer con su voz de cascabel advirtiendo la crisis. 

Tras escuchar el parte y con ese particular desdén que le provocaban las observaciones de la enfermera, el médico mandó a que sostuviera al hombre mientras revisaba las pupilas agigantadas, tomaba el pulso en el cuello, adivinaba en su semblante la sustancia responsable. Aunque la risa incontrolable podía ser resultado de distintos fármacos y estados alterados de la conciencia como condición previa, los sospechosos eran, sin duda, las metanfetaminas y el ácido lisérgico en dosis que excedían el consumo normal, incluso para un vicioso consumado como parecía ser el rocanrolero.

Los ensayos con haloperidol en Estados Unidos arrojaban resultados prometedores en estos casos de psicosis, o eso se decía en los pocos reportes que tardaban meses o hasta años en llegar al país. ¿Si el cantante quedaba catatónico o moría, lo culparían? Sin duda. Respiró profundo y algo crepitó en el edificio urgiéndolo a decidirse, pero no podía moverse, exhalar era un lujo. Una ráfaga susurraba desgracias entre socarronas elucubraciones. Logró despabilarse, tomó el largo pasillo hasta la bodega y el dispensario, abrió con cuidado el armario de los medicamentos. Tomó las ampolletas de haloperidol junto con lo necesario para la inyección. Regresó.

Santa María, madre de Dios, ruega, señora… alcanzó a adivinar en los labios de la enfermera. Cállese, gruñó, aquí no necesitamos de sus supersticiones para salvar al paciente. 

No rezaba por él, doctor. 

Amor, melodía de amor…

Un acorde seco hirió la oscuridad en tono de do brillante y sangró cascadas de verde azul amarillo sobre el proscenio. Respiró. De su hálito renació la Melodía de amor, voz nacida del alma, chu chu por tu amor canto esta canción, como un himno de esperanza amoratada de tanto levantarse del piso, rodar hecha guijarro en el río y de sentir la mano del malo deformando su rostro. 

Entregar su corazón en una promesa, sí, desesperado pero urgente para conseguir la prenda amada. ¿Cómo fue que entre el chubasco de colores comenzó a tararear? ¿Fue su boca, las pestañas, la mollera? Era él, él vibraba el tema no como campana, sino como cuerda grasosa tañida por algo que se pensaba sintiente pero que sólo era el escurrir de una mente confundida. Aún así creyó en el amor verdadero porque se sentía herido.

Cuando te conocí (te conocí) me enamoré de ti (de ti, de ti) y cua y cuando te besé mi amor (te besé) no sé lo que sentí (que sentí) si tú me quieres más yo seré feliiiiz. 

Fue lanzado al vacío de butacas atribuladas por el chirrido dimanado del deseo. Codició. Se lanzó más allá, porque llegó lejos, y supo que el infinito se compone de sinfines sobrepuestos uno en las distintas direcciones del otro porque el cálculo siempre soporta uno más, otro más, otro más y otro más como las langostas de cuento. No lo resistió. Tiritó aves lapislázuli pervertidas por los copos de miedo. Volvió a su canto creyendo que hallaría el hogar. 

Melodía de amor voz nacida del alma chu, chu, por tu amor cantó esta canción melodía de amor quiero oírte por siempre chu, chu, sin tu amor vida, moriré.

Pero no. Si la realidad se teje de maderos encajados sobre la piel sideral de cada humano, entonces el ejercicio del espíritu es la última impronta de la singularidad, ahí donde hubo un yo. Nadie sabe si ya está perdido por siempre, pero ahí había un yo.

Necesitó silencio, desesperó, mataría por tenerlo. 

Santificado sea tu nombre… perdona nuestras ofensas… hágase tu voluntad. 

Rezó. A manazos absorbía partes de él que se le habían desprendido. Rezó por volver a sí mismo

Rezó por silencio.

La tercera entrega de la serie La risa nos presenta a Jhonny Laboriel, el cantante que conoció la verdad en Siluetas vi de Carlos Sánchez Morán
Un acorde seco hirió la oscuridad en tono de do brillante. Imagen: Freepik

Es que el muchacho se está risa que risa, qué quiere que yo le diga. Ahora que comenzaron a cantar los pajaritos volteó a verme de nuevo pero esta vez estaba todito ido, nomás le seguía la boca pero ya se nos quedó afónico, eso que le sale se parece a una risa pero se siente como gemido o un grito amarrado. Habría que llamarlo fuerte, gritarle a la mollera a ver si regresa, a ver si anda por ahí. 

El médico no estaba para cuentos de abuelas, la enfermera podía curarlo a tecitos si quería, pero su alta responsabilidad era silenciar al paciente antes de que no pudiera volver a cantar, que seguramente era su único oficio. 

El muchachito que parecía recién desembarcado del Misisipi había ganado un concurso en la XEW para volverse cantante de los Rebeldes del Rock a los dieciséis años. Qué bueno es ese negrito, cuchicheaban entre los asistentes  al estudio Azul y Plata de la calle de Ayuntamiento. Otra, otra, otra, sonaba cada que se bajaba. Y tuvo que repetir los dos temas que llevaba preparados una y otra vez hasta que desalojaron la sala. 

Pero tendido en esa camilla no evocaba la imagen de uno de los Temptations pisando escenarios mexicanos, más bien recordaba ese cruel pasado de aquellos que venían del África, enloquecidos de hambre y dolor. Tal vez esos esclavos, pensó el médico, hubieran deseado tener a la mano una arma para terminar con tan terrible tránsito o bien un sedante. 

Tome la llave y traiga tiopentato, ordenó a la enfermera. Mientras tanto pensó detenidamente en la siguiente acción. Ya poco se utilizaba el tratamiento, pero no pasaría a la historia de ese hospital como el médico que no pudo controlar un brote psicótico inducido por alucinógenos, menos si el paciente era famoso. Las máquinas habían sido traídas desde el cierre de la Castañeda y eran las mismas que se usaban ahí. Cada piso tenía una y la más cercana era la del primero. 

Al llegar la mujer con el medicamento en la mano clareaba el cielo como una sonrisa previa a la venganza. Inyectaron a Laboriel, lo llevaron adonde le aplicarían ciento treinta voltios por cero punto siete segundos y una repetición tras otra, con lo que se le borraría la sonrisa. 

Despídete de la risa por ahora, Jhonny, masculló antes de colocar los electrodos. En medio del desmayo por el barbitúrico una ronca risa revoloteaba por la habitación. 

Juan, Juanito, ¿dónde te metiste?, clamó la enfermera y el médico sudaba con el rayar del alba. 

Siluetas…

Ante la verdad no existimos ni en forma de llanto. Nada es. Se destiñen las variaciones de la sobrevivencia pero sin vaciarse. Nadie quiere, odia, abusa, refleja, sólo se aprecia lo infranqueable y el peso se pierde suspirando. ¿Estaba muerto? No. Eso hubiera querido para no verlo. ¿Qué se puede hacer con lo absoluto cuando las realidades de estrobos hormigueantes nos han abandonado a nuestra suerte ante aquello que no cambia, no puede cambiar? Si hubiera tenido párpados en esos ojos, estarían cerrados. 

Las voces nunca mienten, las voces dijeron lo que su historia se callaba, y lo animaban a permanecer y su historia clamaba por ir hacia el penoso umbral de la cobardía. Sólo debía cantar. Pinceladas de sombra en histérico estertor batallaban para tapar aquello, para que se perdiera cualquier atisbo de lo grandioso y comenzó: uh, anoche fui por ti (sin-pen-sar), lo que me iba a suceder (al-lle-gar),

tras de tu ventana dos siluetas distinguí, en la oscuridad con otro te encontré (siluetas, siluetas, siluetas, siluetas), dos siluetas viii.

La tercera entrega de la serie La risa nos presenta a Jhonny Laboriel, el cantante que conoció la verdad en Siluetas vi de Carlos Sánchez Morán
Pinceladas de sombra en histérico estertor batallaban para tapar aquello. Imagen: Freepik

Lo envolvió la polvosa historia de amor ridículo donde había visto al amor en brazos de otro, el debut entelerido de la ilusión, el diminuto vacío succionador de mundos al verse abandonado, el odio al desplomarse del paraíso. Solamente debía dejarse llevar por las emociones sintéticas porque todas lo son y todas lo protegían de aquello a lo que no quería volver. 

Tiernamente se acercó (teee-be-só), de tal forma te abrazó (teee-be-só),comprendí que ya tu amor, había perdido yo, no pude evitar, las lágrimas y lloré-é-é-é- (siluetas, siluetas, siluetas, siluetas). 

Mientras avanzaba en las estrofas se liberaba de la ligereza avasalladora, podía creer en la guía su garganta, en el cuento amoroso lejano de la inconsútil manta estelar que lo revolvió durante ese tramo. 

Enojado yo toque, (aaaa-bran-ya) o la puerta tirare (de-ja-entrar), la pareja se apartó y vi que no eras tú, el tipo grito qué viene a molestar. Salí corriendo de ahí, sin-par-ar, a tu casa al fin llegue, te-lla-mé, comprendí al fin mi error, contento te abrace, que confusión,

el numero equivoqué-é-e-é

Renunció a todo lo brillante y regresó a las sombras seguras.

Siluetas vi.

Ayúdeme, doctor, llámelo fuerte, ayúdeme. Juan, ven. Juanito, regresa. Jhonny, 

El paciente volvió en sí poco después de que médico y enfermera lo llamaran a gritos entre la nuca y la mollera durante los minutos que restaban para que llegara el director y su séquito de eminencias a ver cómo se encontraba el vocalista. 

Funcionó. A las 10 de la mañana del siete de junio de 1967 Johnny Laboriel fue ingresado a piso para su recuperación. Sólo en la primera evaluación con el médico tratante describió partes de lo que había sucedido en su transitar por la sobredosis. 

Las versiones subsecuentes fueron refinadas por él mismo, tal vez con el ánimo de no recordar lo sucedido o evitar que alguien quisiera regresarlo al hospital. No se sabrá nunca. Pero en las subsecuentes presentaciones prefería hacer una mueca graciosa, abriendo los labios como si besara el viento, pero no sonreía. 

Johnny sabía que debía guardar su risa.

@condesm

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