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Madonna y el fantasma de la Monroe

Al mirarse las dos celebridades notaron ese par de niñas abandonadas brillando en el fondo de sus ojos claros

Sonó el teléfono, la voz en el auricular: “Estoy a un kilómetro de tu casa, quítate las pantis”. Minutos más tarde, volvió a sonar: “Estoy a cuatro manzanas, quítate el sujetador”. Así, con esa llamada desde su automóvil, la estrella de Dick Tracy conquistaba a una ya húmeda y cachonda Madonna. Warren Beatty perdió su virginidad a los 20 años y a pesar de empezar ya algo tarde su ardua carrera de fucker, no perdió el tiempo, tenía en su haber cerca de 13 mil amantes en tres décadas de desbocadas proezas sexuales. En los 90, empero, ahora la reina del pop arrastraba a un maduro actor de 53 otoños a su vertiginoso y trasnochado mundo. El Lobo caía en la peluda trampa de Caperucita.

En una de sus escapadas en Los Ángeles, después de visitar algunas discotecas gays, Madonna jaló a Beatty hasta las puertas del glamoroso Hollywood Roosevelt Hotel, que estaba a unas cuadras, y le hizo pagar una estratosférica cantidad tan solo por cumplirle un caprichito: nadar desnudos en la piscina del Roosevelt, que valía casi lo mismo que todo el hotel, ya que el artista David Hockney había pintado en el fondo un mural multimillonario y ella quería sumergirse dentro de una obra de arte. “Y tal vez, con suerte, podremos ver el fantasma de Marilyn Monroe”, dijo ella, entusiasmada por el alcohol.

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Según la propia Marilyn, en ese hotel vivió los dos mejores años de su vida y dicen que su fantasma es un habitual ahí. El sitio cuenta con una habitación embrujada, la 213, donde se prenden los televisores y las luces sin ningún terrenal motivo, además de que por sus lujosos pasillos se aparece un niño correteando y preguntando por sus padres. Durante 93 años ha sido lugar de encuentro para hombres de negocios de la industria hollywoodense y ahí se celebraron los primeros premios Oscar.

Warren se notaba algo cansado, pero aún así decidió meterse a nadar con la rubia como Dios los trajo al mundo y ahí metidos, en ese mural acuático que había sido testigo de tantos sucesos con valor de un millón de dólares, ella se le montaba por cuarta vez en el día, después de la barra de la cocina, del estacionamiento y del baño de mujeres. Hubo una quinta vez (voy a hacer aquí un coitos interruptus para acentuar la virilidad de Beatty) y es que en sus años mozos, ejecutaba incansables y orgiásticas proezas, según testimonios de mujeres que se acostaron con el célebre e insaciable Don Juan hollywoodense; lo hacía tres, cuatro, cinco veces al día, todos los días, y era capaz de responder llamadas telefónicas al mismo tiempo. Se sentían como una ostra en una máquina tragamonedas.

Pero regresemos al quinto. Ahora todo era un móvil piso de mosaico bizantino ilustrado, que parecía respirar y rezumar a cada placentero empellón de los amantes. De repente, el cielo eyaculó en una delgada cortina de agua que se derramó como caricia sobre sus cabezas y no venía sola: un estruendo en las alturas, seguido de un sensual quiebre de luz, sobresaltó a Madonna, haciéndola pensar que en cualquier momento un rayo caería sobre ellos.

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Marilyn Monroe y Madonna

Así que de inmediato se dirigieron a la suite Marilyn, que estaba a unos pasos de la piscina. Warren fue hacia el espejo y Madonna se metió aún húmeda en la king size con una risita nerviosa, tipo la Monroe, donde las sábanas de seda se le untaban en sus macizas piernas de bailarina como besos. Fue entonces cuando Warren interrumpió jurando que la Monroe le había coqueteado a través del espejo. Nunca había tenido sexo con un fantasma y no se lo perdería jamás. En la suite tipo loft los muebles son blancos, las paredes blancas, la cama blanca y es fácil imaginarse aquí el vestido blanco de Marilyn levantándose al pasar por una rejilla de aire del Metro de New York, dejando ver sus blanquísimos calzones que en esa ocasión sí traía, porque se dice que solía prescindir de esa prenda. Aquí también es fácil imaginarse que no los trae, a pesar de que el pobre y veterano Beatty estaba exhausto y ya no le quedaban esperanzas de seguir aguantando el ritmo frenético de la reina del pop.

Apenas llevaban saliendo un par de meses. Madonna arremetía como solo ella podía ejecutarlo sobre el escenario, en un concierto, pero ahora una vez más sobre Warrent, al que ya no le respondía el asunto, pero ella hizo proezas y así fue el quinto. Madonna durmió como angelito terminando y el actor no pudo pelar el ojo. A las tres de la mañana la canante despertó por un ligero olor a Chanel 5 y se percató de que su amante se había ido por cigarrillos y en esa ida se había casado con la actriz Annette Bening.

“Ya sabía que era un nenaza”, se dijo la reina. Pero vigorizada por el coyotito que acababa de echarse, se sentía en otra época, más vintage, y de repente escuchó el rumor de una risita de niño tras la puerta. Alcanzó a ver la sombra de sus pies moverse rápidamente, se untó su diminuto vestido negro, se puso sus botas hasta la rodilla y el rocket braa para seguir al niño, al que alcanzó a ver dar vuelta al final del pasillo. Corrió tras ese infantil sonido por los laberínticos pasillos hasta el Library Bar y a la voz de “¡ellos las prefieren rubias!” entró en otra época.

En el rellano de la puerta chocó con un tipo alto y delgado que salía presuroso, al que casi se le caen las gafas de grueso armazón negro. Era Arthur Miller. Madonna, aún medio mareada por la juerga, se frotó los ojos, deslumbrada por la rubia melena de una chica que estaba sentada sola en la barra del bar, frente a ella. ¿Será? Sí, era la mismísima Norma Jeane Mortenson o su fantasma enfundado en un rojo y sensual vestido. Entonces el hombre que acababa de tropezarse con ella, ¿también era un fantasma?

Al mirarse las dos celebridades notaron ese par de niñas abandonadas brillando en el fondo de sus ojos claros, ahora convertidas en chicas materiales, sex symbols de risas locas, deslumbrantes estrellas, que al acto entraron en una gran charla que si las uñas, que si los zapatos, que sus vestidos, que si los hombres, pero lo más interesante entre todos los temas fueron el bullet bra y la mafia de Hollywood, y de aquí se inspiró Madonna más tarde para una canción.

El tic tac del reloj sobre la pared sonó en forma de canción y tom-tom, era Ella Fitzgerald, quien ahora llenaba la atmósfera de «Night and Day» en la que las estrellas tick tick tock bailaban tan sensuales al unísono, entre choques de copas y burbujas, día y noche, noche y día, y «ya me cansé de bailar», dijo la legendaria actriz con voz infantil, soplando a Madonna una enorme nube de neón con chispitas de bengala, quien vio la imagen de la diva esfumarse mientras corría y gritaba: «¿Quién te crees? ¿Marilyn Monroe?».

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