Sixto escuchó a un amigo que regresaba de un viaje a Oriente. Era estibador. Se había alistado en un buque de carga de mercancías que viajaban mercando por todo el mundo y en sus vastas travesías tuvo sexo interracial con varias mujeres. Él y sus atléticos amigos de viaje aseguraban que las japonesas tenían la vagina al revés, así es, que ellas y sus cuerpos menudos tenían un sexo transverso.
Esa aseveración creó cierta obsesión obscena en él y a partir de ese momento ya no las miraba de la misma forma, sino a través de la cerradura del morbo, un morbo prejuiciado, pero no como cualquiera común y corriente, sino más refinado por sus voraces desvelos en esas lecturas del manga.
Al principio, como todos los inicios fue un sencillo e inocente acercamiento al shónen, pero de ahí sólo había un coqueteo para pasar al shójo y luego era de esperar un poco para resbalar por el lubricante tobogán del hentai.
Entonces su graduación óptica sufría constantes erecciones en su idilio de Tebeos, miraba a cada nipona con sus cabelleras lisas eróticas, como modernas geishas salidas de su jadeante manga de cabecera, con melenas escurridas de semen cayendo a cuentagotas sobre esos diminutos pechos erguidos en ardientes batallas de cómic. Sus traseros compactos como vochos todoterreno; sus vientres dúctiles de misteriosa salamandra y, obvio, sus sexos dispuestos y chorreantes y peludos como esos murciélagos pendiendo de cabeza.
Ella se llamaba Hana, era una japonesa que trabajaba en una empresa de importaciones y pertenecía como muchas otras al mas al mundillo de las triviales vidas de oropel y de bisutería del Facebook, en el que todo el mundo estalquea con morbo de onanista, poses y más poses, donde la selfi es la única amante, la escort y eterna ramera de las redes. Como todo tórrido romance, comenzaron mandándose inbox y en un dos por tres de esos mensajes ya tenían sus números de celular.
Fue uno de esos sábados más aburridos que una ostra en una isla desierta. Sixto estaba tumbado sobre la cama, la televisión encendida con una soporífera programación sabatina, dándole monótonos y descuidados clics al control. Su mente comenzó a barajar esas fotos que la japonesa acababa de subir a Facebook hacía un par de horas y en las que ella estaba con un amigo, un reconocido y famoso arquitecto, según el texto, un señor ya grande, digamos arañando los sesenta o setenta otoños.
Su rostro escupía pomposidad a todos los que lo rodeaban, tenía pelo blanco y era muy alto, tipo Herman el de la familia Monster. En otra foto, los dos sentados juntos, el lugar lleno, mesas de madera amielada en las que había dos copas medio vacías, una cajetilla de cigarros de esos con capsula de menta, un celular y un par de lentes para el sol. La botella de vino tinto a la mitad. Estaban comiendo en el puerto de los maderos, un restaurante-bar ubicado en el corazón de las Lomas de ladrillos rojos y diminutos en contraste con sus grandes y blancas columnas que recreaban su fachada.
Pensó: “este tipo quiere quedar bien con mi oriental dama”. Aunque los ojos de él ya se veían medio desorientados, indicio de que iban por la segunda, tal vez tercera botella, y ella tenía la mirada chispeante. “Tal vez está pensando en mí”, aventuró, y dio otro clic al remoto instintivamente.
Se les veía bastante sonrientes y chapeados, prueba de los espirituosos efectos de los tintos. Pero él estaba en su casa, en compañía de su televisor encendido que se burlaba un poco de él a cada clic que daba al siguiente canal y no encontraba nada que pudiera interesarle en esos seiscientos canales del cable. “Como si se hubieran puesto de acuerdo todos esos seiscientos canales para pasar pura mierda ese día”, concluyó.
Media hora que pasó lentísima como todos esos canales derritiéndose en su ánimo algo abatido. De repente, entre clics, la imagen de Alfonsí cantaba en un videoclip la canción de moda, esa melodía que le había enviado por mensaje en esos escarceos previos de hacía apenas un par de días tras haberse encontrado en ese mar del Facebook.
“Esta canción es para ti.”
Recién estaba sonando en la radio despacito, digo, la canción de Alfonsí. “Al que una amiga juraba que me parezco”, decía para sus adentros. Y la japonesa subrayaba la frase al enviársela con emojis de coquetos besitos: “Ya me está gustando más de lo normal, me voy acercando y voy armando el plan” (sólo con pensarlo se acelera el pulso).
“Quiero que le enseñes a mi boca tus lugares favoritos”.
Absorto en el video escuchó un pitido de su celular. Había recibido un mensaje de texto de ella:
“¿Qué haces?”
No le contestó de inmediato, se dio su tiempo.
Ella estaba ya en su casa, media ebria y con los pensamientos excitados. Eran las diecinueve treinta horas, aún temprano para empezar cualquier noctámbula fiesta y tarde para quedarse en casa, pensaba.
Él contestó: “Estoy acá en mi depa, viendo la tele y está ¡aburridísima!”.
Ella dijo: “Yo estoy en mi depa sola y con muchas ganas de bailar. ¿Me acompañas con esta pieza?”. Y le puso una canción al auricular.
“Sólo si me enseñas a bailar”.
Ella contestó: “Vente a mi casa”. Y le mandó su ubicación. Vivía por Reforma, muy cerca del Ángel de la Independencia. “OK, estoy ahí en media hora”.
Se cambió de ropa y se entretuvo frente al espejo, pues era vanidoso. Se trepo al Mustang, pasó al súper a comprar una botella de vino tinto y se dirigió a su casa, todo eso en diez minutos y en cinco ya estaba a los pies de su depa. Siempre había creído que ir al encuentro por primera vez de una mujer que no conoces es como ir de expedición a un lugar que sabes que está hermoso, pero donde nunca has estado. Lo sabes por fotos que has visto, en este caso a la vez era exótico para él por la orientación japonesa.
Era como ir a Japón sin salir del país y él quería recorrer ese exótico lugar que la habitaba desde la punta de sus lisos cabellos hasta sus diminutos pies de geisha con los que le dirigiría el compás al ritmo de sus caderas de vocho todoterreno. Andarían por los terrenos de la salsa dado el momento. Pasó por Río Tigris hasta topar con Río Rhin donde ella ya lo estaba esperando fuera del edificio. Se notaba febril y alegre. “Mete tu carro a mi estacionamiento”, dijo.
“Por supuesto que lo meteré”, le contestó, contemplándola. El portero abrió y él lo estacionó donde le indicó. Tomaron el ascensor hasta el piso 4 de su apartamento, bonito, de paredes blancas, con una pulida y negra barra en el recibidor, un corredor de cristales que separaba su habitación de la sala de estar y un balcón al fondo con bonsáis y distintas plantas muy japonesas. Había una mesita con sillas donde ella ya tenía servido un trago de una botella de Midori, licor dulcísimo de melón verde.
Sixto llevaba una botella de vino tinto barato. Ella ya llevaba varias copas de uno caro dentro y algunos Midoris, por lo que percibió. Ella estaba muy alegre y con el iPhone tenía música que escogió deliberadamente para la ocasión. Él miró en la pared de la sala de estar y era un cuadro medio Mondrian medio Theo Van Doesbugh malogrado.
—¿De quién es este… bodrio? —concluyó la pregunta para sus adentros.
—Es de un gran artista y amigo muy querido.
Cruzaron unas cuantas palabras, ya sentados en la mesita del balcón, palabras que no les importaron. Estaban más entretenidos en sus miradas. Él se paró al escuchar la cumbia que comenzaba a sonar y le extendió la mano. Bailaron mientras él le daba besitos por la barbilla y cuello, que la pusieron chinita, aunque era japonesa.
—Mi hijo fue a una fiesta y regresará a las once —le dijo.
Tomó eso como un “apúrate y a las once coges y te vas”, como le dijo Fox a Fidel Castro.
—Me gustaría que pintaras mi refrigerador como un arte objeto —dijo ella.
Él lo miró, estaba a un costado de la barra. Era grande, blanco y cuadrado, no tan moderno. Entonces le contó cuando Basquiat en sus inicios, siendo ya algo famoso, recibió la invitación de una acaudalada familia de Manhattan a pintar el refrigerador del departamento pagándole una gran suma. Organizaron una lujosa cena a la que invitaron a sus demás amigos ricos y blanquitos a ver ese show en vivo y en la cocina de su lujoso departamento, champaña y un antiquísimo Romanée Conti acompañaron la velada de arte.
Al día siguiente, temprano, todos aún dormían cuando llegó la muchacha del aseo, una mexicana regordeta y parlanchina, que dijo en voz alta frente al refrigerador:
—¡Pinches chamacos!—y con trapo en mano se dio a la tarea de borrar esos desproporcionados monigotes.
Cuando cayó en la cuenta la botella de vino ya se había consumido y entonces ella ofreció a Sixto güisqui y Midori. Bailaron y cantaron. Ella puso su playlist, rolas con las que se agitó como dentro de una coctelera Boston, dedicándole bailes sexis detrás de la acerada barra. También vinieron las baladas a por ellos y con emotivas narraciones de su parte, mientras sonaba Miguel Bosé, decía que ella era el Gulliver de su canción y él también podía serlo si ponía atención a la letra.
Bailaron varias más hasta las calmadas, que él aprovechó para encaminarla bailando con cadencia entre besos, arrumacos y jadeos en dirección hacia su habitación. Pero ella le dijo, recuperándose un poco, que si esa noche hacían el amor nunca más se volverían a ver. Él le contestó que decidía correr el riesgo.
Llegaron a su habitación medio tropezándose con la ropa que se iban quitando, dándose besos entre lengüetazos de gatito que ella untaba en derredor de su boca, entre gemidos ahogados y ronroneos y así sin despegarse, nada despacito, cogieron como desquiciados hasta quedar noqueados de placer sobre su cama. La salamandra ya no era tanto un misterio.
Cuando entreabrió los ojos ya amaneciendo, Sixto se dio cuenta ya con la luz del día que se habían olvidado de correr las cortinas de la pared de cristales de su habitación, que daba al corredor de la sala de estar. Se quedó contemplando el mueble de enfrente donde estaba la pantalla del televisor. Había un portarretrato pequeño con una foto antigua en blanco y negro de una japonesa de rostro hermoso y apaciblemente pálido, como la porcelana, y la mirada era la de una diosa oriental.
—¿Quién es? —preguntó.
—Es mi madre—respondió ella mientras se levantaba de la cama y cerrando las persianas se dirigió a la habitación de su hijo.
Sixto se quedó contemplando los hermosos ojos de esa mujer. En verdad era hermosa, parecía modelo de Vanity Fair. La japonesa salió del baño, fue a la sala de estar por algo de tomar y de ahí ala habitación de su hijo. Tuvo tiempo para pensar qué decirle.
Sixto escuchó que ella discutía algo con el hijo, el que se les había olvidado por completo. Quién sabe si en verdad llegaría a las once horas convenidas con su madre. Pero de lo que si estaba seguro es de que los vio en pelotas echados en la cama o tal vez llegó antes y miró todo el espectáculo.
Él le reclamaba:
—¿Cómo puedes meter a un desconocido a la casa?
—No es ningún desconocido, es un gran artista —replicó ella.
—Y tener sexo con él la primera vez que lo ves, sin conocerlo siquiera…
—¡Sí lo conozco!
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En seguida de un portazo la japonesa regresó triunfal y con un vaso de agua en las manos. Continuó con la historia de su bella madre y de cómo llegó a México. Era azafata y en los años sesenta las únicas mujeres que podían serlo eran las que tenían carrera profesional y hablaban varios idiomas. La dama llenaba esos perfiles y quería vivir un poco la vida, conocer otros países antes de sentar cabeza. Y ahí estaba la mamá, con su uniforme azul ultramar de cortas faldas y larguísimos vuelos, que era el grito de la moda y a la vez el grito libertario en los años sesenta.
Llegaba a México estrenándose en su primer vuelo como azafata desde tierras niponas. Estaba comprometida con un descendiente directo del emperador japonés en esos momentos, pero en el hotel donde se iba a hospedar conoció a un ranchero mexicano que abusó de ella. “Creo que no tuvo que forzarla tanto”, pensó él, tal vez motivado por la diminuta falda de aeromoza y ella por la excitación de estar frente a un ranchero macho y cachondo.
La mujer quedó embarazada y nació ella, por lo que ya no pudo ser heredera directa a emperatriz por haber deshonrado a la familia. En esa época eran estrictos con esas cosas en Japón, se las tomaban en serio. Así que su madre se regresó a México con una panza de tres meses y se casó con ese macho que era de Guerrero.
—Mi padre también era de Guerrero —interrumpió Sixto, pero de la parte de Guerrero del norte, de un pueblito llamado Pilcaya.
—Ella movió la cabeza como el exorcista hacia él, preguntándole:
—¿Tu papá es el señor Lobardo?
“No manches, no manches”, pensaba ella mientras se daba una pamba con ambas manos sobre su lacio copete, como sacudiéndose todo su pasado, hasta que le cayó el veinte a él.
Su padre tenía muchos hijos y uno se había casado con una japonesa. Matrimonio que duro sólo un par de meses. “Entonces es hermano de padre y de leche”, trató de bromear, pero no resultó. Y para colmo el padre de ella era compadre del padre de él.
“No manches, no manches”, repetía la japonesa sin dejar de sacudir sus manos como un inquieto gatito frente a su lacio copete, como hacía el pelón de los tres chiflados.