Aprender los pasos esenciales del danzón no me ayudó a bailar mejor. Tampoco mejoró mi actitud ante la vida ─que ya no tiene arreglo─, ni me dio “mindfulness”, ni aún siquiera anécdotas para escribir una nota periodística. Ahora que lo pienso, no esperaba que me diera nada, en realidad.
Ya renuncié a esperar.
Los últimos años de mi vida los he vivido como quien experimenta una caída en espiral, en la que apenas puedo escucharme gritar por la velocidad de la caída. Me parece que así lo vive la mayoría de personas que (des)conozco. Mi madre no me dijo que esa la madurez: una sorpresa sin límites.
Hacía estas reflexiones y otras aún más impertinentes mientras vagaba por el centro de la ciudad, a paso lento entre una librería de viejo y otra, cantinas fantasmales con paredes sucias y plazas sin enamorados. La ciudad está menguada.
Me dije que había fracasado de nuevo. Éste es un pensamiento recurrente que a fuerza de volver con sagacidad, termina por ser yo mismo, aunque me oponga a su determinación. Triste y más bien apagado, me miraba en los espejos de las panaderías, de los refrigeradores en las tiendas de conveniencia, en los cristales de restaurantes quebrados por los hechos recientes a escala mundial.
Al cruzar de una acera a la otra, sin embargo, en medio de mi distracción, detecté que pude moverme en el tráfico con un paso de gacela, con giros antes impensados. Me sorprendí en la ejecución de un movimiento que aprendí en la clase de danzón. Crucé de nuevo para verificar si aquello era una trampa mental, producto del ocio. Era más real que un inmovilizador para autos.
Comprobé de nuevo mi ligereza con un paso de punta arrastrada. Volvieron a mí, con felicidad y pericia, los consejos de la clase. Describí conexiones secretas en mi cuerpo. Había un modo de operarlo en el que podía armonizar con el entorno y, a un tiempo, lograr con ello una simbiosis para alimentar mi delirio a lo largo de las semanas.
Si alguien me atropellaba al cruzar una avenida por ejecutar esos lances, al menos logré prender en mi cuerpo una llama interior, casi imperceptible para el espectador, con la cual refundar un acto tan elemental como lo es caminar.
Me animaba pensar que algún automovilista que me viese cruzar, y supiera lo mínimo del danzón, entreviera en ese guiño una coquetería secreta actuada para el ojo entrenado. Imaginé que aquello detonaría una cofradía de cultivadores secretos del danzón, lo que podría ponerlo de nuevo en los mejores escenarios.
Luego de sobrevivir a otra de mis ilusiones, concluí que no sucedería y debía buscar otra actividad para matar el tiempo.
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Aprender danzón.
“Aprendí a medias algunos bailes sólo para ligar (cumbia, salsa, techno), pero nunca ese…”
Créditos: Luis Bugarini (@Luis_Bugarini) https://t.co/O7shfBgiBZ#PorElGusto #Baile #Música #Danzón
— Fusilerías (@fusilerias) June 17, 2021