Me declaro admirador de Octavio Paz. Sus ensayos sobre la historia de México me ayudaron en la juventud a entender por qué el Presidente acumulaba tanto poder como un dictador y asimilé su argumento de que el mercado es más eficaz que el Estado para generar riqueza, pero ciego para repartirla. Ahora que vamos en camino de convertirnos en la República de un solo hombre he confirmado su tesis de que la historia es circular.
Suscribo también su certeza de que la poesía es el arte de hablar en forma superior, que permite al ser humano tener conciencia de ser algo más que tránsito. Miramos al ser amado –dice Paz– y el tiempo se detiene; ocurre igual con los versos que nos revelan de pronto una realidad insospechada. La poesía es eso: un relámpago súbito, un fogonazo en la conciencia, una hendidura en la pared del tiempo que nos permite entrever nuestra «pequeña ración de eternidad».
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Tengo también mi expediente contra el poeta. Aunque breve, es el mecanismo que me permite no convertirlo en deidad. Lo he revisitado ahora con la lectura del nuevo libro de Malva Flores, Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (Ariel, 2020), título moroso como su contenido. Por cierto, ese guiño al libro de Paz sobre Breton (Estrella de tres puntas…) está de más y augura ya cierta parcialidad.
La autora se impuso el gran reto de reconstruir esa amistad a partir de cartas cruzadas entre los protagonistas (con largos años de silencio), entrevistas a “testigos” y notas de viejos suplementos culturales, pero luego de 600 páginas queda la sensación de que algo falta.
El libro es generoso en la recreación del tiempo en el que coincidieron Paz y Fuentes, la segunda mitad del siglo XX, pero no agrega algo sustancial a sus biografías, ni al episodio de la ruptura final entre los autores, propiciada por el actual jefe de Malva Flores, Enrique Krauze, aunque eso se explicará adelante con mayor detalle.
Reitero que el libro no añade algo a la estatura literaria e histórica de ambos escritores. De hecho, narrar la biografía intelectual de Paz no tiene mérito a estas alturas, porque es un ejercicio que antes hicieron de manera amplia Guillermo Sheridan, Christopher Domínguez Michael, Alberto Ruy Sánchez, Guadalupe Nettel y Manuel Ulacia, entre otros.
A esos trabajos precedentes solo había que agregar la parte de Fuentes para lograr una historia que era atractiva antes de escribirse, pero el objetivo se truncó. En la narrativa elegida por la autora, que es el mayor defecto del libro, rezuma una lógica de revancha, de anteponer los aciertos del poeta a los pecados del novelista, de ahí que la promesa de iluminar esa amistad se convierta al final en una emboscada al narrador.
Ahí donde el libro muestra a Paz sensato y asertivo, Fuentes aparece con todos sus errores; ahí donde el poeta derrocha su “instintiva cautela”, el narrador es impulsivo y lenguaraz. Cuando se aborda la aparición de La región más transparente (1958), Malva Flores da voz a los defensores de Fuentes (casi siempre Fernando Benítez y Emmanuel Carballo), pero luego encadena duras críticas al narrador.
Cita el regaño de Alfonso Reyes a Fuentes: “Hubiera preferido que no empeñaras mi frase (“la región más transparente”) aplicándola a un objeto tan turbio. ‘Turbio’ no es censura: tú has querido hacer conscientemente un libro turbio, feo, ¿verdad?”
También revive la reseña de Elena Garro, quien en 1958 deslizó la primera sospecha de plagio que pesará sobre Fuentes desde entonces, todo a partir de “coincidencias asombrosas” que encontró entre el libro del mexicano y Adán Buenosayres, del argentino Leopoldo Marechal, publicado 10 años antes.
Si se toca el triunfo de la Revolución Cubana, Paz es entusiasta, pero precavido; en contraste, Fuentes sale a escena para justificar las primeras ejecuciones del régimen castrista. Si se habla del mayo francés, se reaviva la historia de que el novelista no estuvo en París para escribir como “testigo” su famosa crónica de aquellos días. Si se retoma el 68 mexicano, el autor aparece en las cartas que cruzó con el poeta como niño temeroso y desorientado que pide consejo al padre: “¿Qué podemos hacer, qué debemos hacer, Octavio?… Lo que tú hagas o digas será definitivo para mí”.
Otra idea cruza el libro de Malva Flores como una sombra envenenada: La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz son espejos que reflejan las ideas que Paz desarrolló en El laberinto de la soledad, el primero por la exploración del ser mexicano y el segundo por la crítica a los herederos de la Revolución que resultaron caciques.
¿De verdad era necesario rescatar las viejas críticas contra un libro que marcó el inicio de la novela moderna mexicana, sometido por décadas a toda clase de análisis, tesis y cátedras? ¿Era imperativo recuperar el catálogo de epítetos usados desde siempre contra el novelista: “plagiario”, “niño bien”, “guerrillero-dandi”, “sibarita”, “impostor”, “desarraigado” y “mitómano”? En el colmo de los casos, la autora se concede la licencia de llamarlo “Carlitos”.
¿De qué manera contribuye este golpeteo a entender la relación filial entre Paz y Fuentes? En nada y a pesar de eso ganó este año el Premio Villaurrutia, aunque Estrella de dos puntas… parece más un ajuste de cuentas animado por la consigna juarista: para Paz, justicia y gracia; para Fuentes, crítica a secas.
Expediente contra Fuentes
No fui lector sistemático de Fuentes ni tengo un libro suyo como preferido. Leí lo que me trajo el azar y las recomendaciones de amigos y compañeros, que es como un autor avanza en el gusto de la gente. Huí de ese artefacto impenetrable llamado Terra Nostra y Aura me sigue pareciendo una pequeña gran joya.
En el aspecto político, aún me incomoda –luego de medio siglo– leer sobre la defensa de Fuentes al régimen de Luis Echeverría cuando estaba tan reciente la matanza de Tlatelolco y me parece falaz su argumento de que el sucesor de Gustavo Díaz Ordaz se presentaba ante México como la disyuntiva entre “represión o democratización”.
También considero burdas sus justificaciones del Halconazo en 1971 (“Todas las fuerzas de la reacción mexicana se confabularon para tenderle una trampa a Echeverría”) y del asalto a Excélsior, de Julio Scherer (“Fue una insidiosa trampa tendida al Presidente”).
Según Malva Flores, hubo al menos tres distanciamientos importantes entre Paz y Fuentes en más de 40 años de amistad.
El primero fue el proyecto de revista que ambos planearon durante años; la publicación apareció en 1971 con el nombre de Libre, pero no estuvo encabezada por Paz, sino por los jóvenes del boom latinoamericano: Fuentes, Gabriel García Márquez, José Donoso y Mario Vargas Llosa. El poeta se enteró por la prensa francesa y enfureció.
El segundo –versión de Christopher Domínguez Michael– fue el silencio de Fuentes ante la protesta en Paseo de la Reforma en 1984, donde fue quemada la efigie de Paz, luego de su discurso ante los libreros alemanes en el que pedía democracia y elecciones en la Nicaragua sandinista. Fuentes era defensor de los guerrilleros desde los 70, así que era imposible que se pronunciara a favor del poeta.
La tercera y definitiva ruptura fue el ensayo “La comedia mexicana de Carlos Fuentes” (Vuelta, 139), de Enrique Krauze. La historia es larga, pero vale la pena detenerse en ella para entender incluso el origen del libro de Malva Flores.
El texto está fechado en junio de 1988 y es una primera “emboscada” al novelista. Hablo de emboscada porque responde punto por punto a las características de un ataque de ese tipo: una acción planeada y sorpresiva dirigida a alguien que no podrá defenderse y, para colmo, hecha desde “casa”, desde Vuelta, la revista que Paz puso siempre a disposición de Fuentes.
Hoy sabemos que ese texto fue revisado por Paz, quien autorizó la publicación apelando a la “libertad” de Krauze de expresar sus ideas, aunque con un agravante: el chantaje del historiador de renunciar a la subdirección de Vuelta si el poeta se negaba.
La tesis de Krauze era esta:
Fuentes fue un niño gringo de origen mexicano que descubrió la existencia de su país a los 10 años por la difusión mundial que generó la expropiación petrolera de 1938; se trata de un ser desarraigado para quien México no es una nación con historia y cultura, sino un libreto, porque en el fondo no sabe sobre su lugar de origen. Más que escritor, ha sido un actor que recrea en sus libros una identidad nacional que no se ha ganado.
Llegó al país con 16 años y vivió la ciudad como turista fascinado. En el encuentro con su tierra no le interesó el México profundo del campo, sino los sitios de ocio, de espectáculos y la vida nocturna. En sus primeros años mostró una torpe apropiación del lenguaje popular, con carajos inopinados y chingadas fuera de lugar, y una urgencia de apropiarse de las claves intelectuales que prevalecían en la nación, es decir, tener un libreto total del país, que creyó ver en El laberinto de la soledad.
Las cursivas son mías y marcan las palabras textuales que usó Krauze en el ensayo que terminó definitivamente con la amistad de Paz y Fuentes.
Aunque quedan claros los paralelismos de “La comedia mexicana de Carlos Fuentes”, de Krauze, y Estrella de dos puntas…, de Malva Flores, considero necesario recuperar algunos “guiños a ciertas increíbles coincidencias” que los unen, para usar las palabras de la autora.
En ambos persiste la tesis de que la obra temprana de Fuentes –La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz– es deudora de El laberinto de la soledad, una idea que estas alturas parece necedad; en los dos textos parece obligado contextualizar la biografía del narrador a partir de sus “fiestas, esnobismo, dandismo y desarraigo”, y también se reiteran los defectos de La región más transparente, que acaba de cumplir felices 60 años.
Y ya que estamos en los guiños y en las “increíbles coincidencias”, aporto la siguiente: quienes hemos leído sistemáticamente a Paz reconocemos en su prosa palabras recurrentes, giros lingüísticos y su forma de argumentar.
Le creo a Krauze cuando jura que el poeta no pidió, escribió o influyó en “La comedia mexicana de Carlos Fuentes”, pero en su texto fulguran las muletillas de Paz: “no es arriesgado ver en ello”, “no es exagerado”, “a un tiempo”, “en más de un sentido” y, una de sus preferidas, “mis diferencias no son solo intelectuales, sino morales”.
De vuelta a la crónica
De más de 30 libros que conforman la obra de Fuentes, la crítica recurrente en el libro de Malva Flores se centra en uno: La región más transparente, específicamente en la supuesta incapacidad del joven “Carlitos” para crear personajes que tuvieran profundidad, contradicciones y alma, no una suma de voces y nombres amontonados.
Paradoja: lo que sí ha logrado la autora en su crónica es retratar al novelista con estos criterios de verosimilitud. Ha hecho de Fuentes un personaje real, inquieto, curioso, interesado en el ruido del mundo, contradictorio y muy atractivo para el lector.
Describe a un Fuentes que vive de primera mano la Revolución Cubana y manifiesta abiertamente su preferencia por el proceso revolucionario para América Latina antes que la alternativa de desarrollo e integración planteados por Estados Unidos, situación que puso al escritor en la mira de la CIA y obligó a Washington a negarle la visa en varias ocasiones.
Hay un joven cosmopolita e impecablemente vestido que dirige los suplementos culturales del momento, que se prepara para participar de la gloria del boom latinoamericano, que arriesga posiciones ideológicas ante el momento histórico que vive y que se equivoca. En suma, un Fuentes con profundidad, contradicciones y alma.
Paz, en cambio, aparece en su papel de poeta consumado, con su grandeza conocida tras su renuncia a la embajada en India por la matanza del 68, pero siempre de viaje y escribiendo o revisando la traducción de sus obras al francés.
Muchos lectores de Paz esperábamos encontrar en el libro de Malva Flores un escritor más allá del aburrido reparto de la historia cultural mexicana. Un Paz con dimensiones terrenales, como el que llama “insecto” a Francisco Toledo por haberle robado en París la novia italiana, Bona de Mandiargues, a quien el poeta escribirá luego una carta para decirle simplemente: “¡Chinga tu madre!”, una faceta que la autora apenas deja entrever.
Deseábamos descubrir más del Paz tramposo que tramita en Ciudad Juárez su divorcio de Elena Garro para dejarla sin oportunidad de defenderse legalmente. Un Paz a quien en “Piedra de sol” llama a su ex esposa “pellejo colgado de unos huesos”. Un Paz despótico que acusa a Carlos Monsiváis de no tener ideas, sino ocurrencias, y llama a Enrique Krauze y Héctor Aguilar Camín “pareja de siameses intelectuales con medio cerebro en dos cuerpos”.
Tengo para mí, por ejemplo, que la historia de su reencuentro fortuito con Marie-José en Europa es puro cuento: desde la recepción de un hotel, el poeta mira al amor de su vida cruzar la calle y avanzar hacia donde está él en un hermoso día parisiense. No hubo una llamada o una carta previa, solo el azar que se viste de cupido para reunir a los amantes.
Paz la conoció en la India; estaba casada con un diplomático francés y al regresar a su país ella seguía en esa relación… hasta que llegó el poeta. No dudo del interés y amor mutuo, resalto que los hombres hacen tonterías, pero los enamorados incurren en las peores.
Si el objetivo del libro era agigantar la figura de Paz anteponiéndola a Fuentes, no había necesidad. El poeta tiene incluso una dimensión de visionario. Construyó un espejo para que los mexicanos nos descubriéramos ahí, hizo la crítica del sistema político, alertó sobre el peligro de la explosión demográfica como factor de pobreza y documentó el peligro que representaba el socialismo real y su quimera de cambio revolucionario.
También tuvo sus tropiezos. El mayor, considero, fue creer en Carlos Salinas de Gortari y su programa modernizador. Lamento que esa lucidez para mirar en un instante lo que deparaba el futuro no le permitiera advertir que el priista era el producto más acabado de un grupo político corrupto: el partido de la manipulación, de la violencia, del uso electoral de los programas sociales, del despotismo y las fortunas mal habidas.
Lo había escrito en Posdata: “En México no hay más dictadura que la del PRI y no hay más peligro de anarquía que el que provoca la antinatural prolongación de su monopolio político”. Luego rectificó sin cuestionar el resultado de las elecciones de 1988 ni aceptar la posibilidad de un fraude.
Colofón
Malva Flores expone en tono de lamento que Vuelta no dedicara una línea en el número siguiente para defender a Krauze de la “metralla” y la “lapidación” que desató su ensayo contra Fuentes. En efecto, no se publicó nada en el número de julio ni en todo 1988 y el historiador debió defenderse en los foros donde tuvo oportunidad. Sin embargo, no era difícil saber por qué la revista guardó silencio. Bastaba que la autora preguntara las razones al mismo Krauze, a quien entrevistó para este libro en 2011, 2016 y 2017.
Quizá la respuesta sea la carta que Paz escribió al crítico español Pere Gimferrer un mes después de la polémica y que la autora reproduce en su libro; aunque no lo menciona, es claro el enojo del poeta ante las reacciones virulentas que generó el texto de Krauze y que lo alcanzaron incluso a él:
“No hubiera querido —dice Paz— publicar ese escrito apasionado por dos motivos. El primero: una vieja y sincera amistad que me une (o me unía, no sé) a Fuentes… El segundo, porque soy enemigo de las batallas personalistas… No solamente he perdido a un amigo, sino que debo soportar callado las calumnias”.
Octavio Paz cumplió en abril pasado 23 años de fallecido. En su última aparición pública, a pesar del cáncer, festejó el cielo y las nubes de Ciudad de México que acompañaron su niñez y su vejez. Aunque muchos escritos suyos caducarán, sobre todo aquellos de orden político, su obra y su figura son tan poderosas que no necesitan que nadie las defienda, ni que se hagan ajustes de cuentas en su nombre.
«Estrella de dos puntas», de la poeta y ensayista @malvafg, suma un premio más al recibir el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores, uno de los premios literarios más importantes del país.
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— Planeta de Libros México (@PlanetaLibrosMx) May 4, 2021