Y en el tianguis, en papel tamaño cuatro cartas, verde fluorescente, con letra manuscrita de tianguista, se lee: “Bienaventurados los que no usan cubrebocas ni guardan la sana distancia, porque pronto estarán en el Reino del Señor. Primera carta del Apóstol Gatell a los COVIndios.”
Pero, entretenidos en el mercadeo, nadie lo advierte o simplemente les importa mothers: si me he de morir mañana, que me entierren de una vez; pero mientras, le entramos a las gorditas de chicharrón prensado, salpicadas con salsa de chile de árbol y con hojas de papaloquelite para rumiar; ¿desea bajar el bocado a la bodega de los sagrados alimentos? Pida su agua de tamarindo, su tepache o un jarrito de grosella.
¡La Pura Vida! durante un friolento día de invierno en la periferia de la capital chilanga, con la cumbia sabrosona como música de fondo que alterna con los pregones de los tianguistas: levántele; levántele, werita: dos kilos por 15, dos kilos por 15 pesitos nada más; levántele, levántele y no sea idiotota: póngase su cubrebocas, póngase su cubrebocas que el demonio anda suelto y si no se lo pone, a chingadazos se lo ponemos: levántele, levántele…
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No se prive del uso de dicho aditamento —que algo protege aunque que no se considera garantía, barrera, un ¡Detente! presidencial que impida el contagio por coronavirus, del cual líbranos, Señor—, porque los enfermos siguen al alza y lo que se consideraba leyenda urbana es una realidad con enfermos en casa, haciéndose cruces los familiares para que este cabrón no se agrave y requiera ser intubado, porque entonces sí quién sabe, pues nos comparte el amigo Leonardo Reyes Terrazas:
“2020 me dio alcance en el alba de 2021. Antes de la pandemia, la renta mensual promedio de un concentrador de oxígeno era de alrededor de 4 mil pesos, incluido un tanque de emergencia en caso de fallas eléctricas. Ahora, rentar sólo el concentrador cuesta más de 16 mil. Que la pandemia nos ha humanizado, que nos ha hecho más solidarios, más conscientes de nuestra vulnerabilidad y de la existencia del otro, de los otros, parece nomás basura especulativa. Quien puede, está obteniendo dividendos con la crisis, enmedio de una fiesta presidida por el darwinismo ¿social? Si realmente estuviésemos en un quiebre histórico, las personas no estarían muriendo de pobreza… ¡Carajo!”
Y hágale como quiera, y chille a todo pulmón ora que aún puede, pero ya sabe: el que no trabaja, no come. Entonces, encomiéndese al santo de su devoción, amarrese muy firmes los ovarios o güevitos y láncese a la chamba, a ver cómo porque recuerde —por si fuera poco— que las líneas 1, 2 y 3 del Metro están suspendidas por el transformador que estalló en la calle de Delicias, Centro Histórico, donde se encuentra el puesto de control de mando del submetropolitano.
¿Adónde irá / veloz y fatigada
la golondrina / que de aquí se va?
¡Oh, si en el viento, / se hallará extraviada!
buscando abrigo / y no lo encontrará.
Y eso de viajar entre la bola, panza con panza, nalga con nalga, no es cosa que se desee en tiempos de pandemia, en pleno invierno chilango. La salud es un derecho, pero los tiempos para recargar un tanque de oxígeno se incrementan y en casa al enfermo no podemos abandonarlo, aunque el miedo ensombrezca el rostro de los familiares, porque además los recursos ya escasean y no hay estampita milagrosa que nos lleve el salario a casa ni central de abasto que surta tu despensa con sólo mover la varita mágica.
“El miedo a la epidemia se propagó durante la noche, haciendo alarde de su fuerza brutal, y nos venció y nos dominó de tal modo que nos sentimos cada vez más niños y más abandonados”, se lee en Arrancad las semillas, fusilad a los niños, novela de Kenzaburō Ōe, pero aquí vamos, arrastrando los pies, sha-sha-sha, aguardando a que los policías permitan el paso de la muchedumbre, sha-sha-sha, hasta el andén donde a codazos hay que abrirse paso para abordar.
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“A mí ya me pegó a principios de año el virus, y también a mi vieja. Vieras cómo duelen las piernas, los huesos: como si te hubieran atizado una buena madriza”, dice El Paisa a grito pelón cuando ve al vecino sin cubrebocas: “Póntelo, paisa, no seas pendejo: te digo que yo ya pasé por esa y a nadie se le desea”.
En casa cesó el bullicio de los chiquillos. Cada quien en su depa y nada de andar en la calle: el perro dormita en el pasillo, ajeno a lo que al interior de las viviendas acontece: tocan a la puerta, nadie acude hasta que se escuche el grito: traemos el tanque de oxígeno…
Los de siempre reclaman: se les dijo “no salgan”. Pero cómo no salir si las obligaciones apremian, los gastos no se detienen, la despensa disminuye, hay que hacer el mandado del día, encaminarse al centro de trabajo, y del oriente de la zona metropolitana de Ciudad de México fluyen hacia el Metro más próximo las miles de almas que llevan su mano de obra como oferta, como promoción….
Nos sentimos cada vez más niños
y más abandonados.
Y los políticos de uno y otro bandos aprovechan el momento histórico de la salud pública, se surten en el cerotal de su alma y arrojan al enemigo las culpas que en realidad comparten en lo que a salud pública se refiere. Carlitos Martínez Rentería, periodista, anota en su Feis: “Con todo respeto, propongo que se pospongan los recursos destinados a los proyectos prioritarios de este gobierno (refinerías, aeropuertos y Tren Maya) para apoyar económicamente a miles de personas que se han quedado sin trabajo a causa de la pandemia. ¿Es mucho pedir?”
Luego, pasa el chisme: “¿Todos los restaurantes y bares cerrados? Por qué no se dan una vuelta por la esquina de Insurgentes y Durango, el table dance Queens sigue abierto sin problemas”. Y le revira Sergio Téllez-Pon: “En el burdel se vive mejor que en la realidad… creo que así escribe Vargas Llosa en Conversación en La Catedral”.
—¡Levántele, levántele werita, dos kilos por 15, dos kilos por 15 pesitos —insiste el tianguista, porque de la venta depende el sustento, esa maldita costumbre de comer…