La mañana en que la maestra Socorrito cumplió cuarenta y cinco años, perdió la cabeza por un repartidor veinteañero de nombre Héctor y fue la primera vez que pensó en acudir a la brujería. Ella no deseaba brindarse sólo una satisfacción, sino dominar a voluntad al hombre, casado, padre de uno de sus alumnos. Si esas supersticiones sugestionaban a miles al mismo tiempo, ella tendría una oportunidad para hacer suyo al muchacho con brazos de cargador y estilo perdonavidas.
Al fin servirían de algo las larguísimas jornadas dedicadas al estudio pedagógico, psicología y formación de la personalidad. Eran requisitos para mantener el trabajo dando clase en el jardín de niños, ahora la ayudarían a manejar a un solo muchachito y hacerlo a su antojo el tiempo que quisiera, tal vez para siempre. Por fin, todas esas horas de aprendizaje aderezadas con canciones, cuentos didácticos y leyendas sobre lo sobrenatural como absurdo material de lectura darían más fruto que asustar a los mal portados del salón, cantar el maldito Pin Pon y trazar una línea a la mitad de la plana para que los niños estúpidos vieran menos lejana la meta y pudieran completar la actividad diaria.
Hierbas, todas las brujas necesitan una buena cantidad de hierbas y listones, figurillas y velas, unas nuevas, otras a medio consumir. Era momento de echar a andar el plan.
Encargó telefónicamente al mercado pirul, santamaría, albahaca y ruda de las más olorosas, además de las ceras negras, rojas y amarillas, algunas tono esmeralda con olor a mezquite quemado y aquellos afeites con que se adornan los amarres de amor. Todo, exigió con instrucciones precisas, debía entregarse en una caja raída, lista para vencerse. El hombre que recogería la mercancía respondía al nombre de Héctor y simplemente se le daría, sin explicaciones ni otra ayuda.
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Él llegó abrazando los restos de la caja con las cosas escurriéndose entre sus manos toscas. Cuando alcanzó a ver el contenido, abrió mucho la boca, apenas conteniendo el espanto. Al dejar los artículos sobre la alfombra del departamento donde vivía Socorrito, marcado con el número 22, tuvo el impulso de huir pero la maestra aún no le había dado la generosa paga prometida. Ella se embriagó de la mirada arredrada del hombre, en verdad había surtido efecto y lo aprovecharía sin precipitarse. Extendió la mano donde llevaba el dinero y la posó sobre el pecho de su presa con escalofriante candor rematado en sonrisa. Esperó al roce de las manos, soltó los billetes. Lo despachó. Esperó seis días para hacer el siguiente encargo a los locatarios: agua de rosas en botellas, tabaco en hoja, lavanda y pericón, además, varias bolsas con polvos Amanzaguapos y Tumbatrabajos.
Decidido a no dejarse amedrentar, mucho debido a la ganancia extra que suponía el trabajo, pues mantenía a su esposa y primogénito con el escaso sueldo de mandadero y las magras propinas de los acomedidos, Héctor fue por un nuevo cargamento brujeril medalla de san Benito atada al cuello. Su acción preventiva incluía llevar abierta la camisa hasta el tercer botón para mostrar el escudo contra el mal. No funcionó. Socorro, envuelta en un vestido negro escotado y descalza, respirando como para calmar un sofoco, recibió la mercancía, pero ahora revisó desde la alfombra que la compra estuviera completa y correcta hincada, justo a los pies de Héctor. Mojó sus labios en agua de rosas, la espurreó hacia donde estaba el incauto y repitió la operación: su palma apoyada en el pecho, esta vez exáctamente sobre la imagen del patrono exorcista. Tras el roce de las manos, luego de la sorpresa por la tan poca eficacia del santo, vino sobre él la reacción sanguínea del contacto y el escote. Sintió un pinchazo, ella le había arrancado un vello. De alguna forma intuyó que su destino estaba sellado y ese sólo era el aviso. “Tengo tu corazón en mis manos”, susurró a su oído antes de despedirlo. Esa noche Héctor sudó a mares sobre su lecho y pese a yacer con su mujer no pudo sino pensar en Socorro, trompicado entre azoro y deseo.
Pasaron los días, y languidecía andulenado por las banquetas citadinas durante largos ratos, buscando serenidad, encontrando más dudas. Estancado en confusiones, se refugió en una capilla. Sus sentidos se despertaron, la mente fue cielo despejado: sumergió su medalla en la pileta y compró una botella con agua bendita. No podía haber sido más tonto, si ahí estaba la falla en su intento por rechazar a la bruja. Eso le pasaba por no poner atención en el catecismo. Qué bruto. Reanimado, con el valor de cien leones, fue directo al departamento de Socorro para enfrentar sus miedos.
Ella lo recibió en bata corta, a él lo asaltó un intercambio de lividez y rubor digno del vuelco en una batalla. Tampoco esa vez iba a funcionar, aunque no lo comprendió, lo sabía. Y Socorro, ninguna Socorrito, la bruja maldita que tenía su corazón en las manos, también se hizo de rostro y labios y más adelante de toda su piel entre forcejeos no por resistencia sino por torpe desesperación de consumirse.
Héctor se encontró entre las sábanas en una situación inverosímil, no sólo había cedido, quería repetirlo, y no tuvo más remedio que entregarse al hechizo una y otra vez. Socorro, satisfecha por el control ejercido, tuvo años para saciar su locura sin usar ningún fetiche.
Mucho después, cuando la querida y admirada maestra Socorrito ya había muerto, en la celebración de las bodas de oro, la esposa de Héctor preguntó si él había sido infiel durante su matrimonio: No, pero sí me embrujaron, contestó.
[CUENTO] El coro de los ángeles.
“El Gato, el último de los impresentables, hace su aterrizaje forzoso en Fusilerías para completar la serie junto con Roberto Portugal, Érika Sotelo y las vengadoras del Metro…”
Créditos: Carlos Sánchez Morán (@condesm)https://t.co/fgQCwBiHPe
— Fusilerías (@fusilerias) May 28, 2022