La tristeza es agua. Se desliza despacio, casi imperceptible. Se mimetiza con lo cotidiano y sin darnos cuenta revela que tenemos un mar interior que se desborda despacio, porque las decepciones son lentas, no representan un tajo misericorde; hieren como las cortaduras del papel, con filos no imaginados, con hipócrita inocencia, con disfraces blancos.
Pero no hay aullidos en la tristeza por desilusiones. Es un dolor muy íntimo, imbricado en la humillación de ser quiénes somos y pensar como lo hacemos. Es un escupitajo feroz a la credulidad, a abrazar a quien creímos que soñaba como nosotros y trazaba sus rutas desde el corazón, como el consejo sabio del Popol Vuh.
Pero nos equivocamos. La tristeza está en lo que creímos, en confundir oro con cuentas baratas de vidrio, por asumir que trataban de dar poder a los otros, a todos, cuando en realidad se reían de nuestras raíces y nuestra fe inquebrantable de que somos iguales.
No. No lo somos. Hay personas decepción, trepadores de oportunidades que no respetan las convicciones de otros, gente pueril que desdeña por orígenes o color de piel o pelo. Mentirosos que no merecen nada, ni momentos, mapas ni simpatía.
Y por ser proclives a creer en ellos, por candor, llamamos al mar interior. Las lágrimas brotan inusitadas. La tristeza aparece en nuestra realidad. ¿Qué poder tienen los trepadores? Ninguno. Sólo la auto recriminación de no advertir a tiempo quienes era. Sólo el haberlos acogido como dignos e inclusive creerlos amigos y asumirlos como tales.
Después del agua llega el fuego. El sentido de indefensión y vulnerabilidad, el auto reproche, nos convierte después en seres capaces de cercenar y destruir. Domina la llama, el fuego que arrasa, el que no se detiene ni racionaliza.
La respuesta a la humillación no es la lágrima indiscreta que nos sorprende a nosotros mismos, las víctimas. Es la reacción posterior, el afán de dañar.
Lumbre que desaparece, extingue, quema, deja en cenizas lo que eran realidades. Se confina al desperdicio a quien hizo tambalear nuestro concepto. Lo fragmentamos en miles de trozos que lanzamos a un lugar que almacena lo execrable.
Es un proceso tortuoso. Quemar es matar. Es el símbolo de aniquilar sin huellas ni memoria. La furia, el encontronazo, la venganza…
El agua procede al fuego. Después se lanza todo al viento. Se confía que todo se vuelve bumerán. Entonces emerge una súbita satisfacción. Es el momento perfecto para dejar pasar, dejar ir.
Es el momento de perdonarnos. Creímos y nos fallaron. Demostraron quienes eran realmente, pero eso no debe alterar nuestra propia paz. El viento se lleva todo. La historia se vuelve humo.
Emerge la íntima convicción de que la vida es un bumerán. Quien actúa mal construye para sí un futuro penoso. La satisfacción dura un momento, la vida sigue, las cicatrices caerán. Los traidores en mi mundo ya no están, no existen ni existirán.
Y no, mentira que se entierre todo: volveré a creer una y otra vez, aunque haya infinitas rutas de agua y fuego por atravesar aún.
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— Fusilerías (@fusilerias) March 26, 2023