Algo definitivamente perverso estaba en marcha bajo tierra. Conforme los bucles eran más frecuentes en los recorridos del Metro, las autoridades no tuvieron otra opción que atender los reportes de las consecuencias derivadas del fenómeno y que en un principio causaban risa pues, al ser un medio de transporte usado por todo tipo personas, desde graduados en Derecho y Arquitectura hasta plomeros, mimos y músicos latinoamericanistas con sus fetiches, un abogado abordaba en Balderas sobre la línea verde y varias estaciones después descendía en el mismo andén enfundado en pantalones negros sostenidos por tirantes, camisa a rayas y calzando guantes blancos.
Pese a la alegría malsana provocada por estos episodios, que incluyeron el cambio de ropa de hombres a mujeres, niños a ancianos y treintañeros progres que aparecían portando playeras con propaganda política, crecía la congoja ante lo que parecía la profundización de los intercambios, pues tras unos meses todo tomó un rumbo distinto y maligno.
Años atrás, poco después de la inauguración del sistema de transporte un cuatro de septiembre, se presentó el curioso caso de un convoy perdido por veinte minutos, en los que el recorrido constó en llegar a Merced seis veces al hilo antes de que los pasajeros decidieran huir despavoridos.
Sin embargo, los incidentes de este tipo eran reportados muy esporádicamente y carecían de documentación fiable para darles seguimiento oficial, hasta el año pasado, cuando teléfono en mano un usuario decidió transmitir en vivo la extraña vuelta hacia el mismo sitio en el trayecto de Revolución a Hidalgo, sin llegar a su destino, sino que se repetía la ruta hasta que al abrirse las puertas tras el cuarto enfrenón todos bajaron con las bocas abiertas del espanto, pero sosteniendo sus celulares para grabar.
La prueba irrefutable de aquello que estaba ocurriendo en el subterráneo desató, por un lado, agrias descalificaciones y descabelladas hipótesis del público y de expertos en varias materias, y por el otro la reacción del clero clamando por una jornada de oración, así como el escueto comunicado de la dirección general de movilidad prometiendo llegar a las últimas consecuencias en la indagatoria.
Un usuario decidió transmitir en vivo la extraña vuelta hacia el mismo sitio en el trayecto de Revolución a Hidalgo, sin llegar a su destino
A la efervescencia que causó el video siguió una neblina de incredulidad que poco a poco se disipó, ya que los eventos comenzaron a suceder cada vez más y más seguido, hasta el punto en que caer en un bucle se consideró otro de los múltiples escollos citadinos y que siempre sirven como excusa para la impuntualidad habitual. Algunos lo llamaban bucle, pero los más delicados le decían loop y los afrancesados la boucle. Ya sabes, el bucle; ya iba para allá, pero el loop; estoy de camino a la cineteca, ya pasé cinco veces por Viveros y ne termine pas la boucle, se volvieron diálogos comunes.
Mal hizo la población cuando pensó que ya se había acostumbrado y podía manejar sus tiempos burlando las jugarretas moebianas del Metro. Primero fue la ropa, como se ha dicho, en un capricho burlesco sin mayores consecuencias que la indiferencia ante otro loco vestido de chica darks desmañanada del pospunk o un falso viejo disfrazado para bailar “El Ratón Vaquero” en el festival de madres un diez de mayo. Sin embargo, las crisis de ansiedad disparadas por esos repentinos vestuarios involuntarios despabilaron a otros.
Que los vagoneros dejaran de vender en los carros en movimiento fue la alerta para que los demás tomaran precauciones. No fue gratuito. El denominado paciente cero era uno de los suyos. Julio Quillo Ruiz, proveniente de Cuautitlán, a las afueras de la capital, miembro activo de la unión de comerciantes de a pie, de pronto se negó a seguir con sus actividades, consistentes en ofrecer carcasas telefónicas a los adormilados viajeros, y comenzó a desarrollar, pintando con el dedo sobre la ventana de la jefatura de estación, lo que en principio los policías interpretaron como un mensaje compuesto por letras combinadas con aritmética compleja que, se imaginaron, llevaría al fondo del asunto.
Que los vagoneros dejaran de vender en los carros en movimiento fue la alerta para que los demás tomaran precauciones. No fue gratuito
La burbuja se rompió cuando alguno más entendido que pasaba por ahí comprobó, ayudado por su tablet, que se trataba de las líneas indicadas en Python para que apareciera en la pantalla un simpático gato formado con luces que encendían y apagaban su sonrisa a un ritmo entretenido durante un minuto. No más.
La decepción que empañó el semblante de los oficiales de la ley encarnó en pánico para los colegas del señor Quillo Ruiz, quienes murmuraban sobre una posesión extraterrestre; también, apenas se enteró, uno de los líderes buscó comprobar tortura sobre el afectado. Todo ese asunto palideció debido a las tan intensas y seguidas transpolarizaciones que se suscitaron en días posteriores, pero casi nadie se preguntó por qué un muchacho con facha otaku buscaba colocar varias historietas en japonés a su paso por el tren suburbano rumbo a Cuautitlán Izcalli.
Así corrieron las versiones de los «cambios de actitudes», que fue como el gobierno nombró a las permutas de personalidad en los momentos más confusos, cuando los incidentes comenzaron a conocerse mediante gritones itinerantes que inyectaban miedo con sus pasquines y rumores vía reels haciendo su parte, los cuales, inusitadamente, atinaron a lo que estaba sucediendo bajo tierra no sin salpicar la información con links a trucos psicológicos: Renuévate y gústale a quien te gusta, lo cual provocó un interés nunca visto en ensalmos para lograr transferencias en el Metro que resultaran beneficiosas físicamente para atraer al ser deseado.
Pero no duraron tanto las bromas, porque pese a la reticencia a informar sobre la creciente cantidad de aquejados por el fenómeno, no se pudo ocultar a una madre transformada, un hermano trastocado o a una pequeña de cinco años esforzándose por abrir una botella de mezcal para luego con sus manitas torpes llevarse a los labios el destilado mientras maldecía su suerte. Las personas cambiaban de un momento a otro, incluso horas después de haber salido de la última estación, muchos de ellos cuando iban rumbo a los municipios periféricos luego de un par de trasbordos y en plenas avenidas de los bordes citadinos, por lo que el caos se desató en la urbe magnífica y ahora atolondrada con toda su gente revuelta, con la cabeza, sí, en otro lado.
Por eso, cuando ningún remedio casero resultó, multitudes se arremolinaron en las puertas de las iglesias mientras otros tomaron a sus familiares para llevarlos a los hospitales más cercanos, sitios donde tampoco sabían qué sucedía, pues párrocos y acólitos, residentes y médicos veteranos luchaban por contener a sus compañeros, que ya no eran ellos mismos, sino adolescentes desorientados, ancianos asustados, adictos en síndrome de supresión, neuróticos pensando que era un sueño y soñadores creyendo que por fin habían despertado.
Cuando ningún remedio casero resultó, multitudes se arremolinaron en las puertas de las iglesias mientras otros tomaron a sus familiares para llevarlos a los hospitales más cercanos
Hubo quien quedó conforme y hasta feliz con lo que le tocó en la nueva repartición de apariencia porque eso les abría mejores oportunidades sociales y monetarias. Del prosaico amor nadie hablaba, sin embargo, pese a la esculturalidad o carisma recibidos, una reacción emocional que sólo puede ser descrita como alérgica llenaba de nostalgia a aquellos y hubo quien pisó las escalinatas de la desesperación: aunque nunca había sido su fuerte, ahora no toleraban verse al espejo y poco a poco se apagaban pensando tiernamente en las vías y sus mil amperios que los llamaban con susurros.
Luego de que hubieran fallado ciencia, fe y vanidad, los que tenían recursos recorrían el Metro día a día para intentar encontrarse entre la multitud apurada, ojalá reconocerse con la esperanza de volver en sí, otros pusieron mensajes con sus fotografías en todas las plataformas pidiendo volverse a ver al menos en una imagen, unos más decidieron migrar y los menos voltearon al cielo para luego echarse a llorar hasta olvidarse de ellos mismos.