“El Conde” y la catarsis de reírnos de la barbarie

Netflix presenta una delirante sátira en expresionista blanco y negro que retrata a Augusto Pinochet, símbolo del fascismo mundial, como un vampiro, “El Conde”
Marién Estrada El Niño y la harza Miyazaki
Marién Estrada

La belleza de las comedias negras es que el mensaje que contienen es poderoso y cáustico, y en el caso de El Conde, del director chileno Pablo Larraín, esta premisa se cumple a plenitud: una delirante sátira en expresionista blanco y negro que retrata a Augusto Pinochet, símbolo del fascismo mundial, como un vampiro que vive escondido en una mansión en ruinas en el frío extremo sur del continente, como reza la sinopsis.

Fotograma de "El Conde", película del chileno Pablo Larraín.
Fotograma de «El Conde», película del chileno Pablo Larraín.

De entrada, uno de los propósitos de la cinta, ganadora del León de Oro al mejor guion en el Festival de Venecia, se cumple: si a alguien le quedaba alguna duda, a todos nos queda claro después de verla que los dictadores son monstruos deleznables que viven a costa del trabajo y el dinero de la gente que someten, o de su sangre, literalmente en la vida real, y que el vampiro Pinochet usa para mantenerse vivo después de 250 años de existencia, desde que fue convertido en nosferatu en la Francia de Luis XVI.

Cartel promocional de "El Conde", filme disponible en Netflix.
Cartel promocional de «El Conde», filme disponible en Netflix.

Después de ejecutar el golpe de Estado y asesinar al presidente Salvador Allende en 1973, Pinochet se mantuvo en el poder 17 años con un gobierno que, de acuerdo con cifras de la comisión pública que investigó las violaciones a los derechos humanos cometidas en Chile durante su mandato, dejó un saldo de más de 40 mil víctimas entre los que se incluyen 3 mil 65 muertos y desaparecidos.

En 1998, el dictador de 82 años es procesado en España —en virtud del principio de justicia universal— por delitos de “genocidio, terrorismo y tortura”, por lo que es detenido en Londres. No obstante, alegando “motivos médicos”, evita su extradición, aunque permanece preso 503 días. El cinismo del entonces senador vitalicio lo utiliza Larraín para desatar incómodas pero liberadoras risas del espectador, como cuando el vetusto vampiro se justifica diciendo: “de verdad yo lo que he sido es una víctima”.

Lo cierto es que El Conde, representado de manera odiosa y por ello magnífica por el actor Jaime Vadell, manda un mensaje claro: Pinochet no ha muerto, sólo fingió su fallecimiento en 2006 y su sombra se expande por el cielo de Santiago cuando vuela en busca de sangre fresca y corazones humanos que bate en la licuadora para alimentarse; en clara referencia al actual movimiento de ultraderecha que hoy es la primera fuerza política en Chile, por un lado, y como metáfora de las atrocidades de su mandato, por otro.

Pero Larraín, otro de los directores latinoamericanos migrantes en territorios hollywoodenses, no se limita a caricaturizar de manera grotesca al tirano: también a su decadente mujer, su sanguinario criado y su patética estirpe de cinco hijos buenos para nada, también arremete contra la Iglesia católica subordinada a su gobierno fascista, representada por el personaje de una joven monja que tiene la sagrada misión de acabar con el agente del mal, pero que acaba seducida y metida en su cama.

Aunque los recientes trabajos del cineasta abordan la vida de mujeres como Jacqueline Kennedy (Jackie) o la princesa Diana (Spencer), su catártico interés por exponer el oscurísimo trance que significó el régimen pinochetista para su país sigue vivo, como en sus filmes Tony Manero, No y Post Mortem.

Fotograma de "El Conde", la historia de un Pinochet vampírico.
Fotograma de «El Conde», la historia de un Pinochet vampírico.

En la película distribuida por Netflix, el pergamino en el que se ha convertido Pinochet ya no quiere vivir, porque se siente traicionado por su país, que le califica de ladrón y corrupto, pero este deseo cambia cuando al final encuentra a un personaje femenino que en la vida real fue su aliada política y que vuelve a encender la chispa de vida en su decrépito cuerpo. Este final que obvio no contaremos aquí, más allá de lo surrealista que pueda parecer, cierra con una seria advertencia al pueblo chileno y a pesar de sus numerosas escenas gore, es ahí donde la cinta se vuelve una película de horror: la historia, por espeluznante que haya sido, puede repetirse.

 

 

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