Dentro del conjunto de las posibles definiciones de personaje, la que sostiene que éstos son tales en la medida en la que están en un estado de excepción resulta útil por la amplitud de sus conceptos. Por una parte, señala que cualquiera puede ser un personaje siempre y cuando esté fuera de lo cotidiano, pues lo común no siempre es atractivo a la hora de narrar. Por la otra, de forma más velada pero no menos importante, que un personaje es un ente narrativo. Es decir, personaje es aquel quien, al salir de su cotidianidad, genera una historia que merece ser contada.
Desde esos parámetros, es fácil caer en la tentación de lo grandioso. Se pueden enumerar personajes heroicos por millares, líderes de grandes epopeyas, protagonistas de aventuras, mentes privilegiadas para la manipulación, seres atribulados capaces de cualquier estallido con miras a conquistar a su amada, salvar a su patria o sacrificarse por su familia. Dentro de un paradigma menos grandilocuente, también resulta sencillo señalar a sujetos comunes que sufren una transformación o un accidente de tal forma que no les queda más remedio que convertirse en eso, en personajes con una historia a cuestas, de las que vale la pena contar. Nosotros mismos nos reconocemos sin empacho como seres monótonos y repetitivos que llenamos nuestras existencias de anécdotas cuando algo excepcional (o, al menos, salido de la norma repetida) nos sucede.
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Estamos, pues, acostumbrados a esperar al protagonista vivo, el que hace lo impropio pues la circunstancia, justo en ese trance, lo ha rebasado. Es el pretexto, el detonador y, en ocasiones, hasta el motivo. Sin esa excepción no suele haber relato.
¿Qué pasa, entonces, con los personajes grises, aquéllos en los que nadie centra la mirada, que no causan interés? En la mayoría de los casos, pasan al olvido.
Kazuo Ishiguro gusta de rescatarlos. No es gratuito que gran parte de su obra narrativa (que, por otro lado, no es muy extensa) se ocupe de esta clase de personajes. La excepción existe, es claro, pues sirve como el punto de partida para lo narrado. Sin embargo, es como quien pretende acaparar la atención de la mesa hablando de lo que, para el resto de los comensales, no reviste mayor sorpresa.
En Klara y el sol, Kazuo Ishiguro regresa a sus temas habituales, la soledad, la automatización y la nostalgia. Esta es su nueva novela luego de ganar el Premio Nobel. Pídela en: https://t.co/av2iVygogu pic.twitter.com/D7onziRqEm
— El Péndulo (@El_Pendulo) April 15, 2021
Klara y el Sol sigue dentro de esa línea. Ella es una suerte de androide autómata. Una AA (amiga artificial) que, como las de su clase, está destinada a volverse la compañía de una pequeña. Piénsese en el pretexto: a Klara la mueven de posición dentro de la tienda; a veces ocupa la vitrina del frente, en ocasiones la acomodan en la isla central, incluso tiene que habitar el mundo de la trastienda mientras alguien llega a comprarla… A Kazuo Ishiguro le bastan esos movimientos para llenar decenas de cuartillas. Decenas de cuartillas antes de que aparezca la verdadera excepción: Josie, una adolescente enfermiza, convence a su madre de que se la compre.
Klara aprende a un ritmo pausado. Es capaz de percibir la realidad a partir de modelos de reconocimiento informático. El proceso con el que, a partir de éstos, configura su percepción del mundo, es algo que escapa de la voluntad de los programadores. Al menos, así es como lo suponemos. Se sabe, por ejemplo, que todos estos AA se alimentan de energía solar. Es probable que algunos lo sepan o que conozcan los pasos por medio de los cuales la luminosidad se convierte en movimiento. Klara, en cambio, termina creyendo en el Sol como en una deidad. Y esto es importante. ¿De qué otra forma podría ofrecerle un sacrificio al dios solar a cambio de la curación de Josie?
Si se tuviera que hacer un resumen de esta novela, la tentación de cambiar el sentido del rol protagónico sería fuerte. Suena mejor asegurar que trata de los intentos de una chica por curarse de una enfermedad terminal, la misma que mató a su hermana años antes, la que provocó la separación de sus padres, la que ha llevado a su madre a considerar una solución éticamente cuestionable (y, por qué no, un tanto perversa). Insertar, ahí, a un androide con ciertas capacidades de servidumbre bien podría no resultar tan atractivo. Lo dicho, a Kazuo Ishiguro le interesan los vencidos. No son los grandes protagonistas sino quienes ya han perdido, desde el inicio, la capacidad de resultar ganadores.
La metáfora que se configura sobre la idea de ser una simple acompañante se vuelve posible gracias a otra de las grandes herramientas del autor. Como pocos, tiene un dominio de la técnica que se precisa para construir narradores impecables. En este caso, Klara es la encargada de contar su propia historia (o la de Josie). Y lo hace con el poder del lenguaje codificado, pero con todas las limitaciones de quien no comprende en mundo a cabalidad y, más aún, es incapaz de establecer ciertas relaciones causales entre datos desvinculados en su unidad de procesamiento. En otras palabras, lo que nos ofrece Klara y el Sol, además de una historia que bien podría no resultar del todo apasionante, es un relato mitológico de nuestra realidad; una construcción que es, a un tiempo, legendaria y precisa.
Tal vez Klara y el Sol decepcione a unos cuantos. Es comprensible, Kazuo Ishiguro se ha encargado de escribir novelas monumentales (incluso en su corta extensión). Incluso así, bien vale la pena dejarse absorber por la voz de Klara. Conforme pasan las cuartillas, uno no sólo se da cuenta de que es a partir de sus palabras como vamos entendiendo lo humano. Más aún, al igual que con sus novelas más emblemáticas, cuando uno termina de leer, se queda con una profunda sensación de desasosiego: el que se provoca cuando se enfrentan el lector y los personajes perdidos.