Era una cuestión de risa y se animó a preguntar coqueteando con la demencia. Yo la quiero, tú me la das. ¿Así funciona? Yo sólo necesito hacerla reír, lo demás va por mi cuenta, el gato, la playa. Quiero estar seguro de hacerla reír como nadie.
Algo no audible, pero que le restallaba en el pecho, preguntaba a su corazón y éste respondió desde el desespero.
¿Siempre hay alguien al borde del camino escuchando los clamores oscuros? ¿Las apetencias no están seguras entre la lengua y los labios? Alguien va por las calles de la ciudad presumiendo sus milagros.
¿Qué significa estar dispuesto a todo por obtener lo deseado? Él pensó que no era para tanto, sólo necesitaba un día de risa y ella sería suya. Un sutil vacío le preguntó qué daría a cambio: todo, respondió.
No escuchó, más bien sintió los ecos de una ovación. Se había ganado las palmas por ser un hombre decidido, pensó.
La instrucción era clara, en el perfil de la chica lo decía: Amo que me hagan reír, la playa y los michis. Si no te gustan los peluditos, ni me escribas.
No era cualquier tonto intento de ligue en la aplicación de citas, la conocía, iban a la misma universidad y a veces la saludaba fingiendo cierta indiferencia. Necesitaba esos datos para saber conquistarla y por fin estaban en sus manos. Ella dormiría entre sus brazos con una sonrisa de cansancio por tanta diversión y dulzura que le proveería. Los gatos y la playa eran niñerías. Paciencia para con el animalito y dinero con el cual llegar a la costa. Luego, enredarse venosamente escurriendo la sal de amores al abandonar el mar.
¿Por qué ella? Se lo había preguntado mil veces, mil veces mil. Una cara linda sin nada en especial. Simplemente le gustaba, podía verla por horas sentada en las bancas pintarrajeadas. Además, ella se había inscrito en una aplicación para ligue. Buscaba novio. Estaba marcada la casilla de Relación Estable.
¿Quién no intenta tomar la prenda amada de entre el fuego? La quemadura viva es la marca eterna de lo deseado.
No podía fallar, no sabía si sólo contaba con una oportunidad, por ello iba a reptar en su aproximación y entonces, al quedar a tiro de piedra, lanzaría el último ataque.
Concibió un plan. Finalmente se abría la ruta para conseguirla, sería suya a golpe de risa, desgajándose a carcajadas le daría el sí.
Debía dejar la vida en el intento, dar el alma si era necesario.
Cedió a un trato ventajoso y le fue concedido el don de hacerla reír, solamente a ella, con las más disparatadas ocurrencias o el peor de los oprobios. Ella estallaría en risa y todo sería alegrías. Eso pasó a las tres de la mañana y él durmió entre sudores latigueados, desamores de hace tiempo, sueños cortados, distancias, desagradables caricias gratuitas y relámpagos sin truenos.
Un sol vidrioso le abrió los ojos. Las clases ya habían comenzado, pero bien llegaría a las bancas o a la cafetería a dar vueltas para rondar las mesas y acecharla hasta probar si su nuevo don funcionaba.
Sentía los veinticuatro grados de aquel mediodía, el olor del pasto con verdes sequedades traspasando su olfato, el viento ululando lamentos. El sol vidrioso lo perseguía. Se repuso al acercarse, saludó a quienes estaban alrededor y probó. ¿Sabes cuál es el colmo de un panadero? Tener una hija llamada Concha.
Y ella, sorprendida, sonrió, aflojó la risa, arqueó carcajadas. Al chiste infantil le sucedió uno más barato y otro peor, pero ella seguía asaltada por la alegría.
Funcionaba, y algo dentro de él encontró un deleite escabroso. No se daba cuenta pero ese gozo provenía de un tercero que cobraba cara su presencia. En unos días, pese a la extraña sensación de hilaridad impostada, ella se decía contenta con la compañía de ese tipo raro al que apenas le hablaba antes de, según sus palabras, traerla muerta de la risa. Funcionaba el trato, funcionaba tan bien que las tardes eran jubilosas para ambos, tanto que él se creyó en control, se dijo sombríamente: sólo a mí me escucha, sólo conmigo siente regocijo.
Pero toda vileza se encamina al cadalso. Él no lo quiso ver a pesar de que casi cualquier comentario la movía a la sonrisa sino a la plena carcajada. Entonces le pidió que fuera su novia y ella aceptó conteniendo la risa. Desde su primer beso hubo más y más momentos incómodos porque ella no paraba, era impotente ante ello. No eran los tiempos mágicos de tardes encendidas y soles ponientes en llamas que él soñó despierto mientras aquellas voces y aplausos lo impulsaban. No.
Risa, risa, risa
Ella reía, sonreía, se carcajeaba. Escupía el agua al escucharlo, se tapaba la boca, apenas podía usar la lengua cuando estaban juntos. Pero él aún creía que su plan se encontraba sobre rieles y que un viaje a la playa era lo único que necesitaba, eso además de inyectar a cada una de sus palabras una dosis de propia seriedad.
Al llegar a la costa e instalarse en el hotel, luego de un trayecto tan odioso como ensordecedor que lo consumía, se dedicó a hacer tiempo para verla poco. Fue conducida al spa, un masaje, un tratamiento con sal marina, todo para que sólo se vieran en la cena y luego poseerla por fin. Así, seguramente, el rumbo de las cosas daría un viraje y entonces todo estaría bien. Los vítores que sólo él sentía en el pecho seguían ahí, pero había algo más absorbiéndolo por dentro. ¿Era un dolor, un vacío? No supo reconocer el despertar de una certeza ni imposibilidad de la victoria. Él la había hecho reír, tenía lo que había pedido y estaba a punto de consumar su mayor deseo.
Ya en el cuarto, cualquier sonido que proviniera de él despertaba en ella el mandato de reír, y de esa escalada de risa se elevaba en espiral la cólera del hombre que recibía en respuesta a sus avances carnales y promesas de amor eterno una ronda de metralla desde la boca de aquella que nunca iba a quererlo.
La rabia desató una triste lucidez en ellos, en ambos fluyó un instante de tristísima conciencia. Ella se supo dominada por un ajeno mal y él conoció la derrota, pero no la aceptación. Desvestido, y desecho porque el vigor sexual lo abandonaba a medida que las carcajadas de la mujer aumentaban en su potencia, cayó de rodillas mientras ella corría por la habitación y luego hacia el pasillo, afuera del hotel hacia la playa, donde se iba alejando de ese extraño secuestro perpetrado vía perversas emociones y del que fue víctima por semanas.
Él rodeó el hotel, fue a la playa, los aplausos y los vítores ahora lo impulsaban a seguirla, pero mentían dirigiéndolo hacia el mar. Allá fue, se atragantó de agua salada al buscarla pero más por acallar esa lapidaria certeza de que nunca sería suya. Persiguiendo y bebiendo oscuridades se perdió en las arenas profundas con presencias desgarradas acompañándolo en su descenso. El remolino lo tragó, por siempre tuvo sed. El sutil trato ya se había consumado
Ella caminó mucho tiempo y se desplomó en una duna, se mantuvo sin decir palabra, sentada, con apariencia de náufraga que alcanza por fin la costa. Con los años volvió a hablar.
Nunca más sonó su risa.