Una confinada por partida doble

El confinamiento en casa por el coronavirus es la segunda reclusión física que he experimentado, la primera fue en Nicaragua, en 1979
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El confinamiento del covid-19 es la segunda reclusión física que he experimentado. La primera se hizo oficial el 7 de junio de 1979, cuando se decretó el estado de sitio en Nicaragua. Para esa fecha, y sin necesidad de decretos, ya llevaba varias semanas resguardada en casa debido a los intensos combates entre la guardia nacional y los guerrilleros del FSLN. El presidente de la República, el general Anastasio Somoza Debayle, junto con el Consejo de Ministros impuso el estado de sitio por varias razones:

“La existencia de una conjura internacional contra Nicaragua auspiciada por gobiernos extranjeros, en complicidad con terroristas y extremistas opositores al gobierno por medio de campañas de agitación y propaganda subversiva”; elementos del frente “Sandino-comunista” (de ideología marxista leninista) habrían ocupado posiciones en el territorio costarricense “con el objeto de invadir militarmente a Nicaragua”; la existencia de actos terroristas, incendios y asesinatos cometidos con el fin de causar muerte y destrucción en el país. Para impedir que “prosiga la violencia que está padeciendo el país” y “salvaguardar la paz de la Nación y la existencia de sus instituciones democráticas”, el gobierno suspendió el ejercicio de las garantías constitucionales y en dicho lapso se aplicaron las disposiciones de la Ley Marcial.

A partir de las 6 de la tarde si algún ciudadano salía a la calle podía ser baleado sin consideración alguna. Fueron días de encierro y terror, las balas no cesaban, cortaban el aire y atravesaban la piel. Aprendí a reconocer los sonidos del averno: detonaciones de pistolas de diferentes calibres, las expulsiones mortíferas de las metralletas, los bombardeos sin misericordia. La guerra separaba familias, no solo en el plano físico, sino en el ideológico, los hermanos nicaragüenses se estaban matando. Por medio de un radio de onda corta escuchaba las conversaciones de dos facciones que luchaban por cada cuadra de la ciudad, levantando barricadas para proteger sus vidas y acabar con las de los otros.

Mi confinamiento fue oscuro y silencioso de rumores propios de la vida cotidiana, pero escandaloso en armas y muertes, no teníamos luz eléctrica ni agua, las líneas telefónicas se cortaban con frecuencia. Mientras duraban los tiroteos o los incendios, hablábamos con señas y me guardaba en el cuarto de mis padres tapándome los oídos con la palma de las manos, queriendo que la guerra terminara, deseando estar en otra parte, en otro país donde no llegaran las balas. Conocí el olor de la pólvora, del miedo y de la sangre.

Las escenas dantescas acompañaron mi niñez y la cortaron de tajo, de inmediato me convertí en una adolescente que pregunta sin encontrar respuestas. Algunos de los cadáveres de mi primer confinamiento también eran incinerados, pero en las calles y plazas, la mayoría eran recogidos en un camión de redilas en el cual se apilaban unos a otros. Recuerdo esas miradas perdidas en el momento de la muerte, las carnes pálidas con salpicaduras sangrientas, piernas y brazos tambaleándose mientras el camión de la muerte recorría las barricadas.

También había filas de cadáveres pero colgados de los postes de luz, como mensajes de un futuro inminente de destrucción y barbarie, de sinrazón y odio. En mi primera reclusión no me sentía segura ni dentro ni fuera, la lluvia de balas podía caerme en cualquier momento, los aviones expulsaban bombas de sus entrañas y así te hubieses quedado en casa, igualmente te aniquilaban. En mi primer aislamiento también perecían familias completas en cuestión de segundos, otras quedarían marcadas para siempre por el horror de la guerra.

***

El segundo confinamiento de mi vida se debe a un adversario que mata sin bandera o ideología. A diferencia del primero, en el cual, salir de mi país significaba no ser el objetivo de las balas, hoy nos repliega un enemigo silencioso que también es terriblemente mortal. Escribo estas reflexiones a los 111 días de reclusión, en los cuales he pasado por un abanico de múltiples sentimientos. Al principio pequé de incrédula; no se me pasó por la cabeza que el virus que habría surgido en China llegara hasta mi casa, creí que sería controlado en Asia.

A finales de febrero y principios de marzo me encontraba inquieta, pero eso no me detuvo para estar presente en las manifestaciones de apoyo del día ocho, me vestí de morado y salí a la calle a protestar por los feminicidios y la violencia en contra de la mujer. El lunes nueve me quedé en casa para seguir con nuestras protestas, el martes 10 tuve un día medianamente normal. A partir del 11, cuando fue declarada la pandemia, me encerré.

Los casos en España e Italia explotaron, sentí miedo por mis amigos que viven allá y por mi hijo que estudia en Inglaterra. En esas semanas y por algunos meses, mi dispersión y concentración estuvieron a tope, miraba a cada rato las noticias en Twitter, leía todas las editoriales acerca del coronavirus. Dejé de dormir, a partir de entonces no he podido retomar mis hábitos de sueño y descanso, el insomnio se ha instalado de manera permanente entre mi almohada y mi cabeza. Me asaltó la desesperación de “ser improductiva”, al no poder concentrarme en el trabajo me convertí en un receptor automático de noticias, de desasosiegos y angustias. Supe que me exijo demasiado y cuesta trabajo fluir o simplemente, ser.

Toda mi vida he sido obsesiva del orden, pero hace dos meses me entró un impulso irrefrenable por acomodar cosas, una especie de Marie Kondo tropical. Ordenar me da paz, pero las labores domésticas han sido tan absorbentes, que acabo cansada y con menos tiempo para leer y escribir que antes de la cuarentena. Oigo que las personas se aburren y no saben qué hacer con su tiempo y yo parezco que estoy a trabajos forzados, es altamente irónico. Eso sí, he aumentado mi consumo de tintos considerablemente.

En junio me resigné a vivir esta “nueva normalidad”, que tan solo el concepto resulta absurdo y lanzamos una antología de cuentos, la cual, frenada por la pandemia, nos hizo explorar los terrenos del libro electrónico. Así que retomé mi trabajo, estuve la mar de ocupada en entrevistas y programas y me volví a sentir medianamente “productiva”. Tengo la necesidad de ver y abrazar a mis amigos, no a través de una pantalla, sino en la vida real.

¡Cómo quisiera tocar con mi banda! Extraño los ensayos y conciertos, el bar, pero al mismo tiempo me aterra el contagio. El miedo de que mi madre enferme de covid es irracional, quisiera cuidarla y protegerla, que no sea un número adicional en las bajas de esta nueva guerra que vivo. Salgo solamente al supermercado y lo hago como si fuese a un viaje espacial, si alguien se me acerca, detona mi taquicardia, regreso a desinfectar todo y a bañarme como si tuviera cita en un quirófano. Ya me borré las huellas digitales.

¿Cómo superaremos el miedo a estar con otras personas y no caer enfermos? Conforme pasan las semanas, las ganas de retomar la vida de antes se vuelven imperiosas, pero las cifras aumentan y todos los días estamos viviendo el peor momento de contagios. Temo por la salud mental de los habitantes del planeta, el hombre es un ser social, no puede aislarse de manera tajante, necesitamos de los demás. Se respira tristeza y abatimiento.

Estoy convencida de que después del covid el mundo no será igual, cambiarán las formas de trabajo, estudio, viajes y procuración de salud, por mencionar algunas. Las relaciones interpersonales también cambiarán. A diferencia de mi primer confinamiento a raíz de la guerra, el del covid no se soluciona con el exilio, todo el mundo lucha contra el mismo enemigo y es invisible. Tendremos que aprender a convivir con él y en el momento en el que podamos vacunarnos saldré a la calle de la misma manera en la que lo hacen JoJo Betzler y Elsa al celebrar el fin de la Segunda Guerra Mundial: cantando y bailando «Héroes».

Twitter: @Ligiaurroz

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