Daniel Saldaña Paris literariamente lleva al baile a sus lectores con su segunda novela editada por Anagrama, que resultó finalista del premio Herralde en 2021, con la historia de un triángulo, una coreografía y una epidemia de danza en una Cuernavaca decadente y bajo amenaza del incendio, no del volcán.
El baile y el incendio (Anagrama, 2022) parte de la experiencia juvenil del escritor mexicano con la danza, y se estructura con sendos monólogos de sus tres protagonistas, tres amigos de la infancia que quedan atrapados en una coreografía atemporal que da cuerpo a sus relaciones: Natalia, la bailarina amante de un pintor decadente; Erre, cineasta fallido, su primer novio; y Conejo, homosexual ingenuo para quien sólo la ternura puede salvarlos de incendios, con un padre historiador, ex comunista y ciego.
Saldaña Paris, que presentará su libro este jueves 21 de julio con un espectáculo multidisciplinario de danza con Sandra Govill, lectura en voz alta de la actriz Fernanda Echevarría y música de Vano Sonoro en un restaurante de Chapultepec, habla en entrevista sobre su más reciente novela por donde deambulan fantasmas como el ocultista Aleister Crowley, la coreógrafa expresionista Mary Wigman, los naturalistas suecos Olof Bromelius y Carlos Linneo, Malcolm Lowry, brujas y bailarinas.
Este jueves 21 de julio a las 5pm en #Lago/Algo @ChapultepecCDMX presentamos ‘El baile y el incendio: iteración’, un proyecto de literatura desbordada de #DanielSaldañaParís, con @vanosonoro #FernandaEchevarría #SandraGovill #Heartofdarkness #DanielSaldañaParís: pic.twitter.com/q5X89gu74K
— Anagrama México (@AnagramaEd_mx) July 18, 2022
—Su nuevo libro gira en torno a una coreografía. ¿Cómo surge su vínculo con la danza?
—Nace de un interés temprano en mi adolescencia, conviví mucho con bailarines, bailarinas, coreógrafos y demás. Y me gustaba, hice algo de danza de manera informal, luego me olvidé del asunto. Pero, hace un par de años, me diagnosticaron artritis reumatoide y, a raíz de un tema de dolor crónico, me volví a interesar mucho por las ideas en torno al cuerpo, la corporalidad, la relación entre el cuerpo y la escritura, el movimiento… Y un poco de ahí salió esta novela; el doble interés, por la danza y por el dolor, y por las formas de perder el control sobre mi propio cuerpo.
—Usted empezó a investigar sobre las epidemias de danza medievales antes de la pandemia, resultó profética El baile y el incendio.
—Pues sí, aunque digamos era un tema muy distinto. Empecé a investigar estas epidemias de danza que ocurrieron durante la Edad Media, que no tienen mucho que ver con la pandemia actual. Aunque hubo ahí una resonancia curiosa que también aproveché y la usé como una metáfora para hablar de lo que estaba pasando a mi alrededor. Más que profético, fue una buena coincidencia, y como seguí escribiendo la novela en medio de la pandemia, le di un papel distinto a esa figura.
—Veía la relación por las danzas de la muerte en las epidemias de peste, no sólo las de danza.
—La iconografía de las danzas de la muerte me interesó mucho desde siempre. Hay imágenes muy impactantes, como las de calacas bailando y llevándose a los muertos al inframundo, que es como una iconografía muy oscura pero a la vez muy dichosa, me interesó ese contraste. Algo así sucede en la novela, hay un juego de contrastes y de oposiciones, es una novela melancólica, pero tiene momentos de sentido del humor; hay muerte y destrucción, pero todo dentro de un ambiente carnavalesco, creo que sí surge también como de todo ese mundo medieval que estuve leyendo un buen rato.
—Cuando conversamos hace un par de años sobre su novela Aviones sobrevolando un monstruo tocamos el tema de las coincidencias. Usted es fanático de Sergio Pitol. El baile y el incendio me remitió a un título suyo publicado en Narrativas Hispánicas de Anagrama, El vals de Mefisto.
—Sí. Fue una de las primeras cosas que le pregunté a Jorge Herralde cuando lo conocí el día de la premiación, un poco por su relación y su amistad con Sergio Pitol, un autor que venero. Y sí me interesa mucho Pitol, no solo en Anagrama, sino como por ese momento de la historia intelectual en España donde se volteaba mucho a ver hacia América Latina. Y Pitol fue una figura clave no solo en Anagrama, sino también las colecciones que hizo como coordinador editorial en Tusquets, por ejemplo; hizo traducciones y el trabajo como de recepción de ciertos autores, que presentó a la lengua castellana.
—El baile y el incendio se estructura con tres personajes, tres monólogos. ¿Por qué la primera persona en un personaje femenino, Natalia?
—Justo la primera persona da una temperatura del lenguaje, como una ficción de la intimidad que me interesa. Es una primera persona escrita, además, no es una Natalia hablando o contando a alguien su historia, sino escribiendo un cuaderno, que es casi un diario íntimo, y es un género, una posibilidad literaria que me interesa, como los cuadernos, los apuntes, los diarios íntimos. Y aunque se trate de una mujer, es un personaje con el que me identifico mucho. En ese sentido, no me costó trabajo. Todas las cosas que ella apunta respecto a su proceso creativo en relación a la coreografía, yo las suscribo en la literatura. Fue una forma para mí de hablar de mi propio proceso creativo, desplazándolo hacia el tema de la danza. Podría haber sido también un escritor el que dijera todas esas cosas. La literatura tiene también que arriesgarse a imaginar eso, como ponernos a mirar el mundo desde los ojos de otras personas, y imaginar desde otros géneros y mundos posibles. Es una apuesta aún válida de la literatura.
—De la primera persona femenina salta a los personajes masculinos, Erre y Conejo. Quisiera hurgar un poco en su quehacer como escritor. ¿Cómo lograr esos saltos entre personajes y sus géneros?
—Me gustan los cambios de velocidad súbitos en los libros. Hay un riesgo siempre, porque la primera voz, la de Natalia, es muy seductora, muy interesante, llena de referencias hacia la historia y otros mundos; la segunda voz, la de Erre, es bastante más claustrofóbica, poco menos transparente, con mayor opacidad del lenguaje. Es un cambio brusco con el que yo sabía que corría el riesgo de perder algunos lectores en el camino, que se decepcionaran de ese cambio de velocidad. Pero, son como juegos de estructura que me interesa hacer, como tensar un poco la cuerda de la atención del lector, exigir un poco, y confiar en que el lector y la lectora sabrán encontrar algo en ese cambio de voz y de ritmo. Son decisiones formales que también tienen que ver con que yo me aburro de escribir desde una misma perspectiva; me gustan las novelas múltiples, corales, polifónicas, y siempre termino como volviendo a esos cambios de temporalidad, de velocidad o de personajes.
—¿Jugó con la simbología de estos tres personajes: uno, mujer; otro, hombre, y el otro, hombre homosexual?
—Digamos que son dos hombres y una mujer. Hay una suerte de triángulo amistoso, amoroso entre ellos, de esas amistades de la adolescencia teñidas por el deseo, pero revisitadas con cierta nostalgia. Hay un guiño muy velado, muy personal a Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, donde hay una especie de triángulo amoroso, tenso, entre dos personajes hombres y uno femenino. Pero, más allá de eso no hay una simbología per se. Creo que trabajo o procuro personajes que tengan cierta profundidad. Obviamente, siempre hay símbolos en juego, pero que sean los lectores los que decidan cuáles son.
—Pensaba más en la simbología en el contexto del esoterismo que aborda en la novela, con personajes como Aleistair Crowley, su paso por México y Cuernavaca, que usted cuenta de manera fascinante. El mito del andrógino, por ejemplo. Me fui por ese lado.
—Hay un juego. Sí hay muchas alusiones también veladas a las ciencias ocultas y al esoterismo, como la vida personal de Crowley. Y un poco también en la estructura: la decisión de usar siempre trípticos, una estructura más o menos circular, hay eco en eso, no solamente en las referencias, sino también a nivel formal. Sí, supongo que un poco este triángulo que se da entre los personajes, que también es un triángulo a nivel de la estructura, es también un eco. Lo que me interesaba es la confluencia entre el esoterismo y las artes, porque Crowley, por un lado, es un gran mago ocultista célebre de principios de siglo pasado, pero también tuvo una gran influencia entre personajes como Xul Solar o Fernando Pessoa. Me interesaba cómo se ha leído. O la propia Mary Wigman de manera directa, esta bailarina alemana expresionista. Me interesaba la impronta de estas ideas y prácticas en las artes del siglo XX y en ese periodo en particular, que son las vanguardias entre guerras, que es una de mis obsesiones.
—Sus personajes tienen rasgos peculiares, por supuesto. Natalia es idealista, pero realista en sus acciones; Erre está muy vinculado al dolor, a lo corpóreo, y Conejo, justo a la ternura, a la ingeuidad. ¿Por qué meterlos al contexto de Cuernavaca, que parece un infierno en su libro?
—Me gusta mucho la lectura que haces. Sí, va un poco por ahí la definición o los límites de cada uno de estos personajes. La elección de Cuernavaca tiene un origen autobiográfico porque es la ciudad en la que crecí, pero también, aunque no es una novela que toque el tema de la violencia, me gustaba la idea de hablar de esta Cuernavaca, sitiada o con una sensación de amenaza constante, donde el exterior y las calles son lugares hostiles, es la sensación que se vive en Cuernavaca desde hace algunos años, no por los incendios sino por la crisis de inseguridad. Era una forma de hablar de la ciudad y de su decadencia, y tocar temas sobre las decisiones urbanísticas que han marcado el paisaje urbano de Cuernavaca.
—Los incendios alrededor de Cuernavaca aparecen soterrados en el libro, como al acecho. Pero pareciera que los incendios están en el interior de sus personajes.
—Sí, hay un doble juego. El incendio es esa presencia amenazante que se intuye, se huele, cuyas señales se ven, pero que no termina de aparecer sino al final del libro que es más protagónica. Y al mismo tiempo es un espejo, es la forma en la que cada uno de los personajes habla del incendio, del fuego, o de la “posibilidad de arder”, como dice Natalia; o el miedo ante ese incendio les sirve como para vincular ideas y situaciones propias. Entonces, sí sirve como pretexto para muchas otras cosas.
—En Erre no es la danza, sino el dolor lo que lo hace girar, sobre lo que él baila. En Aviones sobrevolando un monstruo ya también había abordado ese dolor. ¿Erre es como su alter ego?
—Los tres personajes son un poco alter ego míos y también collages compuestos de algún aspecto mío y de personajes que conozco. En Erre, la identificación biográfica u autobiográfica es más literal por el tema del dolor, o como algunas reflexiones puntuales; con Natalia me identifico más con trabajo y obsesiones; con Conejo, por el lado de la ternura y por el lado de la historia, es un personaje un tanto doble, porque es Conejo y es el padre de Conejo, que es este historiador ciego que vive como sumergido en el paso y en relación con la historia. En todos hay trazas de autobiografía y distorsión hiperbólica, porque así funciono, y funciono por exageración, y a partir de eso creo ficciones.
—¿Quiso ser deliberadamente cruel con el padre de Conejo?
—No. Trato en general de mantener una empatía y un grado de amor por cada uno de los personajes, aunque haya sentido del humor y me presto también a reírme un poco de ellos. El personaje del padre de Conejo me interesa mucho y también me sirve para hablar de una dimensión social y de un momento político de la historia de Cuernavaca: un personaje que fue activista, que tuvo una militancia fuerte en los años 70, y entonces conoce ese mundo que fue realmente de un apogeo de muchas ideas de izquierda en Cuernavaca. Y me sirve como pretexto para hablar de un momento en la historia de Cuernavaca. Y lo rescato como de manera medio heroica, digamos, a través de ese pasado con el que yo me siento fuertemente vinculado. También me interesa que es alguien que pierde la visión, pero se la pasa riéndose mucho; aunque hay un fatalismo en él, disfruta de la vida, se ríe leyendo en Braille cuentos infantiles. Traté como de buscar también esos contraste, esos cambios de temperatura del personaje, tiene una historia medio trágica y al mismo tiempo sigue siendo capaz de disfrutar la vida.
—Hablaba de crueldad porque es un personaje ciego cuya mujer huye con su oftalmólogo; o escribe usted que ve las cosas con “optimismo ciego” o que leía un libro llamado Shadows… Hablo de ironía.
—Sí, hay muchos juegos en torno a su pérdida de visión. Está en la tesitura de la tragicomedia. La mujer lo dejó por el oftalmólogo, eso termina resultando que no solo se queda soltero, sino también ciego porque pierde al oftalmólogo. Dentro su discapacidad hay guiños ahí medio humorísticos, pero no tenía sentido necesariamente cruel, siempre me muevo en territorios entre la melancolía y la ironía.
—Este personaje ciego que narra la historia de Cuernavaca, usted que es lector de Freud, ¿está ahí porque esa ceguera es un poco la simbología de una Cuernavaca decadente, que se quedó ciega?
—No es una simbología que yo haya pensado en escribir; no lo trabajé a él como un símbolo de Cuernavaca en general, pero sí con la idea de que hay alguien que tiene que cargar con la historia de los lugares, que tiene también la responsabilidad de hablar y transmitir esa historia. Me interesaba esa figura; sí, tiene algo de arquetípica: un ciego que transmite la historia, en un juego un poco ahí de un Homero medio chusco. Y, a ese nivel, su relación con el territorio es mucho más fuerte que la del hijo, y la de otros personajes. Me interesaba que hubiera eso, como una idea de linaje.
—¿Homero o Tiresias haciendo profecías catastróficas?
—Exacto.
—Hay otro leit motiv: la coreografía, pero la coreografía orgíastica, como la fiesta con orgía en Madrid de la que usted habla en Aviones sobrevolando un monstruo. ¿Por qué le interesa tanto el tema de la fiesta, de la fiesta orgiástica? Justo presentará su libro con coreografía medio fiesta.
—Soy muy lector de Sergio Pitol, un autor que exploró mucho el tema del carnaval, como ese carnaval de (Mijaíl) Bajtin, donde confluye lo grotesco, la pérdida de los límites, al mismo tiempo que lo orgíastico y lo gozoso. Fui muy lector de Bataille, las lecturas latinoamericanas de Bataille, y esa impronta de esas lecturas siempre termina reapareciendo en lo que escribo aunque no lo busque. Y algo de eso se cifra en torno a la idea de la fiesta y la coreografía, en el caso de esta novela.
“Y lo que haremos es una presentación multitudinaria que tiene lugar en un restaurante en Chapultepec. Va a ser una interpretación personal, que le pedí a una coreógrafa y bailarina de Cuernavaca, que ella leyera el libro y se imaginara una coreografía, una improvisación coreográfica a partir de la novela. Y hay también un cruce con el teatro, porque también participa con una lectura dramatizada la actriz Fernanda Echevarría. Y un cruce con la música o el arte sonoro, le pedí al colectivo Vano sonoro, que compusieran una pieza a partir de la lectura de la novela; ellos se centraron mucho en la idea de las coreomanías, ese aspecto medio repetitivo y ritual de los movimientos en histerias colectivas.
“Es una forma de suscitar lecturas desde otras disciplinas. Me interesa que me lean no solo escritores, sino gente de muchas otras procedencias y mundos, y que haya interpretaciones atípicas del libro. Es provocar ese cruce de varias disciplinas, un entrecruzamiento que está muy en el espíritu de las vanguardias de mediados del siglo XX y entreguerras, un momento de la historia del arte, muy referido en esta novela y en otros de mis escritos. Sentí que tenía sentido hacer una presentación de esta índole rompiendo un poco con los modelos más rígidos en torno a lo que es la presentación de un libro”.
—¿Va a haber golpes, madrazos?
—Ja,ja,ja. Espero que no, la verdad. Si de pronto resulta que la gente empieza a convulsionar, se detona una epidemia de danza en Chapultepec, espero que no me juzguen con demasiada dureza. Pero, en principio, es algo más tranquilo que lo que sucede en la novela.
—Habla de las vanguardias de mediados del siglo pasado y entreguerras. Me parece más presente en su novela lo New Age, que es muy palpable en lugares como Cuernavaca o Tepoztlán, con los supuestos chamanes, los temazcales, el consumo de drogas como los hongos o el peyote…
— Sí, totalmente con una mirada irónica. Crecí en un entorno muy New Age. Me mandaron a muchos retiros y campamentos, una especie de secta un poco rara. Y, obviamente, cuando crecí me horrorizó el conjunto de esas experiencias. Estudié filosofía y me volví un racionalista convencido. Y luego he regresado a todo ese mundo viéndolo con una mezcla de ternura y de cariño distanciado y de cierto humor un poco irónico. Son algunos de los temas que reaparecen en mis libros. Hay de pronto cosas así como sectas, desdoblamientos, viajes en el tiempo, desdoblamientos de varias personalidades… Son como guiños y lugares comunes de la cultura popular con los que me gusta jugar, para que no sea un mundo de referencias hiper cultas. Me gusta ese mundo New Age, me clavé mucho cuando investigaba para esta novela con personajes como (John C,) Lilly, adalid del New Age, que investigó mucho la comunicación con delfines, la telepatía, los viajes con LSD. Son temas sobre los que regreso en las afueras de lo paranormal y que me dan risa, fascinantes desde el punto de vista del humor.
—Hay dos tipos de danza: la tarantela, cuyo mito señala que se bailaba en la Edad Media para curar a quien había sido mordido por una tarántula; y la danza de los derviches, con propósitos de trance, de éxtasis místico. Para usted ¿la literatura cura o sirve para alcanzar el éxtasis?
—Ninguna de las dos, en realidad. La literatura es una herramienta, en mi caso, para tratar de entender el mundo, a mí mismo. Eso no necesariamente sirve para curar nada. A veces entender las cosas tampoco conduce a ningún tipo de curación, salvación o éxtasis, pero es mi herramienta para relacionarme con el mundo y con los otros. Y también para ocupar el tiempo, creo que lo que hago sirve simplemente para que pase el tiempo más rápido.