Al centro del gigantesco mausoleo barroco en que fue convertida la cúpula de Los Inválidos, en París, yacen los restos del emperador Napoleón Bonaparte, sobre quien estos días, a 200 años de su muerte, pesan vivas y vituperios de una sociedad dividida con el legado el conquistador y genio militar, el hombre que declaraba generales, mariscales y gobernantes a placer, pero cuya espada fue insuficiente para nombrar un poeta en su época. Chateaubriand ya era Chateaubriand cuando se conocen.
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A unos kilómetros de París, en el Castillo de Versalles cuelga la tercera (1802) de cinco versiones del óleo Napoleón cruzando los Alpes, de Jacques-Louis David, evocando el triunfo en Italia y su nombramiento como primer cónsul, montando un caballo blanco que se levanta a la orden de su jinete, que con sombrero y capa mira a su retratista y a la Historia en un escenario más bien nebuloso, icono perpetuo que hoy es referencia e ilustra una vasta obra sobre el personaje, como la indispensable magna biografía de Jacques Bainville (Éditions Tallandier, 2012), que dio a su autor el pase a la Academia.
Stefan Zweig ha escrito que el emperador solo temía a un hombre en el mundo, a Joseph Fouché, su jefe de policía, «el genio tenebroso», al que sobrevivió si se toman en cuenta las traiciones y cabezas que el también llamado «carnicero de Lyon» hizo rodar en la guillotina. Encerrado en la Isla de Santa Helena murió Napoleón, figura máxima del 18 Brumario a Waterloo, víctima de cáncer de estómago de acuerdo con la última actualización forense, enterrando las versiones del envenenamiento y de una eventual fuga hacia Norteamérica.
«Si me hubiera quedado en Egipto –lo cita Bainville desde Santa Helena–, sería el emperador de Oriente.»
Napoléon Bonaparte est une part de nous. pic.twitter.com/7lSb8an2qk
— Emmanuel Macron (@EmmanuelMacron) May 5, 2021