Me salí. Por la noche abandoné el cuartucho de la azotea. Me dejé ir a la vagancia, a la errancia por el barrio un rato, por las noches. Así me libraba del bochorno y del blablablá del Anciano, que nomás entraba yo y se le aflojaba la lengua con las mismas historias que desde chamaco se me grabaron en el cerebro.
Dejaba el cuchitril donde mis hermanas habían arrejolado al viejo. No quería verme como él. Era friolento, se quejaba de sentir los bronquios inflamados, del frío que nunca lo abandonó. Aun así, lo echaron a la azotea, porque se ponía de malas si no le daban de comer a sus horas, o porque las tortillas no eran del día, o porque le daban de cenar lo mismo que en la comida de la tarde.
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Atosigaba mucho a mamá, la acosaba y ella le decía que a sus 68 años no estaba para esas “cochinadas”, pero el anciano ya no entendía, se le descompuso el disco duro a sus 71 octubres. “El pajarito quiere su pitahaya, pero si ya el pico lo tiene mellado”, lo evidenciaba ella y él refunfuñaba:
—Quesque mellado… Nomás dice eso para sobajarme…
Así que decidieron mandarlo al cuarto de la azotea. Muy frío, porque todo el día le pega la sombra del edificio de al lado. Incluso en las noches de calor, él se pone pijama y encima otra y en la espalda su chaleco y luego un suéter de lana. Cualquiera se derretiría, pero él tiene mucho frío.
—Pues si tienes una situación mejor para él, llévalo a tu casa —dijo la carnala que menos lo atendía.
Yo estaba por divorciarme y al fin se dio la separación. Perdí la casa y la custodia de los niños: quedaron en manos de ella, mi ahora ex. Tuve que a llevar un camastro y hacerme un espacio en el cuartucho del anciano.
Ronca mucho y despierta de madrugada. Además, le hieden los pies. Los mete en agua hervida con yerbabuena, pero la pestilencia sigue. Ha probado toda suerte de pomadas contra los hongos. Le digo que el problema son las botas con casquillo de acero que siempre ha usado; le queman. Pero él dice que lo protegen de los machucones, como si todavía anduviera detrás del volante de su camionsote Ford de 12 toneladas, cargado de fierros.
Toda una vida al volante le marcó en el cerebro y hace de cuenta que sigue circulando por la ciudad, entregando los fierros que siempre entregó. De su vida como chofer son todas sus platicas, y yo le sigo la corriente, aunque luego calla y se da cuenta de que me da lo mismo:
—Nomás me tiras de a loco, ni atención prestas a mis decires.
—Cómo de que no, si me estaba contado de la vez que halló una víbora en el rancho, junto a la puerta de golpe…
—¿Ves cómo te cacho en la mentira? Te contaba de cuando era chofer, recabresto…
Nada tonto el viejo, mi padre. Pero aburrían sus cuentos de siempre, los reproches a su padre, las maldiciones a su madrastra que mala vida siempre le dio, los temporales que padeció, el hambre que siempre sintió, aunque comiera hasta casi el empacho…
Me dio por salirme.
Me entretenía platicando con el taquero, con la de la panadería, con el del camión de la basura, al que le dio por apersonarse calle por calle ya cerca de la medianoche. Aun así, todavía alcanzaba despierto a mi padre, pero ya le quedaba poca cuerda y casi enseguida se dormía, cansado de tanto manejar su Ford 12 toneladas.