Mucho antes de imaginarme viviendo en un pueblo de usos y costumbres en el valle de Oaxaca, y mucho antes de que mi escritura empezara a girar en torno a los encuentros culturales, un día quedó grabado en mi mente como un momento crucial que le daría dirección a mis decisiones posteriores.
Primavera de 1985, norte de California. Había salido el sol, las clases habían terminado y el ambiente en el campus de mi universidad era festivo. Los estudiantes pasaban en bicicleta a toda velocidad, los frisbees volaban por el aire y todo el mundo estaba sentado en el pasto comiendo, bebiendo y riendo, el ánimo por las nubes.
En el patio principal, un grupo se había reunido con un motivo más serio. Unos cincuenta jóvenes formaban un círculo de protesta contra la política de apartheid y exigían que nuestra universidad dejara de invertir en Sudáfrica. Al centro de este núcleo de activismo alborotado, me sorprendió ver que la cantante Joan Baez había venido a brindarles inspiración.
Me detuve un instante a escuchar a la famosa guerrera de la justicia social antes de seguir mi camino hacia una charla de otra figura de cierto renombre, una escritora a la que había estudiado. Aun así, de momento no pude evitar preguntarme qué lugar me correspondía. Estaba a punto de graduarme de la universidad, mi futuro no estaba escrito, estaba ansioso por saltar al mundo y dejar mi huella. ¿Por qué iba a una charla de una escritora de mundos ficticios cuando podría estar trabajando para mejorar el mundo real?
Las ventanas estaban abiertas y podíamos oír a los ruidosos estudiantes, cantando en solidaridad con los oprimidos del mundo
Continué hacia el salón, donde aquella tarde soleada se habían reunido apenas diez o doce estudiantes. La escritora era sorprendente: una mujer modesta, corpulenta, con ceño fruncido y aspecto de abuela, sentada en una silla al frente. En aquella época, era conocida por sus ingeniosos relatos cortos, pero aún no gozaba del reconocimiento que alcanzaría por su larga y asombrosa carrera. Se llamaba Grace Paley.
Las ventanas estaban abiertas y podíamos oír a los ruidosos estudiantes, cantando en solidaridad con los oprimidos del mundo. ¿Sólo van a ser un puñado de revolucionarios de sillón?, gritaba Joan Baez, y los estudiantes respondían: ¡No!
¿Lo hacen de corazón? Y los estudiantes: ¡Sí!
Me pregunté si yo era un revolucionario de sillón.
Entonces habló la escritora. Probablemente se pregunten qué hacen aquí conmigo, dijo, cuando podrían estar afuera. Bueno, es cierto: deberían estar ahí fuera. Pero ya que están aquí, hablemos un poco.
Continuó hablando de su historia: hija de inmigrantes judíos rusos, había crecido entre la clase trabajadora del Bronx y se había pasado la vida luchando por los derechos civiles, por el fin de la guerra de Vietnam, por el desarme nuclear, atacando la injusticia. Cuando tenía oportunidad, escribía historias sobre la gente de su barrio, historias que se harían legendarias por su claridad, su humor, su penetrante mirada a la dinámica social de los hombres y las mujeres.
Dijo que cada vida es, de alguna manera, una vida política. Y cada línea de escritura es un acto político. Lo mejor de la escritura es que ilumina cómo la gente se ama, se domina, cómo forja su propio camino a la sombra de las presiones y expectativas de la sociedad. La escritura investiga, revela, deconstruye.
Mientras su charla sobre la escritura se unía con el sonido de la protesta en un solo sueño revolucionario, empecé a sentir que estaba exactamente en el lugar en el que debía estar. Escribiría, decidí, y no sería un escritor de sillón.
El escritor permanece necesariamente solo en una habitación, mirando una página o una pantalla, a menudo sordo a las palabras del exterior, atento a la voz interior. Esperamos, y también dudamos, que quien lea nuestro trabajo pueda sentirse profundamente conmovido o motivado para actuar, o tener la esperanza de vivir de una manera mejor. Nos preguntamos si nuestras palabras son lo suficientemente buenas o fuertes. Incluso si lo son, ¿pueden cambiar el mundo?
Grace Paley terminó de hablar. Es todo lo que tengo que decir. Vayan afuera.
Y me dirigí afuera.