Quedé con mi querido amigo Joe para desayunar y, extremando las precauciones para no retrasarme, llegué al café de Coyoacán 20 minutos antes de la hora. Me instalé con toda calma en una mesa del jardín interior, ordené un capuchino, me ceñí el abrigo para que el frío no se colara bajo mis ropas y me dispuse a esperar a que él llegara.
Apareció muy puntual, con su encantador acento extranjero y su sonrisa cálida, y se sentó frente a mí, de espaldas a la entrada. La culpa me asaltó al instante: ¿habré sido desconsiderada al ocupar el asiento que domina la vista del lugar dejándole a él la incómoda sensación de la retaguardia expuesta? Decidí no darle importancia al asunto, después de todo, él no había mencionado nada. Ordenamos el desayuno cuanto antes y, por fin, procedimos a ponernos al día con las nuevas propias y ajenas.
Que ha tenido un resfriado de pesadilla, pero que al fin ha cedido; que ha sido jurado en un par de concursos literarios que lo obligaron a leer como endemoniado 12 novelas cortas en tan solo dos semanas; que coincidió en un evento con una escritora consagrada que está perdiendo la memoria a velocidad de pasmo…
Lo que yo le platico es mucho menos glamoroso, pero él me escucha con generosa atención: que los niños salieron de vacaciones antes de lo esperado debido a un repunte de casos del virus en su escuela y que mi agenda se ha visto completamente trastocada por ese imprevisto; que me han invitado a participar con una pequeña colaboración semanal en un periódico electrónico y que me agobia la idea de no poder cumplir con las entregas puntualmente; que el gato escapó por la ventana la otra noche y que ha vuelto a casa contagiado de un obstinado hongo dérmico… En eso estamos cuando aparece el camarero llevando una bandeja en la que tintinean las copas de jugo, las tazas de café y dos humeantes platos de chilaquiles.
Es lunes y mi sombrita lo sabe. pic.twitter.com/uEzGbP1rw6
— Claudia Duclaud (@ClaudiaDuclaud) June 27, 2022
—Si te incomoda estar de espaldas a la puerta, podemos cambiar de silla —le ofrezco a Joe al notar que se ha vuelto un par de veces hacia atrás.
—¿De qué hablas? Yo no tengo enemigos —me dice con la seguridad de quien no guarda cuentas pendientes y arremete contra sus chilaquiles verdes antes de que vayan a enfriarse.
En cambio, yo dejo el tenedor a medio camino y me quedo pasmada. En mi cabeza resuena su afirmación y se convierte en un espejo que me encara y me pregunta: Y tú, ¿tienes enemigos?
Hago un repaso rápido de las pocas personas con las que alguna vez he tenido un desencuentro importante, un enfrentamiento o un intercambio de mentadas de madre. No encuentro nada de llamar la atención. Ninguno de esos episodios ha ameritado algo más allá de un distanciamiento, temporal algunas veces, definitivo otras, pero nada tan grave como para que en mi pecho se instalara el encono y supongo que a mis contrapartes les habrá ocurrido lo mismo. Así que no, concluyo: no tengo enemigos.
Suspiro aliviada y me dispongo a dar el primer bocado a mi almuerzo cuando recuerdo a ese adversario vil, ese monstruo de mil caras que se apersonó apenas la tarde anterior para dejarme saber que sí, que él es mi enemigo, desde siempre y para siempre: el abominable machismo.
Manejaba hacia la escuela de mis hijos cuando mi teléfono celular enloqueció con el tono que avisa sobre las notificaciones de Instagram; uno detrás de otro entraron tres, diez, veinticinco, cuarenta mensajes. No podía distraerme para ver de qué se trataba y debí esperar a que me tocara la luz roja en el semáforo para revisar el aparato. No era una misma persona, como había supuesto, que me estuviera mandando fotos o platicándome algo en frases cortas en lugar de un único mensaje largo. Eran varios de mis contactos escribiéndome casi al mismo tiempo. La certeza de que algo raro estaba pasando me hizo dar un volantazo fuera de la vía rápida hacia la primera calle en que pude orillarme y apagar el auto. “Clau, ¿tienes cuenta de OnlyFans o ya te plagiaron”. “Amiga, creo que otra vez abrieron un perfil falso con tu nombre”. “Perdona que me atreva a escribirte, no nos conocemos, pero te sigo y me parece que alguien está robando tus fotos para una cuenta falsa”.
El calor me subió en oleadas hasta la cara. Todos los mensajes me alertaban sobre lo mismo, algunos incluían capturas de pantalla de lo que publicaba el usurpador: imágenes mías en traje de baño, robadas de mi perfil de Instagram, insinuando que habría nudes para quien se suscribiera.
Esta no era la primera vez que alguien se tomaba el tiempo (y la libertad) de robar mis fotos y usar mi nombre para abrir cuentas falsas: hace un par de meses lo hicieron no sólo en Instagram, sino también en aplicaciones para buscar pareja como Tinder y Bumble y, lo mismo que esta vez, fueron mis contactos quienes me alertaron y me ayudaron a reportar lo que estaba pasando para que las cuentas fueran dadas de baja; pero esta vez habían llegado más lejos, pues la publicación de mis fotos en bikini incluía una invitación a suscribirse —previo pago de la correspondiente cuota, claro estaba— y la promesa insinuada de tener acceso a fotos en las que el bikini tal vez ya no estaría ahí para estorbar al ojo curioso del espectador.
No tengo una cuenta OnlyFans porque no quiero, pero no porque piense que sea algo malo; en cambio, podría apostar que quien ha estado haciendo uso de mi imagen para abrir cuentas de esta naturaleza lo hace con la intención de humillarme, porque en su escala de valores buscar pareja en las redes o publicar fotos en traje de baño son conductas indignas y reprobables que colocan a la mujer un cartel con cuatro letras sobre su frente. El despreciable tramposo no puede estar más equivocado.
En primer lugar, porque acosándome de esta forma únicamente demuestra que algo dentro de su estructura de pensamiento le hace cortocircuito y es incapaz de procesar la idea de que una mujer que es madre, esposa y escritora pueda también sentirse a gusto con su cuerpo y su apariencia, estar orgullosa de ello e incluso postear imágenes en sus redes sociales del mismo modo en que publicamos las cosas que nos parecen bellas, nos emocionan o ansiamos compartir con el mundo, como los atardeceres, las flores, nuestras mascotas o los platos que disfrutamos comer. Algún prejuicio o tal vez un arraigado trauma de nuestro estafador hacen que la imagen de una mujer lectora le resulte incompatible con la imagen de la sexy fémina en bikini o en su rutina de pesas en el gimnasio. Lo lamento, siento muchísimo venir con mi realidad a echar por tierra sus prejuicios.
Y, en segundo lugar, la estrategia que Don Timador ha elegido para tratar de humillarme (además de ser retrógrada) no podría estar más errada. Estoy convencida de que las mujeres que se deciden a abrir una cuenta OnlyFans son empresarias valientes y esforzadas que se comprometen con su proyecto y lo abordan con la responsabilidad y empeño que cualquier trabajo demanda: son disciplinadas, tienen admirables hábitos alimenticios, se apegan rigurosamente a los patrones de sueño y ejercicio que ellas mismas se han impuesto, invierten tiempo y dinero no sólo en el cuidado de su cabello y su piel, sino también en maquillistas, locaciones, sesiones de fotos, outfits para toda ocasión y un larguísimo etcétera que estoy segura de que quienes no lo vivimos ni siquiera podemos imaginar, del mismo modo que no conocemos los gajes del oficio o profesión que no son nuestros. Por eso, a las amigas que tienen cuentas OnlyFans con sincera admiración les digo: son ustedes unas chingonas.
Si el acomplejado mentiroso cree que haciendo este tipo de cosas me humilla en realidad se humilla solo, pues evidencia su cerrazón mental y su absurda mojigatería, además, claro está, de su total falta de ética. Y a él, al macho acosador que sistemáticamente fisgonea mis cuentas y roba mis imágenes, hago llegar este mensaje: hace falta mucho más que eso para disuadirme de continuar compartiendo en mis redes sociales lo que me venga en gana; ojalá me abras más cuentas falsas, porque tanto más lo hagas, más bikinis me pondré y con mayor afán voy a escribir para que tu contrariedad crezca sin parar y, con un poco de suerte, te explote en la cara y te coloque de una vez por todas en el siglo XXI en el que, te aviso, vivimos.
Los chilaquiles se han enfriado en mi plato en tanto que mi querido amigo Joe ya ha terminado el suyo. Que qué tanto pienso, me increpa, que no he probado un bocado y que si no los quiero, mejor se los puedo ir pasando, porque nadie desaira un plato de chilaquiles en su presencia. Le sonrío y doy un largo sorbo a mi café. Tomo el tenedor, comienzo a comer los chilaquiles fríos; luego, con una sonrisa le digo que yo sí, que yo sí tengo un enemigo y que, aunque no es pequeño, no le tengo miedo.