El aniquilamiento del pueblo palestino ha sido puesto en marcha de forma incremental. En 2006, el ejército israelí asesinó a 665 civiles palestinos; en 2008, asesinó a 882; en 2009, asesinó a 1,035; en 2014, asesinó a 2,271; en 2018, a 291; en 2021, a 314 civiles. Ahora en 2023, en tan solo dos meses, por lo menos 14,000 palestinos han sido asesinados. Digo “por lo menos” porque incluso el presidente Joe Biden ha declarado que los números reportados son conservadores.
Las muertes israelíes, no necesito decirlo, son igual de importantes; pero en contraste, se han mantenido en un cierto rango, salvo por 2023. En 2006, la resistencia palestina asesinó a 17 civiles israelís; en 2008, asesinó a 24; en 2009, asesinó a 3; en 2014, asesinó a 18; en 2018, a 7; en 2021, a 9 civiles. Ahora en 2023, es difícil saber el número con precisión porque, en un inicio, se hablaba de 1,400 muertos y ahora la cifra ha cambiado a 1,200 (New York Times, Israel actualizó la cifra de muertos en los atentados de Hamás. Esto sabemos. 13 nov 2023), de los cuales Israel manifiesta que 846 eran civiles.
La masacre que empezó el pasado 7 de octubre ha puesto de manifiesto la ausencia de principios y la hipocresía que existe entre los líderes más importantes de aquella parte del planeta que llamamos “primer mundo”; también expone la falta de seriedad de medios de comunicación occidentales. Algunos defienden que todas las opiniones son válidas, o por lo menos dignas de ser escuchadas. Sin embargo, el recuento de los hechos tiene otra lógica y no todo recuento es válido. Revisar la historia que subyace al conflicto —a lo largo de los más cien años que lleva cumplidos—, toma tiempo. La narrativa ha sido distorsionada y reinterpretada más de una vez; pero, como decía Umberto Eco, no toda interpretación es pertinente.
Por décadas, la narrativa oficial en occidente ha sostenido que Israel es una democracia. Que tiene derecho a defenderse y que, efectivamente, no hace más que eso: defenderse de grupos árabes terroristas. Qassam o Hamás, Hizballah o Hezbollah, la Jihad Palestina, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), Fatah (éstas dos últimas comprometidas, en su momento, con la solución de dos estados). Sin embargo, ¿qué pasa cuando vemos los números hoy en día? El 26 de noviembre de 2023, Lauren Leatherby publica un artículo en el New York Times —periódico que históricamente se ha posicionado como aliado de Israel— titulado Los civiles de Gaza, bajo el bombardeo israelí, están siendo asesinados a ritmo histórico (Gaza Civilians, Under Israeli Barrage, Are Being Killed at Historic Pace). Se reportan, de manera conservadora, 14,000 civiles asesinados en Gaza, de entre los cuales 10,000 son niños y mujeres. Esto es más del doble de los niños y mujeres reportados asesinados en Ucrania, luego de dos años de guerra, pero en tan solo menos dos meses. Es el doble de civiles asesinados, en comparación con las fatalidades del primer año de invasión a Irak por los Estados Unidos en 2003. Son más de los 12,400 civiles asesinados en Afganistán, durante la guerra de 20 años. No hay guerra con la que se pueda comparar la velocidad y eficiencia con la que el ejército de Israel asesina personas. Me pregunto, ¿quién se defiende de quién?
Voceros del gobierno israelí afirman que su objetivo es Hamás, no la población de Gaza, y que la mayoría de los muertos son terroristas (imagino que Usted estará de acuerdo con que los niños asesinados no eran terroristas). Agregan que esto es una “guerra” necesaria para su propia existencia, dada la amenaza de Hamás. Sin embargo, una guerra se libra entre dos potencias (definición de la RAE), o dos fuerzas que pueden tener acceso a los mismos medios de defensa y ataque (como ha pasado en la guerra contra Ucrania, que recibe un potente apoyo armamentístico).
Lo que está pasando en Gaza no es más que un genocidio. Un genocidio incremental que no sucede desde hace dos meses, sino desde hace años: el 95% de los muertos en el conflicto en los últimos 10 años, son palestinos, y el 5% israelís (de acuerdo con los números reportados por la organización Israelí de Derechos Humanos B´Tselem, que es también conservadora). Ante estos números, el Coronel israelí Conricus, vocero del ejército israelí, argumenta que se tienen que “usar bombas aún más grandes”. ¿La seguridad de unos debe costarle la vida a cientos de otros? ¿Cuál es el límite en esta “regla” que parece imperar en el mundo occidental? ¿Hay seres humanos cuya seguridad y vida es más valiosa que la seguridad y la vida de otros? La respuesta a esta última pregunta parece obvia, pero los hechos no lo reflejan. ¿43 palestinos valdrán un israelí, si seguimos la lógica de las estadísticas que abren este texto y donde la escala en muertes palestinos-israelís es 43:1?
Entre el primero de enero de 2001 y el 20 de noviembre de 2023, Hamás y otros grupos armados palestinos como la Jihad Palestina, dispararon casi 28,800 cohetes y 3,700 proyectiles a Israel; con ello, fueron asesinadas 69 personas en los últimos 23 años (incluyendo 4 niños israelís y 2 niños palestinos), así como algunas vacas y 2 cabras (Human Rights Watch; Jewishvirtuallibrary.org; United Nations Office for the Coordination of Humanitarian Affairs). Es decir, 3 personas por año. Esto no quiere decir que 3 personas sean pocas, todos quisiéramos que no muriera nadie, ni siquiera los animales reportados, y menos aún los niños. Aun así, estos datos me orillan a negar rotundamente la posibilidad de que Hamás fuera capaz de asesinar, con un solo cohete, a 500 personas dentro del Hospital Al Ahli. Habría roto su récord de destrucción de 23 años en un solo golpe, y por setecientos por ciento. Más allá de eso, los productos con los que Hamás y la Jihad Palestina elaboran sus armas, están al alcance de cualquier persona: básicamente fertilizantes y azúcar. Por supuesto que con ello no quiero decir que no ocasionan daños; ocasionan muertes. Pero de ninguna manera producen la devastación que vemos en el video del Hospital Al Ahli. Históricamente, Hamás ha reconocido —y exigido la atribución de— todos los ataques perpetrados por la organización. Ello también me lleva a dudar por qué únicamente en esta ocasión elegiría no reconocerlos. Todo lo contrario, Hamás ha declarado públicamente que “Afirmamos categóricamente la falsedad de las acusaciones fabricadas promovidas por algunos medios de comunicación occidentales, que adoptan de manera poco profesional la narrativa sionista llena de mentiras […], la última de las cuales fue la afirmación de matar niños, decapitarlos y apuntando a civiles […]”. Por otro lado, hasta la fecha no se han presentado pruebas relacionadas con la decapitación de bebés o niños. Ningún periodista afirma haber visto indicio alguno; aunado a esto, incluso el presidente Biden niega haber tenido pruebas que lo confirmen. A pesar de ello, es innegable que el ataque de Hamás del pasado 7 de octubre, no tiene precedente; ha sido el más violento en la historia de la organización. ¿Por qué?
Personalmente, no tengo inclinación alguna que me lleve creer las mentiras o verdades del gobierno de Israel, de diversos periodistas, de organizaciones palestinas o israelíes, entre otros. Tiendo a estudiar la información disponible, observar cómo se han comportado los actores a lo largo de la historia, y creer aquello que me parece más posible y probable. Propongo recorrer la historia con ojo crítico, para entender cómo se ha llegado a la tragedia actual. Estoy convencida de que solamente la recuperación de la memoria y el reconocimiento de los hechos, pueden aportar una base sólida para siquiera intentar acercarse a una solución.
En mi caso, este tema me interesó desde muy joven. O más bien, fue relevante en mi entorno cercano desde niña. Mi segundo apellido, Abdo, es árabe. Mi bisabuelo materno, Juan Abdo, nació en Beirut, aunque su padre era de Acre —ciudad costera palestina— y migró al Líbano como consecuencia de la ocupación israelí. En México, se casó con mi bisabuela Louise Bacha, mitad libanesa, mitad francesa. Se asentaron en la capital, donde establecieron un negocio de textiles en el centro de la ciudad. Pocos años después de la Guerra de los Seis días, miembros de la familia Abdo migraron a México: Negib, Elena y Carmen. A la fecha, ya no tenemos contacto con los que se quedaron ni en Beirut, ni en Acre.
Para mí, fue impresionante entender que los más de veinte años de ocupación por parte de Israel en Líbano, tenía como fundamento y foco central la presencia de los palestinos en ese país. En 1972, luego de convencer al gobierno de los Estados Unidos de que otorgara su apoyo político, económico y armamentístico —con la narrativa de que era necesario acabar con el llamado “terrorismo” palestino—, Israel llevó a cabo su primera incursión por tierra. En 1974, la incursión fue aérea. El ejército de Israel bombardeó y destruyó completamente un campo de refugiados palestino dentro del Líbano. En 1976, Ariel Sharon apoyó de manera encubierta (mediante la entrega de armas a los Falangistas) una de las masacres más sangrientas en contra de refugiados: la del campo Tal al-Za´tar, en la que dos mil personas fueron asesinadas (ahí se refugiaban 20,000 palestinos y 10,000 libaneses chiitas del sur). En 1978, el ejército de Israel invadió el sur del Líbano, y lo volvió a hacer en 1982, cuando formalmente inició la guerra contra Líbano bombardeando Beirut.
Personalmente, no tengo inclinación alguna que me lleve creer las mentiras o verdades del gobierno de Israel, de diversos periodistas, de organizaciones palestinas o israelíes, entre otros. Tiendo a estudiar la información disponible, observar cómo se han comportado los actores a lo largo de la historia
Desde los años veinte, empezó a alimentarse la narrativa de que los palestinos le tenían odio al pueblo judío, y eventualmente la palabra “palestino” casi equivaldría a “fanático” y “terrorista”. Sin embargo, a pesar de que Israel sostenía que iba solamente en contra de los militantes y líderes de la OLP, su estrategia no fue de acupuntura. Únicamente entre junio y agosto de 1982, fueron asesinados alrededor de 19,000 personas, de las cuales el 84% eran civiles libaneses y palestinos, y 30,000 resultaron heridos (United Nations, The Question of Palestine; Rashid Khalidi, The Hundred years´ War on Palestine; Reporte de Seguridad General de Líbano; ver masacres de los campos de refugiados de Sabra y Shatila).
La guerra en el Líbano tuvo importantes consecuencias políticas de largo plazo; de entrada, cierto rencor de parte de los libaneses hacia la OLP, pues Líbano se vio seriamente afectada por la presencia palestina. En ese sentido, Israel logró el objetivo de que Yasser Arafat y la OLP se debilitaran y perdieran el apoyo de Beirut y sus militantes tuvieran que exiliarse. Sin embargo, al mismo tiempo, la incursión israelí ocasionó que la guerra civil en el Líbano se intensificara y, eventualmente, que Hizballah o Hezbollá se levantara en armas (Aijaz Ahmad, Empire comes to Lebanon) tras la frustración de ver morir a cientos de sus connacionales chiitas en campos de refugiados que eran compartidos con palestinos. Estados Unidos se vio también afectado; el pueblo libanés lo percibía como un apoyo para Israel y bombas suicidas explotaron en la Embajada Americana de Beirut, en los cuarteles de los Marinos americanos y de tropas francesas. Varios americanos fueron secuestrados y algunos fueron asesinados.
Vayamos mucho más atrás, 1917 cuando se firmó la Declaración de Balfour. El gobierno británico se comprometió a crear una nación para el pueblo judío, a través de un texto que nunca menciona a la población árabe palestina, a pesar de que representaba casi el 94% de los habitantes del territorio en ese momento. El documento solamente hace referencia a “comunidades no judías” y, más adelante, cuando en 1922 la Declaración de Balfour fue ampliada, hace un reconocimiento de la conexión histórica entre el pueblo judío y Palestina. Sin embargo, no menciona la conexión de esa tierra con ningún otro pueblo o cultura —ni el paso de los otomanos, ni los bizantinos y cruzados, aún menos los Califatos o filisteos—; pareciera que la Declaración de Balfour, de alguna manera, hizo realidad una falsedad histórica que se usó una y otra vez por parte del movimiento sionista y de quienes lo apoyaban, incluyendo los cristianos y teólogos que estudiaban el concepto de la tierra sagrada o prometida y el regreso de los judíos a ésta: “Una tierra sin un pueblo para un pueblo sin tierra”.
El movimiento sionista, que inició en el siglo XIX, usó como premisa fundamental para reclamar el derecho sobre la tierra Palestina la afirmación de que todos los judíos eran descendientes de aquellos que vivieron ahí durante la era romana —el movimiento sionista convirtió al antiguo testamento en el texto principal judío, otorgándole una carga de historia política que implicaba soberanía sobre palestina, cosa que no sucedía en el judaísmo pre sionista (Ilan Pappe, Ten Myths About Israel) —. De ahí siguió la idea de que todos los judíos debían volver a esa tierra. Y, por último, poco a poco se fue sosteniendo la premisa de que el movimiento sionista representaba a todos los judíos del planeta, a pesar de que, en ese momento y durante algunas décadas, representara solamente a una pequeña minoría dentro la comunidad judía europea (Ilan Pappe, Ten Myths About Israel; Joseph Massad, The Persistence of the Palestinian Question: Essays on Zionism and the Palestinians).
Sin embargo, judíos no sionistas consideraban que el sionismo no era viable. Por un lado, porque el antisemitismo corría el riesgo de aumentar, pues se consideraría que los judíos pertenecerían a un solo país al cual tendrían que volver y quedarse (el rabino Kaufman Kohler consideraba que la idea de que palestina fuera el hogar de todos los judíos, “los despojaría de hogar en todo el resto del gran mundo”). Además, dependerían del poder militar británico y de la buena voluntad de Gran Bretaña, para volver y quedarse en Palestina.
Theodor Herzl, conocido como el padre del sionismo, tenía buenas razones para pensar que los judíos necesitaban un lugar seguro. Se daba cuenta del antisemitismo rampante en Europa y creía que los judíos jamás podrían realmente formar parte o asimilarse dentro de las sociedades en las que vivían y nacían, a lo que llamó el “problema judío”. Para Herzl, la única solución posible era la fundación de un estado judío en Palestina: solo judío, como lo muestran algunas de las entradas de su diario: “Tenemos que expropiar lentamente la propiedad de las tierras asignadas. Debemos tratar de empujar a la población pobre al otro lado de las fronteras, procurando que tengan trabajo en esos países, mientras les negamos trabajo en nuestro país. Los propietarios de tierra se pondrán de nuestro lado. Tanto el proceso de expropiación como la extirpación de los pobres, debe llevarse a cabo discreta y cautelosamente”. (Theodor Herzl, Complete Diaries). Y aunque Herlz tenía razón en cuanto al peligro del antisemitismo en Europa, una fuerte corriente judía apostaba y siempre apostó por la asimilación. De ninguna manera les parecía justificable una solución que conllevara la colonización en forma de asentamiento (Settler Colonialism), intención que puede constatarse entre los sionistas desde ese entonces.
Por ejemplo, Rashid Khalidi cita una carta de Theodor Herzl a Yusuf Diya Pasha al-Khalidi, de 1899: “Es el bienestar de la población [palestina], su riqueza individual, la que vamos a aumentar al traer la nuestra […]. Permitiendo la migración de un número determinado de judíos que traerán su inteligencia, su riqueza financiera y sus medios de producción al país, nadie puede dudar que el bienestar del país entero será el feliz resultado”. (Carta de Theodor Herzl a Yusuf Diya Pasha al-Khalidi, marzo 19 de 1899, From Heaven to Conquest: Readings in Zionism and the Palestine Problem). El mismo Rashid Khalidi compara este lenguaje con el del colonialismo europeo, y hace un paralelo con una carta del Virrey Lord Curzon en India: “un poco de justicia o felicidad o prosperidad, un sentido de hombría o dignidad moral, una pizca de patriotismo, un inicio de iluminación intelectual, o de sentido del deber, donde antes no existía – eso es suficiente, esa es la justificación de los ingleses en India” (Lord Curzon in India: Being a Selection from His Speeches as Viceroy and Governor-General of India, 1898-1905, London, Macmillan, 1960).
Cuando el movimiento sionista le pidió a Mahatma Gandhi su apoyo para el proyecto de un estado judío en Palestina, la respuesta fue radical: “aunque los judíos han sufrido terribles injusticias y simpatizo completamente con ellos” (que es la parte del texto que normalmente es citada por sionistas), “Palestina es de los árabes de la misma manera que Inglaterra es de los ingleses y Francia de los franceses. Es incorrecto e inhumano imponer a los judíos sobre los árabes […] Sería un crimen contra la humanidad […]”. La palabra que usa Gandhi en su respuesta, “imponer”, me lleva a preguntarme qué hubiera pasado si, en lugar de una imposición, hubiese sido una pregunta. Los judíos palestinos vivían con los árabes palestinos sin conflicto alguno. ¿Por qué no pedir que Palestina recibiera a los judíos que estaban siendo perseguidos en Europa?
Ilan Pappé da cuenta de anécdotas registradas en diversos diarios sionistas, de la convivencia entre palestinos árabes y los primeros colonos judíos. Campesinos y terratenientes palestinos los recibieron sin empacho alguno. Les ofrecieron trabajo y les enseñaron a cultivar la tierra (Ilan Pappe, Settler Colonialist y Ten Myths on Israel). Sin embargo, el movimiento sionista ya liderado por David Ben-Gurion, tenía como objetivo abolir la llamada “arvoda arabit” o labor árabe, y generar trabajo únicamente para el pueblo judío (Gershon Shafir, The Second Aliyah). Para Ben-Gurion, la labor árabe o trabajo árabe, era una enfermedad putrefacta y mortal a erradicar —él mismo describió a los campesinos palestinos como Beit mihush, es decir, “un semillero infestado de dolor” —; durante la segunda gran migración judía —Segunda Aliyah, entre 1904 a 1914—, comunidades cerradas y amuralladas empezaron a alzarse, dividiendo a los dos pueblos. A pesar de esto, muchos judíos seguían trabajando con palestinos, lo que eventualmente llevó a la creación de políticas de desincentivación y castigo.
Tras esta situación y luego de enterarse del contenido de la Declaración de Balfour en 1919 —porque, irónicamente, los palestinos fueron los últimos en enterarse de dicha declaración emitida en 1917, ya que las autoridades británicas habían prohibido la impresión de periódicos locales—, los palestinos votaron una negativa a recibir más migrantes judíos en el país, a través de una Conferencia Nacional. Algunos apoyaban la idea de que Palestina se adhiriese a Siria, y otros preferían que se mantuviera como Palestina. Pero ninguno de ellos estaba de acuerdo en convertir a Palestina en un estado judío. Aun así, y en contra del derecho de autodeterminación de los pueblos —recordemos que, para ese momento, la mayoría avasalladora era árabe—, el gobierno británico continuó apoyando al movimiento sionista. Y no por altruismo, sino primordialmente por un sentimiento europeo profundamente antisemítico y el deseo de reducir la población judía en Europa. La idea fue también apoyada desde el inicio, pensando que la presencia de los judíos y su riqueza en esa zona debilitaría al Imperio Otomano, entre otras razones geopolíticas (Shlomo Sand, Invention of the Jewish People; Vol. 64 de The London Quarterly Review).
Durante las primeras dos décadas de ocupación británica, se dieron diversas represiones violentas en contra de la resistencia palestina, y muchos palestinos fueron expulsados de sus tierras al ser acusados de cometer actos violentos de resistencia. También, poco a poco, campesinos palestinos iban vendiendo sus tierras y, de esa manera, perdiendo su sostén. En 1928, los palestinos estuvieron de acuerdo con que los colonos judíos tuvieran la misma representación en los futuros cuerpos representativos del país, cosa que rechazó el movimiento sionista y llevó a mayores disturbios y muertes, incluyendo la masacre de judíos en Hebrón (Ilan Pappe, The Ethnic Cleansing of Palestine).
La primera partición del territorio palestino en dos estados derivó de la opresión continua por parte de las autoridades británicas, ocasionando el estallido de una huelga masiva de palestinos en 1936. Para intentar “solucionar” la situación, en 1937 Gran Bretaña declararía que el 17% del territorio palestino conformaría un estado judío. 200,000 árabes fueron expulsados, de manera forzosa, de ese territorio. El resto de palestina no se declaró estado árabe, sino que se mantuvo bajo mandato británico. Las revueltas y la represión posterior implicaron, para 1939, la muerte, exilio y encarcelamiento del 10% de la población árabe adulta (Walid Khalidi, From Heaven to Conquest).
Para entonces, todavía nadie había mencionado abiertamente la intención de crear un estado judío en todo el territorio. Ello ocurrió hasta 1942, en el hotel Biltmore de Nueva York. Por vez primera, el movimiento sionista declaró abiertamente su intención de convertir a toda Palestina en un solo estado judío. Poco después, en parte como respuesta al horror del Holocausto, este movimiento ya contaba con el apoyo del presidente Harry Truman (aunque Estados Unidos no le entregó armamento ni apoyo económico considerable hasta la década de los 70). En 1944, Churchill también se unió al movimiento, y se creó una Brigada Judía de la Armada Británica. Sin embargo, para el año 1945 el movimiento sionista estaba aún lejos de lograr su sueño, pues había logrado adquirir solamente el 7% de la tierra palestina.
El siguiente gran paso vino en 1947, cuando el gobierno británico dejó en manos de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el llamado “problema palestino”. Se creó la UNSCOP, una comisión especial sobre Palestina, mayoritariamente norteamericana y soviética, la cual adoptó la Resolución de Partición que dividiría el antiguo Mandato Palestino de Gran Bretaña en dos estados con efectos a mayo de 1948. Sin embargo, el 17% otorgado al pueblo judío había quedado atrás. En esta ocasión, 56% del territorio palestino fue asignado al Estado de Israel a pesar de que, para esa fecha, dos tercios de la población era árabe, y a pesar de que el principio de autodeterminación de los pueblos se había reconocido para todos los demás países de Medio Oriente (excepto para la nación Kurda), después de la Segunda Guerra Mundial.
Llegado el verano de 1949, la Nakba o Catástrofe, la primera fase de la limpieza étnica, había tenido lugar: alrededor del 80% de la población árabe del territorio designado como Estado de Israel, había sido expulsada de sus hogares y había perdido sus tierras y propiedades (Nur Masalha, Expulsión de los Palestinos; Rashid Khalidi, La Guerra de Cien Años a Palestina), y 720,000 palestinos habían huido al Líbano, Siria, Jordania y Egipto, convirtiéndose en refugiados, para evitar ser masacrados. Alrededor 160,000 palestinos lograron evitar la expulsión y se convirtieron en ciudadanos de Israel, pero bajo un régimen militar estricto.
La Nakba no fue un abandono voluntario, como narran algunos textos y propaganda sionista, sino el resultado del llamado Plan Dalet o Plan D (Ilan Pappe, La limpieza étnica de Palestina; Irene Gendzier, Dying to forget: Oil, Power, Palestine and the Foundations of US Policy in the Middle East), Plan que describe algunos de los métodos utilizados por el ejército de Israel: “Destrucción de las aldeas (prender fuego, hacer estallar y plantar minas en los escombros), especialmente en los centros poblacionales que son difíciles de controlar constantemente […]. Llevas a cabo operaciones de búsqueda y control conforme a lo siguiente: rodear la aldea y conducir una búsqueda dentro de la misma. En caso de resistencia, la fuerza armada debe ser destruida y la población debe ser expulsada fuera de las fronteras del Estado”. 531 aldeas fueron destruidas y 11 zonas urbanas fueron vaciadas en un periodo de 5 meses; hombres y niños de diez años y más fueron encarcelados en campos de trabajo forzados, y personas fueron violadas y masacradas (Ilan Pappe, La limpieza étnica de Palestina). Sin embargo, la narrativa oficial israelí afirma que los palestinos se fueron y decidieron convertirse en refugiados, porque los líderes del mundo árabe los convencieron de abandonar su país a fin de que los ejércitos árabes pudieran expulsar o aniquilar a los judíos, y así posteriormente los palestinos pudieran volver a su tierra. El problema es que no hay un solo historiador o investigador serio que avale esta versión. Todo lo contrario; diversos reportes confirman que las razones primordiales de la Nakba fueron la expulsión, el miedo y la intimidación. Aunado a esto, no existe prueba o indicio alguno de que los líderes árabes llamaran a los palestinos a abandonar Palestina y convertirse en refugiados, o de que ofrecieran expulsar a los judíos (Shay Hazkani, Catastrophic thinking: did Ben-Gurion tried to re-write history?; Ilan Pappe, Then Myths About Israel).
Parte de las tierras robadas a los Palestinos conformaron nuevas colonias judías y otras conformaron el Fondo Nacional Judío, cuya regla más importante establece que esas tierras solamente pueden ser usadas para beneficio de personas judías. No pueden ser readquiridas ni aprovechadas por nadie más, ni siquiera sus antiguos dueños podrían readquirirlas si tuvieran el capital suficiente. Hoy en día, la ciudad palestina más grande, Nazareth, tiene el triple de la población que tenía en 1948; sin embargo, no se ha expandido un solo metro cuadrado, pues los palestinos lo tienen prohibido.
Para muchos de los jóvenes judíos que viajan a los Kibbutz en Israel, se trata de un viaje con un simbolismo hermoso. Una visita a su país, aunque tengan otro país al mismo tiempo. Se trata de un viaje para compartir trabajo comunitario, para conmemorar la liberación de un pueblo. Pero no se trata de colonialismo, ocupación o masacres. Como lo dice el propio Ilan Pappe, esos jóvenes no se podrían imaginar que muchos de esos kibutz están construidos sobre pueblos enteros desplazados por la fuerza y destruidos en 1948. Y no podía ser de otra manera, porque el proyecto sionista es un proyecto de colonización de asentamiento (“settler colonialism”). Ello implica deshumanizar al colonizado. Echar o eliminar a la población indígena para apropiarse de la tierra, a diferencia del colonialismo tradicional que busca extraer la riqueza y explotar el trabajo de la población originaria (Patrick Wolfe, Settler Colonialism; Zachary Lockman, Between Palestine and the Rand: Settler colonialism, labor and state violence; Michel Prior, The Bible and Colonialism). A pesar de todo ello, cualquier intento de resistencia por parte de los palestinos a la colonización, ha sido narrada como fundamentada en odio contra los judíos y antisemitismo. Desde hace cien años.
A partir de la Nakba, se crean grupos de resistencia en las fronteras adyacentes a Israel conformados por refugiados palestinos. Fatah se forma en 1959; la OLP, en 1964. La resistencia fue creciendo muy rápido en la Franja de Gaza, desde donde se proyectaban ataques esporádicos en contra de Israel, a veces letales, a pesar de que la respuesta del gobierno israelí se iba haciendo cada vez más cruenta. Por ejemplo, tras un ataque de Fatah en 1953 que cobró la vida de tres israelís, Ariel Sharon ordenó hacer estallar 45 casas con sus habitantes dentro en el pueblo de Qibya en Cisjordania, donde murieron 69 civiles palestinos (The Guardian, From butcher to ‘Lion’ to Prime Minister of Israel). En 1956, el Ejército de Israel entró a la Franja de Gaza y ejecutó a 450 personas en pueblos y campos de refugiados (Reporte Especial del Director de las Naciones Unidas de la Agencia para Refugiados Palestinos del 15 de diciembre de 1956). Durante la Guerra de los 6 días en 1967, el ejército de Israel tuvo la oportunidad de demostrar que su fuerza militar era superior a la de todos los países árabes juntos; tras una incursión del ejército jordano en Cisjordania, Israel ocupó tanto Gaza como Cisjordania. La narrativa consiste en que Israel se vio obligado a custodiar dichos territorios hasta en tanto los palestinos estuvieran abiertos a buscar la paz. Sin embargo, hay varios recuentos que sostienen que la intransigencia provenía más bien de Israel (Avi Shlaim, The Iron Wall). En realidad, David Ben-Gurion había perdido la oportunidad de anexar los territorios de Gaza y Cisjordania a Israel en 1948 —para él, “un error histórico fatal” (Avi Shlaim, Collusions Across the Jordan) —, y la oportunidad se volvía a presentar en 1967. Israel argumentó que ocuparía los territorios temporalmente, como respuesta a la agresión del ejército jordano (Norman Finkelstein, Image and Reality); sin embargo, hasta la fecha, Cisjordania continúa ocupado. Y ya sabemos lo que ha sucedido con Gaza.
Desde 1967, los habitantes palestinos tanto de Gaza como de Cisjordania, no fueron incorporados como ciudadanos de Israel, pero tampoco se les otorgó independencia, lo que los ha dejado en una especie de limbo. En una prisión sin posibilidad de movimiento, sin derechos humanos y civiles básicos, y bajo un estricto régimen militar. Aunado a ello, quien incumpla las reglas del régimen recibe como castigo la demolición de su vivienda —reprimenda que se usa también en el caso de construcciones que no cuentan con permiso previo, a pesar de que es casi imposible obtener un permiso de construcción para los palestinos— (ver website de Israeli Committee Against House Demolitions, ichad.org). Otra forma de castigo consiste en la imposibilidad de volver a entrar a sus viviendas, porque tanto las puertas como ventanas son selladas con cemento.
La resistencia de parte de los palestinos se fortaleció tras la opresión vivida, y Yasser Arafat, que en ese momento era líder de Fatah, fue elegido como cabeza de la OLP que en un inicio exigía volver las cosas al estado que tenían en 1917; sin embargo, tras diversas negociaciones —la mayor fortaleza de la OLP era diplomática—, aceptó la solución de dos estados. Sin embargo, aún a pesar de la apertura de la OLP, Ariel Sharon y Menachem Begin llevaron a cabo la invasión del Líbano buscando acabar con ese movimiento que pudo haber sido su mejor aliado. Para Israel, de esa forma probablemente se completaría el plan sionista de crear un estado judío en todo el territorio palestino. El historiador palestino-americano Rashid Khalidi, propone que el hecho de que la OLP no lograra cambiar la narrativa israelí que la hacía parecer un grupo terrorista en lugar de una organización de liberación y resistencia palestina —particularmente en los Estados Unidos, país en el que Yasser Arafat nunca centró sus esfuerzos—, fue una de las razones más importantes de su derrota. Esa derrota y la masacre de tantos civiles en el Líbano, especialmente en campos de refugiados palestinos, produjo nuevas resistencias. Y resistencias que venían desde dentro, en vez de venir desde los países vecinos.
La Primera Intifada —resistencia de jóvenes palestinos— estalló en 1987, luego de dos décadas de ocupación israelí en Cisjordania y Gaza —durante las cuales Israel construyó 200 nuevas colonias con alrededor de 50,000 residentes en dichos territorios—. Esta Primera Intifada duró hasta 1993, cuya foto más icónica es la de un niño palestino lanzando una piedra contra un enorme tanque israelí. En esos años, poco a poco las mujeres fueron convirtiéndose en piezas clave para la lucha por la liberación, dado que los hombres eran encarcelados en masa (documental de Julia Bacha, Naila and the Uprising; película de Amer Shomali, The Wanted). Sin embargo, aunque hubo enfrentamientos violentos, en general las protestas de los palestinos eran pacíficas y buscaban dar a conocer, internacionalmente, la opresión en la que vivían, dado que el estatus quo era insostenible. Y lo sigue siendo, aún peor, a pesar de que sí lograron ponerse en el foco de atención. Nahum Admoni, el director de la Mossad en ese tiempo, dijo: “La Intifada nos causó más daño político, daño a nuestra imagen, que todo lo que la OLP logró en toda su existencia”.
En 1988 (durante la Primera Intifada), la mano derecha de Yasser Arafat y cabeza de Fatah, Abu Jihad, fue asesinado. Su muerte representó una pérdida importante para la OLP, pues era clave para controlar, de alguna manera, que la Intifada no se saliera de control en términos de violencia. Al desarticularse Fatah, Hamás —creado un año antes con el apoyo de Israel, con el objetivo de debilitar a la OLP (Richard Sale, Israel Gave Major Aid to Hamás; Shaul Mishal y Avraham Sela, The Palestinian Hamás: Vision, Violence and Coexistence) — se fortaleció, y después se fortaleció aún más tras la decepción de los Acuerdos de Oslo firmados por la OLP aún liderada por Yasser Arafat.
Los Acuerdos de Oslo empeoraron notablemente la situación de los palestinos; es un mito que otorgaron una verdadera capacidad de autogobierno; más bien, inauguraron nuevas medidas de control sobre la población dentro de un área restringida de los territorios ocupados, sin control de la tierra, ni del agua, ni de la electricidad, ni de las fronteras; además, Gaza y Cisjordania quedaron completamente aislados uno del otro. Poco a poco, los palestinos se vieron más vigilados y más dependientes de Israel que nunca, especialmente en Gaza, donde estaban encarcelados incluso desde el lado del mar y aislados del resto del mundo. En Jerusalén, se colocaron muros para controlar la entrada y salida de palestinos de sus comunidades, y el movimiento entre éstos y Cisjordania, usando una humillante rutina de horas de espera (que se mantiene hasta el día de hoy). Como si esto fuera poco, parte de los colonos israelís en Cisjordania, se habían organizado en una especie de pandillas vigilantes. Aplicaban y aplican el terror y la violencia —al punto de que, en una ocasión, un líder palestino perdió ambas piernas, y hasta la fecha estas pandillas tratan de atacar las piernas y las rodillas de jóvenes palestinos para dejarlos inválidos (Al Jazeera, Stories from the first Intifada: ‘They broke my bones’)—. Estas pandillas también fueron, en parte, las responsables de desraizar olivos de cientos de años de edad.
Se reportan cientos de ataques y acosos por año, especialmente en Hebrón, así como encarcelamientos sin juicio previo —uno de cada cinco palestinos ha sido encarcelado sin juicio previo (Mohammad Ma´ri, The Israeli Forces have Arrested 800,000 Palestinians since 1967)—, detención de menores de edad —desde el año 2000, Israel ha detenido a 10,000 menores de edad palestinos—, tortura —de acuerdo con la organización Israelí de Derechos Humanos B´Tselem, las torturas utilizadas son golpes, encadenamiento por horas o días, verter agua helada o hirviendo, retorcer los dedos y testículos—, disparos y homicidios impunes contra palestinos por parte de colonos —incluyendo por lo menos 2,000 niños desde 1967 (organización Israli de Derechos Humanos B´Tselem) —, la demolición de casas y el corte y contaminación de agua (ver reportes de Amnistía Internacional acerca de todos estos temas). Todo esto que sucede en Cisjordania, me lleva a pensar que es falsa la afirmación de que la no resistencia de los palestinos aseguraría una menor opresión de parte del gobierno de Israel. También, inevitablemente lleva a dudar y desmentir la afirmación de que Hamás siempre fue y es una organización terrorista dedicada a atacar a un pacífico Israel, mientras Israel solamente intenta respetar la auto-soberanía de Gaza por el bien de la paz. La fundación misma de Israel estuvo basada en un proyecto colonialista; si lo vemos de esa manera, con una mente abierta, las organizaciones palestinas de resistencia (siempre demonizadas como terroristas, desde su origen), tendrían que analizarse con un lente distinto, a pesar de que muchos de sus actos no puedan ser justificados. La palabra terrorismo significa sucesión de actos violentos ejecutados para infundir terror” y “actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos”. La palabra resistencia significa “conjunto de las personas que, generalmente de forma clandestina, se oponen con distintos métodos, a los invasores de un territorio o a una dictadura”. Estas definiciones las tomé de la Real Academia Española, no de expertos en estos temas. La violencia opresora no tiene el mismo fundamento que la violencia de resistencia, aunque ambas violencias causen daño. Por eso existen atenuantes en el caso de la llamada defensa propia. Por ello, no es lo mismo terrorismo que resistencia.
Es cierto que Hamás —que provenía de la rama palestina de la Hermandad Musulmana fundada en Egipto en 1928— se fortaleció bajo el argumento de que de nada había servido la lucha diplomática de la OLP, y que era necesario retornar a una lucha armada. Aunque la lucha armada tampoco haya servido de nada, no podemos negar que Hamás tenía razón en decir que de nada había servido la lucha pacífica y diplomática liderada por Yasser Arafat —quien, además, y a pesar de sus esfuerzos por negociar con Israel, fue posteriormente envenenado por agentes israelís (Ronen Bergman, Rise and Kill First).
La decepción tras los Acuerdos de Oslo, la imposibilidad de tener un verdadero estado con soberanía, y la rivalidad entre Hamás y la OLP (Rashid Khalidi, The Hundred Years’ War on Palestine), llevaron a la erupción de la Segunda Intifada en el año 2000. En 1999, Israel había construido un túnel que pasaba por debajo de la Ciudad Vieja de Jerusalén, dañando diversas propiedades en la Parte Musulmana. Esto ya había generado tensión entre ambos pueblos, pero el hecho de que Ariel Sharon visitara, poco después, en el año 2000, uno de los lugares sagrados durante su campaña para primer ministro (la mezquita de Al-Aqsa), se interpretó como un mensaje ocupación y provocación.
La Segunda Intifada fue mucho más violenta que la primera. Duró también ocho años, durante los cuales murieron alrededor de 825 personas cada año (en total, 6,600, de las cuales 4,916 eran palestinos y 1,100 israelís), contra las 177 personas que murieron anualmente en la primera. Las imágenes transmitidas globalmente de hombres bomba abonaron a la narrativa de Israel para posicionarse como víctima, y reforzar la idea de que los palestinos no son más que fanáticos terroristas. Todo ello, a pesar de que la mayoría de los palestinos se oponía al uso de bombas humanas y a cualquier otro ataque militar en contra de civiles israelís (ver encuesta número 52 de Jerusalem Media Communications Centre, publicada en diciembre de 2004). Sin embargo, el 40% de las bombas suicidas durante la Segunda Intifada provinieron de Hamás (Efraim Benmelech y Claude Berrebi, Human Capital and the Productivity of Suicide Bombers).
Tras el asesinato de Yasser Arafat, Mahmoud Abbas tomó su lugar sin elecciones democráticas de por medio, y sigue siendo presidente desde entonces. En 2006, Hamás propuso candidatos para la Asamblea Legislativa palestina y ganó una mayoría considerable. Sin embargo, debido a las bombas suicidas, Hamás ya estaba en la lista negra estadounidense de terroristas —el gobierno de Israel no lo está; para ese entonces, había masacrado una cantidad mucho mayor de civiles—. En respuesta a la negativa de formar parte de la Asamblea Legislativa, Hamás tomó control de Gaza. Israel respondió con un bloqueo total y convirtió a Gaza en una prisión al aire libre, a la que atacó y sigue atacando regularmente. Tan solo los ataques aéreos y terrestres de 2008, 2012 y 2014, implicaron la muerte de 3,804 palestinos y 87 israelís, además de 9,000 palestinos severamente mutilados. El agua de Gaza quedó contaminada casi completamente. La escala en muertes palestinos-israelís en estos casos es de 43:1 (además las muertes de palestinos son mayoritariamente de civiles, y en el caso de los israelís eran mayormente soldados encargados de llevar a cabo estas operaciones, salvo por 12 civiles asesinados). Todo ello, sin mencionar que los ataques de Hamás fueron, en 2008, proporcionales a los cortes en importaciones de bienes para la supervivencia de la población en Gaza (David Morrison, The Israel-Hamás Ceasefire). Se demostró que los túneles que Hamás construyó y fueron descubiertos en ese mismo año —y que provocaron que Israel ya no respetara el alto al fuego—, eran únicamente utilizados para traer víveres para la sobrevivencia de la población en Gaza, que no llegaba al mínimo diario calórico para sobrevivir. Aun así, Israel respondió con la Operación Cast Lead, asesinando a 1,500 civiles (en contraste, murieron 13 israelís).
En 2014, Israel lanzó alrededor de 6,000 ataques aéreos y 50,000 proyectiles de artillería naval y terrestre; en vez de cohetes, Israel usó tanques, drones, misiles Hellfire, F16 bombarderos de caza (Barbara Opall, Gaza War Leaned Heavily on F16 Close Air Support); ello, en respuesta a los 4,000 cohetes lanzados desde Gaza, que mataron a seis civiles, lo que demuestra la enorme desproporción en la capacidad de dañar y asesinar. Tan solo en 2014, en Gaza 16,000 edificios quedaron inhabitables y 450,000 palestinos tuvieron que abandonar sus viviendas.
Estos ataques han sido avalados por Estados Unidos, bajo el concepto de “legítima defensa”. Y esa sigue siendo la narrativa actual: Israel tiene derecho a defenderse. Sin embargo, dos generaciones de palestinos han nacido bajo un régimen militar en ocupación. Y solo han conocido esa vida. Sin embargo, parece que los palestinos no tienen el mismo derecho que Israel tiene: el derecho a defenderse. Parece que las masacres en contra de palestinos desde 1939, no cuentan, no califican como crímenes de guerra. Menos como terrorismo en contra de la población palestina.
Un buen inicio sería por lo menos aceptar que hubo una Nakba; aceptar que hay un régimen de apartheid en Israel —porque existe segregación de un grupo, y se basa en sus cualidades étnicas—; entender que la demografía actual es 50% judía y 50% árabe, lo quieran los sionistas o no lo quieran; ambos pueblos merecen los mismos derechos, porque todos son seres humanos. Porque, tanto los judíos, tras el holocausto, como los palestinos ante la ocupación y el genocidio, merecen un país con derechos humanos igualitarios. No merecen al Israel de hoy, que no es una democracia, porque la soberanía no reside en el pueblo, sino solamente en aquellos que el gobierno elige como merecedores de ejercerla. Y ello no va a traer paz ni siquiera para quienes tienen privilegios dentro de su sistema de apartheid. No va a traer paz para nadie.