Nuestro registro

Según el canon que establece el reconocimiento de algo, ninguna obra de las que se consideran clásicas resistiría el escrutinio de la datafilia contemporánea
Belleza

Si el Ítaca de Cavafy se llega a detestar en el primer cuarto del siglo XXI, no será culpa del griego como del desprecio que hemos permitido sobre el aprendizaje. La lectura del poema en código político resultaría agotadora si no fuera por la incesante tendencia a la indiferencia de la época y la adopción del espíritu de mesa de novedades en cada aspecto de la vida. Indiferencia a las maneras, procesos e intersticios. El efecto que un día se implantó en las librerías y del que no hemos sabido desprendernos, se acomodó en la política como en la información, en lo que pedimos como lectores, espectadores y escuchas. En el pensamiento y la perversión de la actividad intelectual; el campo que deriva en el arte y la cultura. Actuamos sin darnos cuenta, aunque muy posiblemente, de forma discreta, seamos conscientes de lo que hemos estado haciendo: desdeñamos la reflexión y la duda como labor pública, de responsabilidad sobre el tiempo y sobre nuestro registro.

La mesa de novedades ha llegado a ser el Ítaca del no navegante. Los títulos de la mesa cambian rápidamente, buscan seducir en la prontitud de los derredores. Lo que no se escapa. Lo directo que vimos ayer en un resumen informativo o en una cabeza de diario digital. Quizá en una mala redacción de cualquier red social. Ahí está el libro, la mesa tarda más en acomodarse que su inquilino en escribirse. Si escribir es lento, revisar lo escrito ronda el infinito. No importa, no en esta época: que llegue lo que tenga que llegar. Llega el político que no calcula las declaraciones, el periodista que no evalúa posibilidades, el opositor que asegura condenas sin leer dictamen, el espectador de una película que ya tiene un juicio sin pasar su par de horas frente a la pantalla. Todos llegaron a Ítaca, el camino dejó de ser relevante. Quizá por eso terminaremos detestando a Cavafy. Lutero ha ganado y el pragmatismo desconoce sus propios riesgos. Cuidémonos de los pragmáticos, se repitió siempre en mi casa. Son los primeros en confundir a Ítaca.

En la mesa de novedades importa la presencia, no más que eso. Solo un imberbe autor que prefiere tener su nombre en un libro que escribirlo, se entusiasma fuera de proporción al verse en anaqueles centrales. Los menos escritores, los que no son tan escritores, pensando en esa figura anacrónica del escritor de raza, presumen la subjetividad de las ventas incluso en un país de pocas. Cuando se es consciente de la importancia de ciertas cosas, uno se limita a lo que espera verdadero: dar las gracias a los lectores que se arriesgaron con uno.

El visitante a la mesa replica su exigencia diaria. No son las editoriales quienes imponen, solo entregan las demandas. Ver lo de hoy, desechar lo de hoy. Ojear las páginas para encontrar soluciones, respuestas. Ahorrarse preguntas.

Aunque queramos pelear con la idea, somos un presente y, sobre todo, el registro de otros presentes, interpretados a través de espacios análogos que permiten miradas. También despreciamos las miradas, aunque defendamos la engañosa amplitud de ellas. Interesa su número, la cantidad, que todos veamos. No parece que le demos un lugar particular a la mirada del observador si todos se consideran observadores. Una época cuyo registro es la mesa de novedades entiende poco de la responsable futilidad de la cultura, la imaginación y las ideas.

El registro de los tiempos no se ha dado jamás en la horizontalidad. Tenemos la música que define la Edad Media o el Renacimiento. Son pocas obras, realmente. Tenemos las músicas del siglo XX y su encuentro con lo que entendimos como modernidad. Están los libros y las pinturas que fungen como testigos de nuestro andar. Los miles de años que nos precedieron no son nada sin sus herencias escritas y trazadas, traducciones temporales con intensión de posteridad. O sin ella, capaces de encontrarla. Cada legado es resultado de una mirada que quiso ser más ojos. Qué quedará de una sociedad cuando ésta deje de asumir necesaria la mirada al futuro, se embriague con lo directo y solo vea el presente inmediato, desplazando a los previos. La mesa de novedades, una vez más.

La fortuna en el oficio lleva a dudar de él y de uno mismo. Veo la mesa de novedades con la distancia de quien se ha beneficiado de ella. Qué hemos hecho si, para entendernos, nos aferramos a lo que intenta resolver implícitamente los dilemas, angustias y preocupaciones. En el arte, eso que llamamos cultura es precisamente una apuesta por lo opuesto. Un intento por entendernos desde la distancia de lo que queremos entender. Los museos guardan retratos en los que vemos las tangentes de lo retratado. Cuántas grandes novelas se han leído con el juicio de que no pasa nada en ellas cuando, en realidad, pasa todo entre las líneas que rodean lo evidente.

Respiramos una atmósfera que busca anular las virtudes de lo incompleto. Las miradas son siempre incompletas. En sus faltantes residen empatías, limitaciones compartidas y vacíos que se llenarán con miradas nuevas. A lo incompleto lo rechazamos, incrédulos ante su posibilidad mientras lo menospreciamos. Todo arte es incompleto. El valor de aquello extraño, increíblemente singular que aparece cada tanto en la obra o el pensamiento, no depende solo de su exactitud respecto a lo tangible. Los datos que se reiteran como si antes no existieron. A la República de Platón, hoy le exigiríamos un estudio cuantitativo para ser publicada. Las Memorias de Adriano corren el peligro de dejar de ser escuela política y social para leerse como apuntes de fantasía. ¿Dónde está su biografía?, reclama el público. Ya es público, no lector.

Según el canon que establece el reconocimiento de algo, ya sea una sociedad, una condición de esa sociedad o un estado de ánimo, ninguna obra de las que se consideran clásicas resistiría el escrutinio de la datafilia contemporánea.

Al registro del siglo XXI le hemos hecho una imposición. Decidimos, frente a sus grandes crisis, perderlo con la ilusión de horizontalidad donde no figuran líneas rectas ni hacia arriba ni a los lados. Si todo lo que se construye es visto y medido con la misma tabla, qué espacio queda a esas pocas obras donde el pensamiento y la sensibilidad, el dolor y su razonamiento, se acompañan en un equilibrio que el tiempo sitúa en la memoria. El espejismo de horizontalidad que prima hoy asume que la verticalidad del talento es equitativa. No lo es porque las miradas no pueden serlo.

Dos miradas brillan en el año que merece todos los insultos. Ambas rodean el tiempo. Por la tangente, de Jesús Silva Herzog y, El infinito en un junco, de Irene Vallejo. Libros emparentados en el equilibrio del pensamiento; un camino que impide detestar a Cavafy. Dos libros que merecen ocupar, solos, una mesa a delante de la mesa de novedades.

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