No conservan vestigios de los tiempos en que oficiaban el culto a Hetera. Ya no deambulan en busca de clientela; ahora, buscan afecto y sosiego. El silencio, los recuerdos y la indiferencia son sus compañeros habituales; para ellas, pareciera, no existe la prisa; vagan y sus ojos evidencian cómo eluden y convocan su óbito entre altos muros, barandales y escaleras de la antigua casona que les sirve de refugio.
Ubicada en la acera norte de la placita Torres Quintero, frente a la Parroquia de San Sebastián Mártir en el antiguo centro de Ciudad de México, la añeja construcción del siglo XVIII se distingue por su portón de madera maciza que tiene un aldabón de bronce para golpear la puerta pequeña y así avisar la presencia de algún visitante o inquilina. Al entrar, un cancel de herrería divide el oscuro cubo de la entrada con el patio principal, que luce luminoso: las paredes están bañadas con un color pajizo; las puertas y ventanas están enmarcadas en ocre. Macetas con plantas y flores suavizan los pesados muros y una fuente al centro del patio atrae la mirada. Estamos en Casa Xochiquetzal, albergue para trabajadoras sexuales de la tercera edad.
Su apertura data de 2006 y este espacio de asistencia a mujeres retiradas del trabajo sexual fue idea de Jesusa Rodríguez, quien consiguió el apoyo del entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, quien ayudó a obtener esta casa en comodato. Jesusa le platicó este proyecto a Eugenia León y la intérprete de “El fandango” organizó ahí un concierto a beneficio: con las utilidades se consiguió remodelar el inmueble.
Como toda casa antigua, tiene habitaciones amplias; se adivinan gruesos muros y se vive entre altos techos; algunos cuartos son dormitorios, uno se convirtió en cocina y el siguiente es el comedor; dos han sido habilitados como oficinas; allí, en medio de una galería con fotografías de antiguas trabajadoras sexuales, ahora huéspedes del albergue, empiezan a fluir las historias.
Una de esas historias es protagonista permanente y tristemente demoledora: el inminente riesgo de desaparecer este proyecto altruista. Casi desde su fundación, Casa Xochiquetzal ha contado con escasos fondos y la forma de conseguir apoyos económicos ha sido sumamente difícil; desafortunadamente, cuesta mucho trabajo que la gente común apoye y es claro el motivo: muchos argumentan la vida pasada de las huéspedes beneficiadas.
En entrevista pasada, nos dijo Rosalba Ríos Martínez, ex directora del albergue: “No entienden que atrás de ellas hay toda una historia. Y también una historia social en la que todos hemos participado. Son mujeres que a los 50, 60, 70 años se quedan solas, abandonadas. Mujeres ignorantes, muchas de ellas ni siquiera aparecen en el Registro Civil. Son una población invisible, muy vulnerable”.
De aquella ocasión al momento actual la situación se ha agravado, inclusive la casa ha tenido que enfrentar la crisis más severa –la pandémica– sin los escasos apoyos oficiales con los que contaba.
Cuenta Jessica Vargas González, directora del recinto a partir de abril de 2012: “El año pasado no nos pegó tan fuerte porque había programas del gobierno local, de apoyo social, para organizaciones y todavía alcanzamos a participar en uno y con los fondos que teníamos logramos sobrevivir; pero terminamos el año muy mal: diciembre, sin salarios y sin aguinaldo para el personal; enero lo comenzamos peor. A la fecha, sólo hemos tenido fondos para brindar apoyo para pasajes, ni siquiera tenemos para pagar la mitad de sueldo”.
Agrega: “Todo este año nos ha ido mal, porque supongo que todos los fondos se han ido para combatir el virus y la vacunación. Y, a los programas de apoyos para organizaciones, pues los dejaron de lado. Este año no sacaron ni convocatoria; aparte se redujeron un montón los donativos que recibíamos y, claro, no tenemos la esperanza de colocar algún proyecto en los programas de apoyo del gobierno. Estamos en la nada. Pero, a pesar de todo, comenzamos una pequeña producción de pan, pero imagínate cuánto se logra vender. Es muy poco. Y la venta es difícil, a veces no vendemos ni uno. Y es complicado encender el horno para vender sólo una pieza de pan”.
La joven comunicadora prosigue: “En abril nos quedamos sin gas, únicamente había gas en la cocina. Y estamos con el peso del ¿qué hago? Porque no sólo es el bienestar de las mujeres (huéspedes), sino del equipo, a quienes agradezco que estén conmigo. Soy muy afortunada por el equipo que tengo. Ahora, desgraciadamente una de nuestras compañeras, la trabajadora social, lleva un mes ausente, su mamá enfermó de covid y ella la cuidaba y también se contagió. Su mamá, lamentablemente, no la libró. Es muy doloroso, impactante. Y el mes pasado, por supuesto, no cobró y no poder decirle, al menos, ahí está tu salario. Y la semana pasada falleció Jose, una de las mujeres asistidas, y hay que pagar el certificado. Es un gasto y de dónde lo sacas. El gas lo debemos. No hay dinero para medicinas. Pero aquí estamos. Seguimos resistiendo. Buscando, tocando puertas. Mientras, seguimos al cuidado de las residentes Antonio, Janet, Miriam –su esposo es voluntario– y Lilia”.
Vargas González no ignora la carga de trabajar con y para personas estigmatizadas por el oficio que practicaron por años: el trabajo sexual.
“Así como hay personas que señalan, que juzgan, también hay personas conscientes, más abiertas, que en lugar de señalar, de apartarse, abren caminos; acogen, ayudan, apoyan abiertamente. Eso nos hace resistir”, confiesa la directora.
La resistencia se fortalece al repasar las historias de vida de estas mujeres. Quien escucha los relatos transita inevitablemente por diferentes estados de ánimo: esboza sonrisas, revela muecas de desencanto, rictus de enojo; los ojos miran fijamente o se humedecen o brillan durante las charlas.
“Cuando conoces las historias te vuelves incapaz de juzgar a alguien. Menos a ellas. Todas tienen historias de terror: las vendieron a los seis, siete años; o han tenido este trabajo como oficio de familia: la abuela, la mamá, las tías han trabajado en esto. Otras, se casaron y el marido las puso a trabajar. No voy a negar que también hay muchas que dicen: ‘la verdad, yo lo hice porque me gustaba; yo quería trabajar en esto’, esa era su aspiración, y lo hicieron. Pero son las menos, la mayoría son víctimas de la familia, la pareja, y después hasta de sus hijos. Y al final, viejas, enfermas, pobres, ex trabajadoras sexuales e invisibles, porque ni siquiera estaban registradas, no tienen adónde ir.”
Mientras escuchamos lo anterior, afuera, en el patio, todo es silencio. Algunas mujeres caminan lento, otras permanecen sentadas y en silencio; el susurro que se alcanza a escuchar es de los vendedores ambulantes instalados en las calles que forman uno de los vértices Tepito-Merced. Pero en el interior del inmueble, pesa el silencio, elemento cotidiano entre las habitantes, el cual termina siendo un aliado para dar voces a recuerdos disimulados.
Otro compromiso en Casa Xochiquetzal es buscar respeto y dignidad para todas las habitantes; respeto hasta en el modo de dirigirse a ellas: ¿Prostituta, golfa, puta, trabajadora sexual? Las palabras son directas: “Creo que se puede usar cualquier palabra. Pero es cómo la uses, cómo la tomes. Un día hicieron un reportaje y pusieron ‘las viejitas taloneras’ o ‘las putas ancianas’. Ese tipo de términos sí me molestan, porque lo hacen de forma peyorativa. Sí tiene mucho que ver cómo te refieras a ellas. Esto está íntimamente relacionado con el trabajo de dignificación que queremos hacer. Antes que nada son personas. Son mujeres. Punto”.
Para avalar lo anterior, Jesica asegura lo importante –y gratificante– que es procurar tranquilidad para las inquilinas de la casa. “A nosotros nos toca escucharlas. Es vital para las personas de la tercera edad ser escuchadas; no es sólo darles zapatos y darles comida. También es el trato que les das, y también que las escuches, que se sientan acompañadas. Ellas solitas lo piden en varias formas”. Por lo mismo, la casa pretende responder a una inquietante pregunta: ¿Qué es tranquilidad? La respuesta del equipo responsable se basa en proporcionar comida todos los días, un lugar donde dormir, agua caliente, servicio médico y, sobre todo escucharlas. Esto para las señoras es lo más parecido a la felicidad. Probablemente no estén riendo todo el día, pero sí están tranquilas y eso ya es bastante.
“En este albergue se les da una calidad de vida que quizá nunca tuvieron; además una identidad, para que los demás sepan que existen: se les tramita un acta de nacimiento y con este documento obtienen algunos derechos: seguro popular, la tarjeta de adulto mayor que les aporta ayuda económica; y hay un detalle revelador: hay algo que ellas quieren. Si a lo mejor en vida no pudieron reconstruir la relación familiar, tiene la esperanza que después ‘de’, alguien les lleve unas flores. No quieren terminar en la fosa común, como algunas de sus compañeras”, cuenta Jessica, quien por su juventud da más la impresión de ser aún universitaria que llevar a cuestas tan ardua y noble labor: dignificar los últimos días de aquellas mujeres que un día ofrecían placer sexual a cambio de una paga.
Mujeres Xichiquetzal en Lucha por su Dignidad A. C. Para donativos:
Cuenta a nombre de: Mujeres, Xochiquetzal en lucha por su dignidad A.C.
Banco: Santander No. Cuenta: 65503635422 Clabe interbancaria: 014180655036354227