Para Rufino Tamayo copiar la realidad era aburrido. Mejor recrearla, transfigurarla, inventarla. Su obra tiene raíces profundas en el indigenismo y las culturas prehispánicas, pero con formatos de las vanguardias europeas del siglo pasado.
El realismo inquebrantable que practicaba la Academia de San Carlos, en la que estuvo solo un tiempo breve, asfixió pronto al joven oaxaqueño, que comenzó entonces un periodo de experimentación por diferentes tendencias plásticas hasta encontrar su estilo propio.
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Sus perros hipnotizados por la Luna y sus sandías casi sensuales están creados a partir de rojos explosivos, de azules eléctricos y sus verdes y grises están a punto de saltar del cuadro para ser algo más que trazo.
Esa explosión del color que hay en Tamayo solo puede ser traducida al lenguaje hablado y escrito por otro poeta, Xavier Villaurrutia, que definió la obra del pintor oaxaqueño como «poesía pictórica».
«Soy un indio mexicano», decía de sí mismo a los periodistas en Nueva York, donde vivió 20 años y pasó penurias económicas, pero donde Tamayo tuvo el primer reconocimiento importante a su trabajo, cotizándose algunas veces por encima del propio Picasso en el mercado de arte.
«Soy un indio mexicano», repetía para reafirmar su origen, pero también quizá como estrategia para que el público estadunidense lo visualizará como un artista exótico.
Nacido en Tlaxiaco, Oaxaca en 1899, Rufino del Carmen Arellanes Tamayo se quitó pronto el apellido del padre —que los abandonó a él y a su madre— y las telarañas de que el arte debe servir necesariamente a una causa ideológica.
Esta decisión lo alejó del camino que sí tomaron los tres grandes muralistas mexicanos: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco, aunque este último también se pitorreara de algunos postulados revolucionarios.
En ese sentido, Tamayo no fue hijo de la Revolución y, por tanto, no se vio obligado a reproducir en los muros de los palacios mexicanos la pintura oficial.
En el trabajo del artista zapoteco no hay prédica, sino una visión universal del arte que integra elementos mexicanos, indios y prehispánicos, pero no desdeña —porque le maravilla— la llegada del hombre a la Luna y no duda en apuntar su pintura al firmamento.
Rufino Tamayo fue la «oveja negra» de la pintura mexicana, decía otro poeta, Octavio Paz: siempre dispuesto al riesgo, a la aventura, a saltar al vacío. Colorista nato, el rigor de la composición está presente siempre en su obra.
En 1981 se inauguró el Museo Rufino Tamayo en la primera sección del bosque de Chapultepec. Los arquitectos Abraham Zabludovsky y Teodoro González de León inventaron una ladera con visos de pirámide prehispánica, que hoy convive con el Museo de Antropología.
Faltan 25 días para nuestro 40 aniversario ?
Durante el mes de mayo queremos celebrar nuestro cumpleaños compartiendo algunos recuerdos de cómo se vivían los días previos a la apertura del museo. La construcción comenzó en 1979 y acabó en 1981. #casi40 #eneltamayo pic.twitter.com/rZ02dpZ1ug
— @MuseoTamayo (@museotamayo) May 4, 2021
El gran acierto de este conjunto cultural es que pone a dialogar a las culturas prehispánicas que habitan un inmueble con autores del arte contemporáneo que alberga el otro. Los aztecas en franca conversación con Picasso, los mayas compartiendo su infinita sabiduría con Roberto Matta o Joan Miró.
Visionario y generoso, Rufino Tamayo ideó el museo que lleva su nombre para compartir con los mexicanos el arte moderno y contemporáneo que circuló por el mundo en la segunda mitad del siglo pasado.
Son más de 300 piezas de 170 artistas que el pintor y su esposa reunieron a lo largo de su vida, aunque en todos los formatos pueden contarse más de 850 obras.
A 30 años de su muerte, que se cumplen este jueves 24 de junio, la obra de Tamayo confirma su dimensión mayor y reitera que la plástica mexicana es un capítulo del arte moderno y contemporáneo del mundo.