Prolifera en la literatura actual en nuestra lengua, lo mismo por las pautas de los editores de sellos hegemónicos que por el anhelo de los autores de verse publicados en ellos, un registro plano y monótono, que a su vez deriva en perezoso, por lo común carente de texturas y, a resueltas, timorato ante sus propias capacidades para enfrentarse a la materia del lenguaje. Es una tendencia que uniformiza la escritura e incluye aspectos tan irracionales como la negativa al uso de los gerundios, los adverbios terminados en “mente” o la repetición de palabras porque “afean la página”. El lenguaje del periodismo jamás se había impuesto de manera tan evidente por encima del registro literario. Es una novedad de esta época, en la que cada vez interesa menos la sensibilidad de los creadores. Así que dedican sus energías a la manufactura de escrituras planas para que los editores “certifiquen” ese producto y, una vez satisfechos, los acrediten para su publicación.
A ese espectáculo literario ―desolador por donde se le mire―, sin embargo, se oponen escrituras que no se amainan ante la posibilidad de utilizar un lenguaje preciosista (si lo requiere la narración), con cientos de comas y signos de puntuación (si lo pide el escenario) o tan barroco que requiera de lectores que acaso no hayan nacido aún o que no sientan temor de acudir al diccionario (si es el caso). Palpita en Leonardo Aguirre (Lima, 1975) la tentación de la rebeldía, llevada al terreno del lenguaje, en el que alcanza lugar en el podio con Artefacto 27 (Librosampleados, 2021), un libro peleón que frente a la tendencia hegemónica del mercado, opone la forma texturizada de una fusión de recuerdos tan impar como universal; al lenguaje chato de los medios de comunicación, llevado a la literatura de manera inexplicable, las habilidades del artesano; a la sobreexplotación de los subgéneros de la literatura, el registro de una memoria personal y acaso íntima.
La materia que trenza las páginas de Artefacto 27 es la de un individuo que recuerda. ¿Se necesita más? Aguirre vuelve a los días de la infancia y la adolescencia para dar cuenta de una Lima tan auténtica como el llanto de un niño. Las ciudades no cesan de cambiar, lo mismo que sus habitantes. La cantera literaria de un hecho semejante no tiene límites. El epicentro de la narración: una Lima tan semejante a la Ciudad de México, que bien podrían sobreponerse en un ejercicio de imaginación y obtener resultados casi idénticos. El uso detallado del lenguaje, por su parte, se destina a generar teselas que unidas por la voluntad de Aguirre integran un mosaico de altos vuelos. A través de la vida del protagonista, historia personal y colectiva se fusionan para crear una panorámica en la cual cualquier latinoamericano podría hallar su rostro.
Al primer contacto, Artefacto 27 parece un ajuste de cuentas con el pasado, aunque una vez que se avanza en la lectura es claro que se invita a quien recorre sus páginas a una celebración gozosa de la memoria, entendida como uno de los mecanismos más legítimos de lo humano. Lima es la vértebra que articula a una nación cosmopolita y Miraflores, uno de los barrios más decantados de la ciudad, ofrece parte de sus calles para que ocurran los hechos de la historia. Eso para decir que la memoria persiste como una de las herramientas más útiles para los narradores, pese a que demasiados opten por las salidas fáciles, la creación de personajes al vapor, la imitación de valores extranjeros o la estetización morbosa de aspectos sin relevancia.
Leonardo Aguirre ha escrito una novela en la cual buscarnos el rostro, justo cuando olvidamos que teníamos uno. Artefacto 27 cuenta la historia de todas las ciudades y de cada uno de los habitantes que las pueblan. Al final, sí hay refugios para quien pierde la confianza en los poderes germinales de la literatura. Sólo que uno debe hallarlos.
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— Lee Por Gusto (@LeePorGusto) January 27, 2022