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Somoza: amar al monstruo

La más reciente novela de Ligia Urroz tuvo su presentación en sociedad en tierra madrileña en complicidad con el cineasta mexicano Guillermo Arriaga

Nacer en Latinoamérica y vivir en España guarda todo tipo de desventuras, allende extrañar la tierra cobriza que vio partir tu equipaje. Te conviertes en un aparato circulatorio al que le extrajeron el corazón. Tus nutrientes, metabolitos, tejidos y hormonas funcionan con plasticidad mecánica gracias a las virtudes de un músculo fantasma adquirido al exorbitante precio del exilio voluntario; así que, cuando sabes que tendrás la oportunidad de conectarte brevemente a fragmentos pericárdicos, corres a ritmo de sístole para no perder la ocasión. Corrí y asistí a la presentación de Somoza (Planeta, 2021), la más reciente novela de Ligia Urroz, por la imperiosa necesidad de conectarme adonde pertenezco. La presentación en sociedad en tierra madrileña de Somoza también sirvió para enmarcar el cierre del festival Centroamérica Cuenta en complicidad con el cineasta mexicano Guillermo Arriaga. Bajo la premisa de tú qué vas a saber de la violencia y exilio si no escapaste de una guerra a los once años, chamaco pendejo, la presentación gozó de envidiable quórum: lleno.

Decidí llegar una hora antes del inicio de la presentación para disfrutar de la grandeza de Gioconda Belli, Marta Sanz, Carlos F. Grigsby y de la poesía inaudita de William González (autor de Los Nadies, libro ganador del 25 Premio Internacional de Poesía Joven Antonio Carvajal), cuyo testimonio poético a las labores de empleada doméstica inmigrante (su propia madre) conmovió hasta a las almas innobles que miraban el evento detrás de las escaleras.

Somoza
La escritora Ligia Urroz. Foto: América Pacheco

Escritores y lectores mexicanos, españoles, argentinos y, sobre todo, nicaragüenses lograron impregnar cada rincón de la icónica librería madrileña Alberti de esa atmósfera que algunas culturas suelen asociar con la calidez humana. Durante la lectura de poesía encabezada por Gioconda Belli sonó el teléfono de una señora de quizás sesenta años (o más), lo que irritó visiblemente a la asistencia local, porque no únicamente cometió el imperdonable crimen de etiqueta de no mantener su teléfono en silencio, sino que también tuvo la imprudencia de contestar la llamada y hablar en voz alta para transmitir en vivo la lectura (todo ella emoción) a sabrá Dios qué tierra lejana, pero su acento inconfundible delataba las coordenadas de Managua.

Guillermo Arriaga, chilango, hijo amado de Coahuila y conocedor de primera fila de la inhumana ruta de la migración, rompió el hielo de la audiencia expectante por escucharle decir alguna barbaridad. Por supuesto que no defraudó a nadie. En dos cosas dejó claro su postura ante la lectura de la novela. Lo primero es que después de terminar la última página tuvo la pulsión de buscar la amistad de la autora, porque no podría ser de otra manera; y segundo, describió Somoza como “una verga” (palabra que soltó con picardía después de pedir permiso y una disculpa que nadie creyó, porque todos reímos con él, faltaba más).

El escritor condujo sabiamente la dinámica de la charla con Ligia, con preguntas incómodas, dolorosas y profundamente conmovedoras que se vinculaban a los pasajes del libro de mayor detalle explícito de la violencia. Somoza es un brillante testimonio coral que nos recuerda que, a lo largo de la historia de Latinoamérica, son reconocibles los ingredientes que provoca que la atmósfera política comience a oler y a saber a dictadura; pero cuando eres un niño y el dictador es cercano a tu familia, lo abrazas en Navidad y lo quieres como querrías al hermano de tu padre; no existe claridad que sirva. Porque Anastasio Somoza lo fue para Ligia de la manera en la que los amigos cercanos acaban convirtiéndose en familia dentro de nuestra cultura latina.

El testimonio de Ligia nos permite descubrir los conflictos armados desde una trinchera poco acostumbrada; no desde la ideología o desde cualquiera de los bastiones combatientes: este ejercicio de memoria proviene desde los ojos de una niña que tuvo que aprender el idioma del desplazamiento y de la guerra con el humo, las bombas, las metralletas, los cadáveres y sus charcos de sangre. El exilio infantil es uno de los daños colaterales que menos huellas rastreables deja a su paso. Los desplazamientos infantiles perjudican hondamente y dejan secuelas irreversibles, físicas y psicológicas, a quienes los viven. Ríos de crónicas han poblado los anaqueles de las librerías para contarnos a detalle la forma en que la crueldad de las dictaduras ha devastado nuestra tierra, e incluso algunos afirman que su efecto destructivo rivaliza con el de la colonización.

Somoza
Ligia Urroz y Guillermo Arriaga. Foto: América Pacheco

Es importante continuar documentando el testimonio de los grupos vulnerables, que son las primeras víctimas de violencia: las mujeres, los ancianos, los heridos, los enfermos, los detenidos, los desaparecidos y, sobre todo, los niños merecen atención especial. No existen diferencias claras sobre las consecuencias tangibles del daño emocional a los afortunados que escapan y viven el exilio forzado lejos de una patria a la que difícilmente regresan. Libros como Somoza aportan una cuota necesaria.

Un momento especialmente crudo del testimonio de Ligia fue cuando Guillermo le pidió que contara el pasaje donde un niño guerrillero le apuntó a la cabeza con un arma durante un allanamiento en su casa. Gracias a que la cuadrilla sandinista buscaba armas y municiones, nadie jaló del gatillo, al menos no ese día. Días después, tras un enfrentamiento armado que se escuchó por toda la ciudad, el cuerpo de ese niño guerrillero apareció frente a la entrada de casa de Ligia. Cuerpo que nadie reclamó y tuvo que ser quemado en la pira anónima, destino de todos aquellos que siempre pierden.

Algunas voces afirman que no existe cantidad pertinente de perdón que alcance para pagar la culpa de haber sobrevivido a un conflicto armado, cuando miles o millones de compatriotas no lo consiguieron, pero cuando sobrevives a la guerra después de haber amado al monstruo que la orquestó, quizás quede el subterfugio de escribir, hacerlo con destreza, sabiduría y expiación. No lo sé, pero la voz de Ligia Urroz es poderosa y el mundo debería estar listo para escucharla guiado de su mano y de su tremendo músculo de plasticidad mecánica al que algunas culturas occidentales llaman corazón.

Somoza
La escritora Ligia Urroz. Foto: América Pacheco
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