Estoy aquí. Todavía… El tiempo nunca se detuvo. Nunca logré huir.
Sigo en esta vida, atrapada en un cuerpo que se deshace día a día y se convierte en parte de la vegetación y la tierra. Estoy aquí con lágrimas gordas y salobres que no terminan por rodar por mis mejillas amarillentas, con el rictus mortuorio horrible. Están atrapadas en el dintel de las pestañas.
El dolor no terminó al ahorcarme. Está mi hijo que mira atónito como mi cuerpo se balancea de una rama. Mi hijita vejada y rota no comprende porque me fui cuando más necesitaba de mí.
Y él, el monstruo, el leñador que me sustrajo del mundo feliz cuando tenía cinco años, él que me arrancó niñez y me volvió madre, inició la espiral de atrocidad en el cuerpo de mi niña.
Impotente me colgué. A cada instante que me asfixiaba pensaba que todo terminaría al fin. Pero no: el imaginario popular no sabe que no logras huir de tu realidad, sólo te vuelves incapaz de cualquier acción. La mente sigue atada, año tras año, al horror del cautiverio, las amenazas constantes y violaciones.
Y sueles pensar, no una, sino mil veces: ojalá estuviera ahí. Ahí para dar consuelo, para abrazar, para mitigar, para encontrar juntos, mis hijitos y yo, el sol.
Pero eso no ocurre. Soy un testigo de piedra. Perdí la oportunidad de gritar, abrazar o implorar clemencia al cielo cuando me quité la vida. Ahogue mi propio aliento como una puerta que me alejara del sufrimiento, cuando mi fuerza fue exigua para proteger a mi hija de lo que me ocurrió a mí, a manos del mismo asesino de futuro y sueños.
Tenía cinco años cuando el mundo acabó. Cinco años cuando morí. La misma edad de mi hija cuando él decidió matarla en vida como a mí.
Mi horror e impotencia me llevaron a quitarme la vida. Si no puede defender a mi niña ¿para qué vivía? Pero eso marcó el inicio de una realidad más triste. Testificar todo, estar ahí sin posibilidad de hablar, moverme, apartar la vejación y atrocidades de la mente. Ahí en ese reducto de hachas, mugre y crímenes.
Vi el dolor de mis niños. La orfandad que cortó de tajo cualquier esperanza. La sombra negra que se cernió sobre ellos, su imploración al silencio. La mansedumbre del perro que fue la que me acompañó en esa vida de carencias, maltrato e inmisericordia. El perro que me vio convertida en madre cuando aún era niña. El perro que conoció a mis hijos y miró como me quitaba la vida y huía de esa realidad.
Pero no lo logré. Maté mi cuerpo, lo asfixié. Pero no me desprendí del golpe brutal de impedir el infortunio en mi hija. No logré paliar el resquebrajamiento de mi niño. No impedí el abrazo feroz de ambos en la orfandad, porque yo era padre y madre. El leñador nuestro verdugo, el infame que nos confinó a una casucha de herramientas en un bosque sin nombre ni lugar en los mapas.
Aquí estoy. Aquí la cuenca de los ojos muertos que paradójicamente miran todo, aquí el eterno suplicio, el aullido del viento, la esperanza extinta.
Con el suicidio no aparece el fin del horror y las preocupaciones, no es el cese inmediato del dolor, el exterminio de la vileza, el suplicio. No. Es perpetuar la vejación, el infortunio, el dolor y los males desde una dimensión de imposibilidad a responder. Es asir todo con todos los sentidos, pero sin poder involucrar, realmente, a algún sentido. Es la tortura perenne.
Al suicidio le llaman puerta falsa, ahora sé por qué: sales de esta existencia y te adentras en una dimensión nueva, esa en la que no puedes escabullirte de tus yerros, dolores y espanto. Una realidad que mirarás y sentirás cada instante del tiempo que tenías que vivir.
El suicidio no baja el telón. Sólo te deja inmóvil e incapaz de responder. Es el grito sin voz. La prisión perpetua y silente.
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