Charlie Parker encendió el tocadiscos y colocó la aguja con la mano temblorosa sobre el vinilo. Con un scratch previo, Stravinsky sonó y una ave placentera estremeció el viento, penetrando por el hoyo grueso, encarnado por tantos picotazos de la aguja en el antebrazo de Bird. Entonces ese líquido era frío como todos los inviernos en Harlem East y el fantasma de su hijo trepaba por la lluvia. En un soplo de heroína ese fantasma se ha esfumado de su cabeza y eso le ha provocado un llanto dulce, narcotizado, que lo deja ciego de tanto llover, de tanta luz… tanto whisky, tanta droga.
La mariguana era diabolizada en los hipócritas años cuarenta, mas no un nuevo medicamento, más directo, inoculado por la vena, como tener sexo por el brazo. Este analgésico llamado morfina era un relajante que quitaba el cansancio, aliviaba el dolor físico y moral, y fue implementado para los soldados estadunidenses en la Segunda Guerra Mundial.
La noviecita de mano sudada, la mariguana, era abandonada de vez en vez y sustituida por una nueva amante con más atributos, la buenota y soñadora morfina, más adelante por la guapérrima con implantes, heroína. Y bajo la mirada somnolienta de la heroína salió a la luz el Bi-bop, un jazz improvisado. Componer diariamente esa nueva música en el acto de jornadas nocturnas exigía mucho y la heroína era la gasolina de ese motor, además de que se podía mezclar con alcohol y otras drogas.
Así que el brazo de Charlie Parker era a esas alturas todo un campo de batalla donde esas gordas cicatrices asemejaban destartalados caminos por los que circulaba toda la vida que era capaz de meterse por la vena este pájaro hambriento. Escaldados piquetes de las jeringuillas se extendían como rosales por sendas donde una negra lengua rebuscaba en el hueco de la dentadura picada de la muerte. Ya apenas le aliviaba los dolores de su espalda y costillas que le había dejado aquel accidente en auto hacía varios años, sudaba y temblaba con el saxo empujado en esa boca de chimpancé relamiéndose la angustia en las comisuras.
Su piel estaba macilenta y gris. Una noche, en pleno concierto en el Birdland, paró su reloj musical. No, no se murió, simplemente paró, porque creía que eso que estaba tocando ya lo había tocado mañana. Charlie Parker era una maraña con el tiempo y la heroína lo llevaba del presente al pasado y al futuro como en un elevador subterráneo que circulaba a toda velocidad y en forma horizontal y vertical, por sus venas donde estallaban rosas transformadas ahora en coágulos que se atestaban en su saxofón.
Así que ya no quiso tocar más y al regresar a su habitación de hotel, preso de la ira, le prendió fuego y logró salir ileso junto con su esposa. La policía lo detuvo, él se resistía al arresto y por orden de un juez entró al Hospital Psiquiátrico de Camarillo State, del que tantos jazzistas heroinómanos fueron asiduos, enganchados con esa voluble amante líquida que se metía a través de jeringuillas y naufragaba en sus cabezas para no salir nunca más, como una extraña pesadilla que besa rico.
Seis meses estuvo recluido en el psiquiátrico. Ya regenerado salió limpio y con ganas de comerse el mundo con su sax. Pero sus compañeros de la banda ya no creían en él. Sus arrebatos se habían vuelto legendarios. Repentinamente y sin más podía estar hecho una furia y destrozar por enésima vez su saxofón, pisoteándolo o vendiéndolo para invitar a su amante heroína a tener una velada romántica y de ensueño o estar hecho un manojo de nervios y llorar como una niñita abrazado a sus rodillas en algún rincón o de un momento a otro mandar todo al demonio.
Así que pronto descubriría a un negro que era capaz de improvisar al vuelo como él, Miles Davis, joven con apenas 19 años, la misma edad que Parker tenía cuando llegó a NY en busca de su propia voz. Miles dejó la escuela de artes desplazándose de Queens a Harlem para vivir con él. Entonces aprendería todo lo que necesitaba saber de su maestro Bird, hasta el gusto por la misma chica, la tentadora heroína, sus arrebatos de ira y ese delicado y cáustico humor negro del negro Charlie Parker, todo sin distinciones lo absorbió. Pero éste era como el fuego, no podías acercarte demasiado porque terminabas en llamas. Así creó un nuevo quinteto incorporando a Miles y tocando mejor que nunca dejaron a todos boquiabiertos con sus solos de sax y trompeta.
Aquella tocada en el club de jazz Minton’s había sido todo un éxito y entre esa marea negra emergía la pálida Baronesa, una aristócrata neoyorquina fan de Bird que daba todo por poder conocer de cerca al genio de aquellos solos de sax que desnudaban a los espectadores. Como era costumbre, rentaron una habitación en el Hotel Cecil en la Calle 118 en Harlem West, exactamente encima de ese bar de negros jazzeros para seguir la fiesta, donde el gusano albino de la droga reptaba lentamente en el interior de sus instrumentos. Cuando Minton’s cerraba sus puertas, el hotel Cecil era la opción y la Baronesa los acompañó. Llevaba bastante droga para compartirle a su héroe negro del jazz, una alcahueta más a los caprichos drogadictos del oscuro pájaro Parker. Después de unos arponazos la baronesa quedó tendida sobre la cama con su espectacular vestido, tan rojo como las gotas de sangre que estallaban del brazo de Charlie Parker. Miles era incansable, tocaba solos de trompeta aderezando el monólogo de Bird ahí en esa humeante y amarillenta habitación, hablaba de su música y de cómo lo que había hecho en un principio era improvisar sobre “Cherokeé”, la composición de Ray Noble.
Bird se ataba el brazo con una agujeta de sus mocasines, que previamente había botado por ahí en la habitación: “Descubrí que utilizando los intervalos superiores de las armonías como línea melódica, y colocando debajo armonías nuevas, más o menos afines, podía tocar aquello que llevaba dentro tanto tiempo en mi cabeza”.
El sudor asomaba por su frente, exigiéndole la siguiente dosis.
“Es necesaria la técnica de una melodía reconocida para hacerla tuya y saberse las notas a la perfección sólo para poder olvidarlas después en la improvisación, vamos, hay que aprender a organizar el azar en el proceso, el instrumento debe ser capaz de expresarse por sí solo y ya en ese momento el instrumento no depende de la orquesta, sino de mis intuiciones, de la angustia que te come por dentro, de la soledad que te aplasta los ojos, todo esto en un perfecto equilibrio”, dijo, dando un gran trago a la botella de Bourbon que le había arrebatado a una Baronesa que se aferraba a ella dormida sobre el camastro de la habitación.
Charlie Parker preparó la jeringuilla y continuó: “Tu alma sale de ti y entra en el instrumento libre, sin ataduras de ningún tipo, reanimándolo de una manera totalmente anarquista en ese cosmos creativo, una música libertaria que sea capaz de derrumbar prejuicios, de desnudar a todos los espectadores y quién no queda desnudo ante los sentimientos. Ante eso todos somos iguales, como los muertos en esas urnas funerarias, todos unificados en un polvo gris”.
Así platicaba moviendo el labio inferior como un mico e impostando la voz a lo Dylan Thomas mientras sacaba el blanquisímo líquido con la aguja de una pequeña ampolleta que tomó del bolsillo del abrigo de la Baronesa.
El atento alumno Miles le ponía música a esa conversación.
Bird acotó con una sonrisa sarcástica: “Tienes todo, pero te falta la pobreza, chico”.
Siempre molestaba a Davis con eso del linaje. Los ojos saltones del jovencito Miles se abrieron más de lo normal, haciendo que soltara un errático soplido a su trompeta. Bird se encogió de hombros sacando el labio inferior mientras encendía un cigarro que tomó del bolso de la Baronesa.
Y con la mirada en otro sitio continuó: “Sabes, lo único que he intentado toda mi vida es abrir esa puerta en la que toco con mi música, pero no consigo hacerlo nunca”.
A Charlie Parker le dio un repentino frío y se puso el abrigo de pieles de la Baronesa que estaba tirado al lado de la cama.
Se inyectó en un masacrado brazo por milésima vez. Y su mirada se perdió en la nada.
Nunca pudo dejar a esa amante blanca, cuando murió a los 36 años, pero parecía de 60.
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