Por su pertinencia y sagacidad se ha vuelto célebre la comparación entre la literatura bíblica y la griega realizada por Erich Auerbach (1892-1957) y puesta como frontispicio en el primer capítulo de Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental (1946). En líneas generales, el autor alemán juzgó que la primera es sugestiva y poco translúcida, requiere ejercicios de interpretación y su formulación tiene altas dosis de metáforas y otras figuras retóricas. La narrativa bíblica, con sus saltos temporales e interrupciones sin razón (aparente), parece elaborada con el fin de mantener a sus comentaristas ocupados durante los siglos venideros.
La literatura griega, por su parte, para la que el autor alemán utilizó la Ilíada como paradigma, es solar y epidérmica, volcánica y con su lectura aún pueden oírse los tambores sin importar los siglos de distancia, y a ella es posible asomarse sin apenas esfuerzo. Las imágenes son nítidas y no requieren más que una lectura atenta para compenetrarse con ellas. La comunicación con el lector es inmediata porque la exaltación del heroísmo no puede permitirse desvíos. Auerbach explica sobre ello: “Las descripciones de hombres y cosas, quietos o en movimiento dentro de un espacio perceptible, uniformemente destacados, son claras, lúcidas, y no menos claros y perfectamente expresados, aun en los momentos de emoción, aparecen sentimientos e ideas”[1].
La literatura bíblica, al contrario, se presenta reacia a la descripción homérica de los espacios, por lo común profusos y desbordantes. Los episodios de la narrativa bíblica suelen ser poco claros, oscuros y pocas veces cabalmente expresados. Es posible que los autores primigenios buscaron andar por un camino de palabras que invitan a la interpretación, antes que por uno que guiase a los lectores hacia la tersura de una imagen. Los personajes son ambiguos, indescifrables, lacónicos. Están lejos del lector en una dimensión semilegendaria que los vuelve inaccesibles. Es imposible sentir afecto por Josué, Moisés o Salomón. Sus respectivas apariciones cumplen una función narrativa y no pueden escapar a ella. No hay libre albedrío, ni una sola acción desgajada del plan de la obra. Cada línea y cada acto tiene una razón inflexible para aparecer en el texto.
El rescate de esta idea de Auerbach deriva oportuna para dar contexto a una relectura de El fin de la infancia (1953) de Arthur C. Clarke (1917-2008), una de las novelas clásicas de la ciencia ficción que se niega a perecer. Releída con décadas de distancia (la habré leído a los veinte años), concluyo que el relato subsiste por las porciones de poesía que el autor logró en sus páginas. La historia es fácil de navegar: una civilización extraterrestre ―los denominados “superseñores”―, que en principio no se muestran a la humanidad, llega a la Tierra y eso evita la posibilidad de una catástrofe nuclear, al tiempo que mejoran las formas de organización de nuestra sociedad. Nunca como después de su llegada la humanidad disfrutó de tanta placidez y bienestar común. Poco a poco, sin embargo, la trama se complica y de manera paulatina se revela a los lectores que por encima de los superseñores hay una inteligencia que determina la secuencia de hechos en el cosmos, sin que pueda sondearse su voluntad o motivos para la acción.
El fin de la infancia es un relato en el que atestiguamos cómo la humanidad se enfrenta a formas de inteligencia para las que no está preparada, luego de milenios de imaginarse como la principal forma de vida orgánica en el planeta. Los superseñores tienen modos sofisticados de vivir y su tecnología es más avanzada que la nuestra, lo que nos coloca en una situación de minusvalía. Ellos refieren que debido a que “la raza humana ha demostrado no poder resolver los problemas de este planeta minúsculo [la Tierra]”, llegaron para lograr una época de avance y estabilidad en la que “el tiempo no pese sobre los hombres”. Una inesperada época de oro sucede a la humanidad con la llegada de esta civilización extraterrestre.
Pese a la formación científica de Clarke, las imágenes de la novela se ciñen a los criterios que Auerbach identifica como parte de la narrativa bíblica. El autor norteamericano sugiere en la novela que una supraentidad gobierna los hechos del universo, aunque rehúsa denominarla de algún modo convencional, digamos Dios, la Naturaleza o cualquier otro principio creador. A esa supraentidad se le perfila de la siguiente manera en voz de los superseñores, que se identifican a sí mismos como “guardianes” de la raza humana:
- “Hay algo que está por encima de nosotros, y que nos utiliza para sus propios fines”;
- “No nos atrevemos a desobedecerle”;
- “Digamos que sobre nosotros hay una supermente que nos utiliza como un alfarero utiliza su rueda. Y su raza es la arcilla moldeada por esa rueda”;
- “Creemos […] que la supermente trata de crecer, de extender sus poderes y su conciencia a todo el universo”;
- “…ya ha dejado atrás la tiranía de la materia”.
Sin esta pátina de pensamiento teológico o gnóstico, El fin de la infancia habría quedado como otra novela más sobre un contacto extraterrestre, tan populares de la década de los cincuenta en Estados Unidos cuando la amenaza nuclear era la pesadilla general. La manera en la que Clarke lidia con el lenguaje para expresar lo inconmensurable es significativa porque la materia narrada se mantiene como una sustancia opaca y sugerente. En las líneas de Auerbach para la comprensión del fenómeno temporal en la narrativa bíblica, es posible leer en parte la tentativa de Clarke. Auerbach de nueva cuenta: “El viaje parece un silencioso caminar a través de lo indeterminado y provisional, una contención del aliento, un suceso sin presente, enclavado entre lo pasado y lo que va a ocurrir como una duración vacía”[2]. Ese viaje es el de la humanidad entera, nada más despertar a la conciencia y hasta la llegada de los superseñores.
Esta novela transita entre los espasmos que producen a la humanidad las drásticas modificaciones introducidas por los extraterrestres. Clarke se muestra como un habilidoso narrador para saltar entre el registro duro del dato científico y el esbozo de ideas que comparten las mayores religiones del mundo desde épocas inmemoriales. Las incógnitas del espacio exterior subsisten sin importar los avances tecnológicos y el modo de vida que puede sobrellevarse a golpe de botonazos en pantallas táctiles. Al igual que la muerte, el cosmos mantiene su apetito por devorar nuestra curiosidad y, en el caso de Clarke, la de sus lectores.
No es difícil verificar los motivos para la permanencia de El fin de la infancia. Clarke elige no situar el misterio de sus páginas al inicio de la historia, sino enviarlos a lugares escondidos para que ni aún el lector avezado pueda descifrarlo o siquiera entreverlo en su totalidad. La “supermente” puede ser la entidad divina creadora del universo o un demonio suelto que disfruta con entorpecer el camino de la humanidad. También puede ser el universo en expansión desde la perspectiva de la nueva física. Clarke fue habilidoso para no cerrarse caminos de forma voluntaria. Una historia de ciencia ficción se pregunta lo que aún se preguntan los físicos y, a un tiempo, es una excelente historia para rememorar que la literatura debe ser un camino para perdernos y hallarnos.
[1] Auerbach, Erich. Mimesis: La representación de la realidad en la literatura occidental. Traducción de Ignacio Villanueva y Eugenio Ímaz. México: Fondo de Cultura Económica, 2014. p. 9.
[2] Op. cit. p. 15.
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— Fusilerías (@fusilerias) May 14, 2022