La mente está en todo el cuerpo, en cada fragmento de huesos y piel, en las vértebras y las neuronas. Le llaman psique o alma. Es el hogar de las ideas y la imaginación. Es donde residen nuestras percepciones, el pensamiento y las emociones, donde se acunan los recuerdos, donde construimos la realidad y albergamos lo que amamos en el subconsciente.
Su materialidad es la tinta. Adentro de nosotros yace un río interminable de palabras, esos seres que pueden formar frases, párrafos enteros, libros no escritos… palabras que dan vida a lo que aún no aparece en la realidad, que surgen para dar rutas y norte al destino.
Si alguna vez el matemático británico William Thompson Kelvin dijo que “lo que no se puede medir no existe”, tengo la certeza de que la mensurabilidad no es existencia. Pero la palabra sí. Nuestro mundo o realidad se conforma con los vocablos. El nombre es existencia.
Los magos de todos los tiempos tuvieron dos herramientas de sortilegios: la palabra y la intención o amalgama infinita de emociones. La varita mágica sólo es un mito. Son las palabras y la emoción con las que se pronuncia que se puede bendecir, ahuyentar, amar, redimir o invocar. Son instrumentos que crean.
Por ello, cuando el monarca de un lejano reino convocó a su consejo de sabios desde los cuatro puntos cardinales y les exigió que le entregaran el objeto más poderoso de la tierra en un plazo de 33 lunas, ellos no lo dudaron y de inmediato se lo dieron.
El monarca, sorprendido, desenvolvió el objeto del deseo. Era un libro. Inicialmente creyó que se trataba de un recetario de hechizos milenarios y con sorpresa descubrió que se trataba de un diccionario.
—¿Acaso es una broma? —bramó iracundo.
—De ninguna manera, Majestad. Con ello podrá tener todo lo que desea —contestaron al unísono los sabios.
Y así era.
¿Qué puedes nombrar que no se haga real? Walt Disney lo enumeró de esta forma:
—Lo que puedes imaginar lo puedes crear.
La Biblia, en el Evangelio de Juan, lo consignó así:
—En el principio fue el verbo… y el verbo era Dios.
Verbo (palabra) es el inicio. Pero también destino. Por ello los pueblos originarios acostumbraban imponer nombres significativos: pluma azul, toro sentado, piedra de fuego… el nombre simboliza nuestra misión de vida. Por ello muchos padres otorgan a sus descendientes su propio nombre y otros le dan a su prole nombres de personajes notables.
Incluso, en una noción muy flaca de esplendor, bautizan a los niños con nombres de personajes de telenovela o con aquellos que suenan exóticos y extraños. Pocas veces se detienen a pensar que el nombre conformará una parte muy grande de la existencia del nuevo ser.
Y si la materialidad o corporeidad la da el polvo de estrellas, una disección a la psique nos remitiría a la tinta. Azul como el mar que nos llena o negro como la vacuidad donde emergen las respuestas a preguntas trascendentales y milenarias como ¿por qué estoy aquí?
La disección de quien somos tú y yo son las palabras con las que conformamos nuestra historia de vida, proezas, amor, tiempo y muerte.
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— Fusilerías (@fusilerias) February 27, 2023