Jean-Claude Carrière murió mientras dormía, es decir, mientras soñaba; llevó el surrealismo hasta su lecho de muerte. Si se dice que Hollywood –lugar que despreciaba el escritor y guionista francés– es la fábrica de sueños, el cine es un sueño; luego Carrière murió haciendo cine en sueños, un último guion.
De los obituarios en la prensa del 8 de febrero pasado, El País encabezó su artículo “Muere Jean-Claude Carrière, la sombra de Buñuel”, nefasto titular para la gran nota de Álex Vicente, en el que se desconoce por descuido editorial que el francés brilló con luz propia y trabajó con Jacques Tati, Volker Schlöndorff, Milos Forman, Andrzej Wajda, Marco Ferreri, Louis Malle, Nagisa Oshima, Patrice Chéreau, Fernando Trueba, Carlos Saura, Philip Kaufman, Michael Haneke, Julian Schnabel, Jean-Paul Rappeneau y aun Jean-Luc Godard, además de ganar un Oscar por cortometraje y otro por trayectoria.
Más preciso fue el sumario sobre Carrière que añadió Jean-Luc Douin a su edición digital en Le Monde ese lunes fatídico: “El gran cómplice de Luis Buñuel puso su pluma fecunda al servicio de los más grandes cineastas”. Sin duda fue eso Carrière, “gran cómplice” de Buñuel –con quien firmó seis filmes de la etapa francesa del aragonés–, y no “sombra”, hasta la noche en que murió soñando en la Pigalle.
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Carrière narra en Para matar el recuerdo. Memorias españolas (Penguin Random House, 2011) su primer encuentro con Luis Buñuel, que no podía ser sino surrealista. En 1963, a los 32 años, Carrière regresaba de Argelia donde hizo dos años y medio de servicio militar y después de dos años también de trabajar en el cine con Pierre Étaix, con quien compartió su primer Oscar por un cortometraje, y Jacques Tati. Con ese mínimo currículum, el productor Serge Silberman le pidió que se reuniera con Buñuel, entonces de 63 años, para que comieran durante el Festival de Cannes y hablaran de adaptar la novela de Octave Mirbeau, Diario de una recamarera, el que sería el primer filme francés de don Luis.
El hotel Montfleury, a las afueras de Cannes, vendría a ser, exactamente a las 13 horas, el escenario de la cita entre ambas leyendas –en realidad una suerte de casting para guionistas, pues Carrière se enteró, por la agente de Jeanne Moreau, que Buñuel estaba viendo a varios candidatos para su película debut.
Carrière llegó con anticipación, vio al cineasta rodeado de amigos, a quienes dejó puntual para ir a buscar al guionista en el vestíbulo. Cuenta en sus memorias españolas Carrière para revivir el recuerdo:
“En otras ocasiones he hablado de cómo su primera pregunta me pareció importante y profunda: ‘¿Bebe vino?’. No se trataba de una especie de formalidad, de convencionalismo, de frase hecha, sino de una verdadera pregunta que versaba sobre nosotros mismos. Cuando le respondí que no solo bebía vino sino que incluso provenía de una modesta familia de viñateros, se le iluminó la cara con una sonrisa sincera. ‘Dos botellas’, le pidió al camarero. Al menos, como me confesó más adelante, si no conseguíamos entablar una buena colaboración, tendríamos algo de qué hablar.
“Fue una comida excelente bien regada con vino y que en parte determinó mi vida. Al parecer Luis, como la mayoría de los surrealistas, se sentía muy cercano a los grandes cómicos estadounidenses. Había tratado a Chaplin –y como lo contaría en Mi último suspiro– y a los hermanos Marx. Y en su juventud había escrito un artículo sobre Buster Keaton. Por ello mi atracción hacia ese tipo de cine le interesó. Me dijo además que había estudiado entomología y que los insectos en particular le fascinaban, lo que, gracias a mi trabajo sobre la vida sexual de los animales, nos acercaba más. Los acoplamientos de ciertas especies de arañas alimentaron una de las primeras conversaciones que tuvimos”, relata Carrière, quien había colaborado en Bestiaire d’Amour, de Gérard Calderon, sobre la vida sexual de los animales, adaptación del libro de Jean Rostand, hijo de Edmond, con quien años más tarde trabajó en la adaptación de su Cyrano de Bergerac para la cinta de Jean-Paul Rappeneau.
Sobra decir que Carrière ganó en el casting de guionistas y viajó a España para reunirse una vez más con Buñuel, aunque en el camino su auto se averió y tuvo que terminar el recorrido en el vehículo de unos curas con quienes pudo comunicarse en latín, porque entonces no hablaba ni una palabra en español. Una anécdota que bien pudo inspirar escenas de La Vía Láctea o de El fantasma de la libertad.
Surrealista por adopción con Buñuel, Carrière fue maestro de la adaptación de obras literarias del siglo XX, como el El tambor de hojalata (Die Blechtrommel 1959), la novela del Nobel 1999 Günter Grass, que llevó a la pantalla bajo la dirección de Schlöndorff en 1979; o La insoportable levedad del ser (Nesnesitelná lehkost byt, 1984), de Milan Kundera, que Philip Kaufman convirtió en filme de culto cuatro años después del libro, con Juliette Binoche, Daniel Day Lewis, Erland Josephson y Lena Olin. Incluso se la jugó con Peter Brook para adaptar al cine su versión de teatro del Mahabarata de 9 horas.
Con Buñuel no fue la excepción, al guion sobre la novela de Mirbeau Le Journal d’une femme de chambre siguieron Bella de día (Belle de jour, 1967), a partir del relato homónimo de Joseph Kessel, y Ese obscuro objeto del deseo (Cet obscur objet du désir, 1977), versión libre de la novela La mujer y el pelele (La femme et le pantin) del legendario pornógrafo, casanova, escritor y fotógrafo Pierre Louÿs.
A estas adaptaciones se sumaron las colaboraciones en guiones originales para La Vía Láctea (La Voie Lactée, 1969), El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972) y El fantasma de la libertad (Le fantôme de la liberté, 1974). Después de Carrière, Buñuel no volvió al cine.
La complicidad entre ambos era tal, que en su libro Carrière confiesa haber comido con Buñuel más de 2 mil veces, refiere las historias que el cineasta le relataba de su época en la Residencia de Estudiantes de Madrid con Salvador Dalí y Federico García Lorca, a quien el cineasta idolatraba, y de la cofradía que este famoso trío intelectual de un catalán, un aragonés y un andaluz formó en Toledo.
Incluso refiere cómo extrañaba al cineasta cuando regresó con Juan Luis Buñuel –hijo de éste– a la vieja capital española para el documental El último guion. Buñuel en la memoria, realizado en 2008 por Javier Espada, director del Centro Buñuel en Calanda, y codirigido y editado por Gaizka Urrusti.
Autor también de numerosos libros –entre ellos un Dictionnaire amoureux du Mexique, que espera traducción al español–, nada mal para alguien que nació en 1931 en el pequeño poblado rodeado de montañas de Colombières-sur-Orb, al sur de Francia, entre Montpellier y Toulouse, donde los únicos libros que leía eran los cómics de Las aventuras de Tin Tin y Milou y el cine ni siquiera existía para sus habitantes, Carrière se rió siempre con Buñuel de los estereotipos y se acogió a la opinión del amigo de ambos, José Bergamín, quien creía que eran las mismas naciones las que propiciaban todos sus clichés.
Y cuenta en sus memorias una anécdota en la que ambos se mofaron de uno de los clichés culturales más arraigados sobre los españoles, justo en la última película que hicieron juntos y la última así mismo de Buñuel, Ese obscuro objeto del deseo, poniendo en duda la nación del personaje de la obra del francés Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais, llevada a la ópera por el italiano Giacomo Rossini.
“… durante el rodaje de su última película en Sevilla, Ese obscuro objeto del deseo, Luis Buñuel me propuso que filmáramos una escena muy corta en la que se vería Fernando Rey salir de un salón de peluquería, ponerse el sombrero y marcharse calle abajo. Le pregunté: ‘¿Por qué esta escena’? Y me respondió: ‘¡Para que por primera vez podamos ver El Barbero de Sevilla!”, cuenta El Gran Cómplice.
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