De un lado, Martín Luther King había recibido el Premio Nobel de la Paz por pretender abolir los prejuicios raciales en Estados Unidos; del otro, el entonces presidente estadunidense, John F. Kennedy, había sido asesinado por sus supuestas conexiones con la mafia y como resultado de la guerra fría. La inútil Guerra de Vietnam, comandada por su sucesor en la Casa Blanca, Lyndon B. Johnson, estaba en el ojo del huracán y en medio de este grotesco parteaguas los Beatles arribaban al aeropuerto del mismo nombre del gobernante ultimado: al JFK.
Antes de su llegada, el gran trabajo publicitario y de merchandise que el manager Brian Epstein mandó a hacer a los Fab Four rindió frutos, con miles de jóvenes histéricos y curiosos por la beatlemanía esperándolos con pancartas que daban la bienvenida al cuarteto en el aeropuerto y sus alrededores, en donde se presentaran. Entonces eran el foco de atención, una musical cortina de humo ante los escándalos ocurridos en ese 1964 en el gobierno yanqui.
Los Beatles se alojaron en el lujoso hotel Delmonico en pleno Manhattan. Miles de devotos jóvenes esperaban para ver a sus ídolos y a veces se colaban al lobby, por lo que decenas de policías y de empleados de seguridad privada custodiaban los pasillos. Los cuatro músicos estaban encerrados en una habitación del sexto piso. Sólo unos pocos (músicos, actores, deportistas y alguna que otra mujer adinerada que quería conocer el fenomeno músical de cerca) podían acceder a ellos.
Uno de esos días, a pesar de las toallas que habían puesto debajo de las puertas, el olor a mariguana se filtraba por todo el piso y se podían escuchar las risotadas de Ringo y de Brian, que se sentían volar por el techo como Mary Poppins, mientras que por el pasillo Mal Evans, asistente y amigo de la banda, regresaba presuroso a la habitación con cuatro botellas de vino a petición del invitado de honor, Bob Dylan, quien no quiso tomar champán francés ni escocés.
Evans se había topado abajo con el que aseguraba que era El Rey del rock, Elvis Presley, pero no le hicieron mucho caso. Después nos enteramos que aquel personaje de patillas largas y boca torcida era en realidad el mismísimo Sandro de América, un argentino que también se hospedaba ahí y había fans atisbándolo y aullándole con similar entusiasmo. Parecía que los fans del mundo se habían vuelto locos y esa misma noche el Gitano se presentó en el Madison Square Garden con un lleno.
La bolsa de mariguana que había llevado el invitado Dylan pronto quedó reducida a carcajadas que inundaban la habitación. Cuando Bob se retiró iba tarareando divertido “…and when I touch you… I get high”. En el lobby también tropezó con Sandro de América, confundiéndolo de igual manera con Elvis e incluso pidiéndole un autógrafo y una foto. Un recuerdo que aún guarda en un marco de plata sobre el escritorio de su biblioteca.
Después de las estruendosas presentaciones del cuarteto con Ed Sullivan y otros lugares, la beatlemanía había sido todo un histérico éxito en el país del norte. El inefable Coronel Parker, hábil representante de Elvis, sugirió al Rey enviar un saludo de bienvenida y recibir en su casa a los de Liverpool, pero lo cierto es que el cantante no estaba muy contento y había dicho, un poco celoso: “¡Al diablo, no quiero saber nada de esos hijos de puta!”
El Coronel mandó un convoy de tres grandes y negras limusinas y eran cerca de las 10 de la noche cuando llegaron los Fab Four a Graceland, a la enorme residencia del cantante de “Hound Dog”, revestida con montones de blancas ventanas, y al frente el amplio jardín con los autos del anfitrión (un Rolls Royce y un par de Cadillacs). Dentro, muchos de los muros estaban recubiertos de espejos en los que El Rey podía peinar su envaselinado copete, y en una espesa alfombra blanca se hundieron placenteros los negros botines del cuarteto.
Frente a uno de los 13 televisores que había en esa mansión de veintitrés habitaciones se encontraba Elvis, sentado en un amplio y blanco sillón de siete metros de largo hecho a medida para su séquito de aduladores de Memphis que esa noche lo acompañaba. Tenía una guitarra en las manos con la que rasgaba distraídos acordes.
Los de Liverpool saludaron tímidos. Elvis les hizo una flácida reverencia con la cabeza, se quedaron ahí parados un silencioso e incómodo rato, intimidados por la presencia de su encopetado Dios Blanco del Rock. John rompió el hielo un poco torpemente, tratando de acaparar la atención de su ídolo y le lanzó algunas preguntas (que si la Guerra de Vietnam, que si las películas que ahora hacía en Hollywood, que dónde había estado metido estos últimos años sin hacer rocanrol, que si Johnson era su amigo y así) que incomodaron a Presley, por lo que respondía a regañadientes con un “jajajá”.
El ambiente era raro y tenso, enconado Elvis, quien mandó traer unas guitarras, con más ganas de pedir que le llevaran unas ametralladoras, y al estilo de Pedro Infante y Jorge Negrete en Dos tipos de cuidado, se espetaron sus inclinaciones políticas en un quinteto que terminaría en el inmenso jardín en pleito casado.
Lennon estaba muy decepcionado por lo conservador y domesticado que se había vuelto su héroe rocanrolero, pero aun así lo reverenció siempre (como diría Víctor Roura), considerándolo como el primer roquero en blanquear de un modo insolentemente correcto los vaivenes rítmicos de los negros. Pero El Rey siempre creyó que John era un activista, un agitador de izquierda y un cabrón que corrompía a la juventud estadunidense, además de un hijo de puta antiamericano.
Así fue el cariño que le profesaba El Rey a Lennon. Es curioso que Elvis en sus inicios fuera considerado una amenaza para todas las jovencitas por sus escandalosos y sensuales movimientos de cadera (lo que le valió el apodo de Elvis Pelvis), mientras que las chicas hipnotizadas por el paroxismo de sus caderas querían hacerle el amor a ese febril rebelde de sensuales ojos entornados.
Al final mandó a la lona a esos cuatro de Liverpool regalándoles un gancho al hígado con todos sus éxitos en vinilo (a John sí le encantaron). El cantante de “Twist and Shouts”, alargando la mano en socarrón tono hitleriano, gritó desde la limusina en un limpio recto a la mandíbula: “¡Larga vida al rey!”.
Y se largaron de ahí empachadísimos.
Elvis jamás probó la mariguana, eso era para jipis y activistas, anarquistas e izquierdosos como Lennon o Dylan. Incluso obtuvo una placa antinarcóticos (narcóticos de los que él nunca pudo prescindir) que le dio su amigo y admirado Richard Nixon, reclutándolo y adiestrándolo para que siguiera, espiara y recopilara todo cuanto hiciera el revoltoso cantante de “Imagine” en su estancia en Nueva York. Posteriormente quiso que el histórico director del FBI, John Edgar Hoover, se convirtiera en su esbirro cazajipis, pero para colmo el superagente era fan de Lennon.
El Rey, decíamos, era una farmacia ambulante, cosa que aprendió cuando estuvo en el ejército. Utilizaba anfetaminas y fármacos para todo tipo de dolencias y requerimientos por más insignificantes que fueran, hábito que terminaría en una obesa y sudorosa carrera en Las Vegas.
Los cuatro de Liverpool nunca fueron rencorosos con su dios, siempre le guardaron pleitesía, hasta el día de su muerte de un infarto en la inmensa tina de baño de su inmensurable residencia. Las fans, como flores desmayadas por todo el jardín de Graceland, aseguraban que no podrían vivir sin el músical vaivén de aquellas caderas.
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— Elvis Presley (@ElvisPresley) October 19, 2021