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La cabeza perdida de Einstein

Einstein amaba y se enamoraba de todas las mujeres, pero las que en verdad le volvían loco eran las más plebeyas, cuanto más sudadas y olorosas más le gustaban

El patólogo Thomas Harvey perdió la cabeza de Albert Einstein en un prostíbulo de mala muerte. Era 1955. Un aneurisma alcanzó al físico más famoso de la historia y le devoró la vida. El cuerpo fue incinerado en la intimidad familiar y sus cenizas esparcidas en el río Delaware a petición del científico. Einstein no quería que la gente hiciera un espectáculo de su muerte.

—No quiero interferir con el destino de la vida operándome y prolongarla artificialmente… ¡me iré con elegancia! —puntualizó el físico al enterarse de su mal pocos días antes de su muerte.

No quiso gente ajena a su círculo familiar en el velorio, sólo un amigo que leyó un poema de Goethe y su secretaria, que derramó sus lágrimas sobre el modesto ataúd antes de ser incinerado. Un furtivo fotógrafo de la revista Life tomó varias fotos que nunca verían la luz a petición del hijo mayor de Albert. Pero lo que nadie sabía era que el cuerpo fue incinerado sin cabeza, un hecho nada elegante, discordando con el deseo del premio Nobel.

La testa fue cortada con todo cuidado por un groupie no muy equilibrado y guardada en un gigantesco frasco de mayonesa que el patólogo devoraba con obsesiva gula a cucharadas durante el día, mientras al fondo de un pasillo, desde pequeños frascos, algunos fetos en plastinación observaban todo.

Harvey echó líquido amniótico al depósito con la cabeza, que nadie sabe si el patólogo había sustraído como un hecho puramente científico o por venganza de todos esos inventores sin nombre a los que Einstein había plagiado sus proyectos cuando trabajaba en el Departamento de Licencias… o si Mileva Maric, primera esposa, pagó también en revancha por no recibir crédito como gestora de muchas de las teorías del científico. Habrá creído que el rock star de la ciencia andaría penando en busca de su cabeza por toda su mortuoria eternidad.

Cuando Thomas dio a conocer que él había sido el autor de esa decapitación, con la genial intención de estudiar el cerebro del Nobel con fines docentes, argumentó orgulloso que fue un procedimiento con toda diligencia y respeto de un admirador y estudioso de sus teorías. Por supuesto, fue expulsado en el acto por los adustos directivos del Hospital de Princeton, a los que no les gustó nada esa imprudente iniciativa.

Por eso el obsesivo Harvey se apresuró a sacar la cabeza en ese frasco de mayonesa envuelto en su bata y la escondió en el sótano de su casa, dio la noticia de su despido a su mujer, y como sus desvaríos ya eran una vieja costumbre, harta de esos despropósitos lo abandonó definitivamente.

—¿Ahora te ha dado por andar robando cabezas? ¡Esto ya es el colmo! —esgrimió entre pucheros la corpulenta mujer del patólogo mientras llenaba varias maletas con sus pertenencias. Al verse solo y en peligro, Thomas metió la cabeza en el maletero de su coche y se fue lejos, en busca de alguien que pudiera entenderlo y llevar a cabo el deseo de desentrañar el genio del científico por el bien de la humanidad.

Inteligencia
Albert Einstein. Cortesía Museo Albert Einstein

***

Thomas condujo horas metiéndose alguna cucharada de mayonesa y dando prolongados tragos a la botella de ajenjo que lo acompañaba en esa travesía científica junto con la vivaracha cabeza de Albert dando crédito a esa teoría de la relatividad.

Ya era de madrugada y Thomas estaba ebrio, embriagado por la obsesión que le hacía cosquillas en la cabeza, por lo que en una curva parpadeó más de lo normal y se salió de la carretera por una escarpada vereda, yendo a parar por azares del destino en el viejo pórtico de un apartado prostíbulo, iluminado por una tenue linterna, haciendo que los pocos sibaritas que lo visitaban huyeran pensando que se trataba de una redada de la policía.

El viejo fue rescatado del auto que comenzaba a arder por mujeres de formas voluptuosas y perfumes baratos que, sin embargo, eran como marchitas flores que apestaban a algún mal camino. Thomas aventuró unas atropelladas palabras:

“¡El… maletero! ¡La… cabeza! ¡Albert!”. Así que las curiosas damas abrieron la cajuela con un retorcido fierro y rescataron también la cabeza de Einstein, al que enseguida reconocieron mientras les guiñaba el ojo.

Margarita Konenkova, la espía rusa, se encontraba infiltrada dentro de ese grupo de meretrices. La comunista que sedujo unos años antes el gran cerebro del genio lo cautivaba una vez más y la química del amor era algo que aún no entendía la física de Einstein. De esa reacción la cabeza recobraba la vida, porque hay cosas del amor que la ciencia jamás entenderá y como el amor todo lo puede…

“Almar” fue la balbuceante expresión que pronunció la cabeza del genio, que se encontraba flotando con los hirsutos pelos blancos dentro del líquido amniótico y algo de mayonesa McCormick. Era un acrónimo a partir de “Al” por Albert y “Mar” por Margarita, nombre que los amantes habían inventado para llamarse mutuamente y no revelar nunca su identidad. Se conocieron durante la estadía de ella en Estados Unidos, adonde iba siguiendo a su marido, un escultor ruso a quien se le había encargado esculpir un busto en bronce del físico para la prestigiosa Universidad de Princeton.

Albert estaba casado entonces con su segunda esposa, su prima Elsa, quien se encontraba grave de una enfermedad crónica. Sin embargo, el genio comenzó a seducir a la rusa, a su vez atraída por la popularidad de aquél como muchas mujeres más. Así comenzó ese tórrido romance en medio de la posguerra, que terminó cuando ella le contó que era una espía soviética y que había entregado información del Nobel sobre la radiactividad a la URSS, aunque en verdad se había enamorado de él.

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Ilustración: Manjarrez

***

Las bellas ninfas decidieron que se cobrarían el maltrecho portal con la cabeza del genio, que de algo les habría de servir, como mejor administrar el congal y aportar geniales ideas para el beneficio del antro, como sugirió Margarita.

Einstein amaba y se enamoraba de todas las mujeres, incluyendo la hija de su esposa, pero las que en verdad le volvían loco eran las más plebeyas, cuanto más sudadas y olorosas más le gustaban, así que esa química de flores apestosas despertó al genio de su mortuorio letargo.

El fuego del motor del auto fue apagado con grandes chorros de cerveza agitada por las manos de las meretrices y milagrosamente puesto en marcha. El viejo Thomas, triste, cabizbajo y sin dar crédito a lo que acababa de suceder, se subió a la lata desvencijada que era su auto, como él, y al salir por la escarpada vereda se topó con el cuerpo de un ciervo, al que había atropellado en esa travesía. De súbito, empero, tuvo una iluminación, las palabras de su ex mujer resonaron claras y rotundas en la oscuridad de esa agitada y demencial noche.

—Sustraer cerebros, te lo paso, ¡pero mira que andar robando cabezas!

Siendo esos hurtos una costumbre, el obsesivo patólogo extrajo el cerebro del rumiante con un cortador de quesos que guardaba en la guantera de su auto y lo puso en otro frasco de mayonesa a medio comer. Sabía que la cabeza del genio era imposible de sustraer de aquel congal custodiado por esas mujeronas de enormes tetas rusas, así que decidió sustituir el cerebro del genio por el de ese ciervo que el señor le ponía en su científico camino.

Después de chantajear a un puñado de científicos con el cuento del cerebro de Einstein y conseguir algún dinero y popularidad, logró lavar un poco su sucio prestigio. Regresó por fin el cerebro diseccionado de Einstein al Hospital de Princeton, que en realidad era el del ciervo atropellado.

El cercenado occipital aún se encuentra en dicho hospital, exhibido como parte del genial cerebro del científico, e incluso muchos docentes lograron estudiar cortes hallando agrandamientos fuera de lo común en el lado cerebral donde las matemáticas se gestaban. ¿Habrase visto un ciervo matemático?

***

Albert Einstein, o más bien su cabeza parlante, consiguió vivir algunas décadas más entre generosos pechos y bailes llenos de estruendosas y francas carcajadas que lo colmaban a besos. Amorosamente cuidada por Margarita, entonces administradora del antro, parecería que pasaría de generación en generación de prostitutas hasta que cerraron en 1980 y la cabeza fue “asesinada” por su enamorada rusa, quien tenía celos de la pequeña meretriz Sally, ya que el físico sin cuerpo sólo tenía ojos para ella, a ella le declamaba poemas de desolado amor a la luz de la loca luna, mientras su bigote se le encrespaba de la emoción.

Sally se sonrojaba ahogando una excitada risita que se le quería salir por sus desarrolladas tetitas. Así que la celosa Margarita vació un día varias botellas de vodka y gin dentro del frasco y le prendió fuego. La madrugada de su fatídico acto, ella regresó a Rusia, donde murió dos años después.

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Ilustración: Manjarrez
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