Una vez fui librera

El Apóstrofo era apenas un cuartito de una casa de cultura en Querétaro, con tres libreros, un par de repisas y dos sillas
librera, Libro,

Este 2021 comenzó con una triste noticia: mi intento de librería se fue al demonio con la pandemia. Se llamaba Apóstrofo y era apenas un cuartito en la planta baja de una casa de cultura en Querétaro, con tres libreros, un par de repisas y dos sillas Acapulco para tirarse a leer. Había libros nuevos y usados. Tuve ojo cuando trabajé para una distribuidora de libros y compré las últimas ediciones de novelas y cuentos de Roberto Bolaño en Anagrama. Ya no podrían circular porque los derechos de sus libros se habían vendido a Alfaguara. Compré barato y los tuve almacenados junto con otros ejemplares de Irvine Welsh que amablemente firmó cuando pasó por mi casa hace tres años. Eso, y algunos libros que compraba dobles (o los tenía repetidos porque los compraba y después los escritores me los obsequiaban firmados) fue el inicio de mi librería. Libros de los que podía contar a los lectores visitantes de Ángulo 13, así se llamaba la casa de cultura que hospedaba mis libros y los de Coatl, un escritor queretano que además es doctor de estilo de vida y coordinador de luchas entre escritores.

Apóstrofo
La librería Apóstrofo se ubicaba en Querétaro

También te puede interesar: Cinco libros para celebrar el Día Mundial de la Poesía

Apóstrofo
Vista exterior de El Apóstrofo.

Empecé a visitar Querétaro más seguido para disfrutar de esa cercanía con los lectores. Coatl y yo atendíamos personalmente, les hablábamos de los libros que ellos encontraban y recomendábamos otros. Era como hallar amigos ocasionales con los cuáles hablar de literatura. Había clientes que entraban buscando un título específico y después de nuestra conversación salían con los brazos llenos de libros, a sentarse a las mesitas a tomar café y postre para hojear las compras.

Nunca podía quedarme más de tres días, de modo que escribía recomendaciones de una selección de libros y María Lugova, la hermosa rusa enamorada de México, dueña de una casa mutua (yo pienso que es de cultura, pero ella dice que es una casa para hacer comunidad), ponía las tarjetas en los libros para que los curiosos las descubrieran y quizá los compraran.

Apóstrofo
Coatl y yo atendíamos personalmente.

En total, mi aportación en especie fue de unas diez cajas y otras tantas de Coatl, que animaba a los editores y escritores locales para que mandaran sus libros en consignación. Aquello era una librería muy alegre y mexicana. Me gusta pensar que era una librería de barrio, con cafetería y patio floreado, con sillas y mesas para pasar el rato. Y cuando empezábamos a organizar talleres y conversaciones con autores, llegó el 15 de marzo, día en que oficialmente nos fuimos a encerrar.

Pocos meses después nos dimos cuenta, como todos, que el encierro iba para largo y la renta de la casa mutua comenzó a ser un problema para Lugova. La solución estaba en desalojar la librería y volver a ser una casa habitación, sin mutualidades ni enfrijoladas de ensueño. Lugova, generosa, empacó y ordenó la mercancía y nos entregó a cada quien lo que tocaba. Era bueno saber que había vendido muchos libros, pero también aterrador ver tres enormes e inesperadas cajas en mi estudio. Cuando las abrí, me pareció un crimen que hubiera tantos libros buenos y nadie los hubiera comprado. Había novelas de Rubem Fonseca, Irvine Welsh (aún quedaron ejemplares firmados), cuentos de Ana García Bergua, de Cees Nooteboom y hasta David Shigrly y Paul Auster. No se me ocurrió otra cosa que la sinceridad, me fui a Twitter, que es como agarrar un micrófono, y carraspeé un poco para aclararme la garganta. Le dije al auditorio que mi librería había cerrado por pandemia y me quedaban libros buenos para vender. Me convertí en librera de piso vía redes sociales. La gente se acercó por mensaje directo, preguntaban seriamente por los libros y yo les hablaba acerca de ellos como hacía en persona, en Querétaro, hace un año y meses. Compartimos teléfonos, números de cuenta y vendí el contenido de las tres cajas que estaban en medio de mi estudio.

Los compradores parecían hambrientos de lecturas y no exagero, no me daba abasto con la cantidad de mensajes y atención que requerían en un día. Contraté a Danna, una adolescente con mucha energía, para que me ayudara a preparar los paquetes de envío y llevarlos a la mensajería. En resumen, nos volvimos una empresa de un momento a otro.

Aún ahora que se terminaron los libros me siguen llegando mensajes que se convierten en largas conversaciones sobre literatura. Los lectores nos desbordamos cuando encontramos a alguien con quien compartir nuestros hallazgos literarios, es un no parar de hablar.WhatsApp Image 2021 03 26 at 14.43.53 2

Con todo esto, quiero decir que el librero de piso, esa persona que solía decirnos dónde encontrar el libro que buscábamos en las librerías de Gandhi o el Sótano, es un personaje importante y necesario para que el negocio (son negocio, por más que las veamos como templos) funcione y el circuito del libro se cumpla. Es como el que sirve los tragos en la barra y la gente que bebe le cuenta sus penas. La experiencia en la librería es muy otra y más positiva: preguntas por un libro y el librero, además de acercarte lo que estás buscando, te ofrece tres nuevos autores que no conocías y se te antojan tanto como lo que fuiste a buscar. Y te los llevas todos para tener muchos días de feliz ocupación. La librería gana, la editorial gana y tenemos una industria editorial de verdad. La pregunta es dónde están los libreros. El piso de las librerías ya no está (o está pocos días, pocas horas, depende del color del semáforo en cada ciudad) y los lectores no asisten en masa, pero las herramientas para hablar de libros y acercar a la gente sobreviven. Los lectores sí existen, yo los vi, ahí están. La crisis de las librerías en México ya se había instalado antes de la pandemia, pero ahora me doy cuenta de que no tenemos tantos libreros dedicados y por eso (y otras cosas, no les atribuiré el peso completo del problema) las ventas de libros es baja. Los dueños de las librerías contratan menos personas apasionadas por promover los libros y más vendedores (que no libreros) de piso distraídos, poco lectores y mal pagados, que cuando no encuentran soluciones, culpan a la distribuidora porque «no ha surtido».

Apóstrofo
Librería Apóstrofo

El encierro abrió un abanico de posibilidades para vender de otra manera y funciona. Hay un público ávido de recomendaciones y poco o mucho tienen dinero para invertir en libros, pero no basta con poner un botón de compra y la contraportada del libro, hay que hablarle al lector.Apóstrofo

Total
0
Shares
Previous Article
venecia

Sin festivales ni turistas, Venecia celebra 1,600 años de su fundación

Next Article
Anne Carson

La poeta Anne Carson gana premio PEN/Nabokov

Related Posts
Total
0
Share