La balada es un cadáver elegante
A principios de los años noventa, el mundo era un lugar absurdo con pantalones gigantes, televisores cuadrados y la esperanza desangrándose en los márgenes del sistema. Kurt Cobain aún respiraba. MTV era una iglesia de neón donde los nuevos profetas aparecían con distorsión de guitarra y ojeras como estandartes. La Guerra Fría había terminado, pero el hielo seguía dentro de todos. En ese escenario disonante, donde el nihilismo era moda y la heroína no salía en comerciales, pero sí en discos, Nick Cave y PJ Harvey se encontraron.
Nick Cave nació con una copa de vino tinto en una mano y una Biblia ensangrentada en la otra. Criado en un rincón de Australia donde las serpientes sisean blues, se convirtió en poeta, predicador del abismo, y vocalista de un rock que olía a cuero viejo, sudor sagrado y cenizas de amoríos carbonizados.
Desde el principio supo que Dios estaba en silencio y que el diablo tenía mejor banda sonora. Su infancia había sido un menú degustación de tragedias: padre muerto joven, alma torcida temprano, sensibilidad peligrosa. Cuando emigró a Londres con The Birthday Party, parecía una mezcla entre sacerdote excomulgado y asesino de motel. Gritaba poesía entre distorsión, pero el público lo recibía como a una bomba que no sabían si iba a explotar o a recitar a Blake.
PJ Harvey, en cambio, era la revolución vestida de mujer, guitarra colgando como fusil de francotiradora emocional. Salida del suroeste inglés con la energía de quien se ha cansado del silencio y de la cocina de mamá, cantaba como si invocara a los demonios de la virginidad y los retara a un duelo. Dry, su primer disco, no era una promesa: era una amenaza cumplida. La prensa no sabía si amarla, temerle o preguntarle con voz temblorosa cómo lograba que un simple acorde doliera tanto.
Se conocieron como se conocen los relámpagos en mitad del bosque seco: por destino o por error. Él tenía el traje negro de siempre, como si nunca hubiera abandonado el velorio de su propia esperanza. Ella vestía de rojo, porque el alma se le escapaba por las mangas…
Londres, 1995. El video de “Henry Lee” fue un andar compartido ese invierno. Hubó miradas laterales y risas contenidas.
Nick la invitó a cenar después de la filmación. Ella dijo:
—Sólo si no hablas de tus hijos.
Él respondió:
—Sólo si me dejas verte fumar.
Se miraron y se entendieron, como quien ve el amor como una especie de autopsia.
Comieron fideos fríos en Nottting Hill. El vino sabía a celofán.
Esa noche no durmieron juntos. Pero escribieron cosas que jamás mostrarían al otro.

Posteriormente Nick y Polly Jean habían alquilado un piso en un edificio en Ladbroke Grove en Londres, con la fachada gastada por el hollín, escalera estrecha y ventanas empañadas por la nostalgia, exquisitamente amueblado por alguien que claramente nunca escuchó música. La alfombra olía a vino viejo y humedad. La cafetera goteaba con resignación. No había televisión, pero sí un espejo grande donde se reflejaba la tensión acumulada de dos artistas que habían confundido la química con comunión.
Se enamoraron como se enamoran los genios torturados: con intensidad suicida y nula visión a largo plazo. Ella componía canciones como si diseccionara un ciervo en la mesa de la cocina. Él respondía con baladas de asesinatos donde la sangre rimaba con redención.
Nick se levantaba a las 10, aunque llevaba despierto desde las 6.
Polly ya había salido. Caminaba por Portobello, “el mercado de antigüedades”, con una libreta en la mano y unos auriculares de los que salía nada. Solo se los ponía para que nadie le hablara.
Cuando volvía, él estaba frente a su máquina de escribir. Siempre la misma escena: camisa blanca arrugada, cigarro colgando, taza de café rehecho cuatro veces.
Sobre la mesa, papeles con frases tachadas como heridas:
“Mi lengua no cabe en tu nombre”.
“Dios me habla con tu voz cuando estás dormida”.
“Me dejaste una jeringa y un silencio”.
—¿Lo escribiste por mí? —preguntaba ella a veces.
—Lo escribí por lo que no me dices —respondía él.
De regreso a Berlín en el Hotel Adlon y un otoño que olía a ceniza.
Nick Cave llegó un martes con un traje que ya había sobrevivido tres resacas y un funeral. El recepcionista lo miró con ese respeto institucional que sólo se le tiene a los aristócratas del sufrimiento. Subió al penthouse con dos maletas: una con ropa, otra con papeles heridos de letras. En ninguna había esperanza.
Dos días después, PJ Harvey entró con una valija Samsonite, una guitarra sin funda y un abrigo que parecía robado de un exorcista. No saludó. No sonrió. Subió directo. Sabía que él ya estaba ahí. No por intuición romántica, sino porque alguien en recepción le dijo:
—El señor Cave pidió silencio absoluto. Ni piano en el lobby.
Interior, suite 705. Noche.
Nick estaba sentado en el sofá, camisa abierta, una copa de vodka helado en la mano y un libro de Thomas Mann abierto en el regazo como excusa estética. Cuando PJ abrió la puerta, no levantó la vista.
—¿Dormías? —preguntó ella.
—¿Alguna vez lo hago?
Se sentó frente a él. No se besaron. Se miraron como si ambos estuvieran envueltos en un accidente de tráfico y trataran de adivinar quién tuvo la culpa.
—Tienes ojeras —dijo ella.
—Son mis medallas.
Ella sacó una caja metálica con sushi envuelto en papel de arroz.
—¿Tienes hambre?
—No de eso.
Ella comió igual, en absoluto silencio.
Nick consulta un sobre de Aspartame Diet Coke y una cajetilla entera de Camel —en un café no se puede conjugar cigarro y ADN. —Nick abre la lata—. ¿No te duelen las rodillas después de grabar a las cuatro de la mañana?
—Menos que mis palabras cuando uso el micrófono.
PJ produce collages en recortes y fotos: «Mi proceso», dice ella. Nick los observa en silencio.
—Eres más visual que narrativa —finge él un elogio.
—Más literal —responde ella—. No me gustan las canciones que hablan de dentistas que mueren.
Ambos pasean por callejones de Berlín tras los shows. Nick entra a la iglesia a las 10 de la mañana y sale a las 3 de la tarde para visitar a su dealer; él mismo dice que era “totalmente loco” hacerlo en el mismo día.
PJ lo acompaña de lejos, no bebe ni se pincha; a menudo viste camisa blanca, pantalón negro, botas gastadas. Nick lleva traje, corbata suelta, cigarrillo y jeringuilla en el bolsillo interior del chaleco.
—¿Ves esta iglesia? —le dice Nick mientras cruza las puertas góticas.
—Sí. ¿La jeringuilla en el taxi? —responde ella, sin humor.
No hablan de limpieza o locura. Hablan de poesía.
Grababan demos en una sala alquilada en Kreuzberg, con un piano desafinado y una lámpara que colgaba como una amenaza.
Nick tocaba acordes menores con dedos temblorosos.
PJ lo observaba desde un rincón, tomando té verde que traía en un termo propio. Nunca usaba lo que el estudio ofrecía.
—¿Quieres que cante? —preguntó.
—Quiero que te quedes.
—No es lo mismo.
Silencio.
—Esto no es una canción, Nick —dijo ella.
—Todo lo nuestro es un maldito B-side.
La industria del rock los miraba con desconfianza. No eran vendibles. No eran simpáticos. No eran fáciles de consumir. Eran arte sin filtro, como si hubieran salido del sueño febril de un Rimbaud deprimido en Camden Town.
Afuera, la gente todavía creía que los rockeros debían morir jóvenes o al menos tener abdominales. Pero Cave y Harvey preferían la poesía a las pesas. Él tenía cara de enterrador romántico; ella, de médium postpunk. No encajaban, por eso eran necesarios.
Ya no almorzaban juntos.
Ella comía en una cafetería vegana, donde el hummus sabía a castidad.
Él pedía fish & chips grasientos de un local que olía a grasa de 1982.
Una vez ella le preparó sopa de lentejas. Él le sirvió vodka con hielo.
Ninguno probó nada.
Se quedaron mirándose como si uno fuera el remake del otro.
—Te estás consumiendo —le dijo ella.
—Y tú te estás purificando hasta volverte irrelevante —contestó él.
Su relación fue breve, como una sobredosis elegante. En los años noventa, cuando la heroína aún tenía glamur y las camisas floreadas eran ley, Nick y PJ eran los Sid y Nancy del arte conceptual, pero sin la parte donde uno apuñala al otro (aunque líricamente lo hicieron varias veces).
Los tabloides los querían destripar, pero se atragantaban con las metáforas. No era fácil descifrar si una canción era sobre la pérdida del amor o sobre desenterrar cadáveres en el desierto. A veces, era ambas.
Nick escribía cartas a Dios, firmadas con dolor y nicotina. PJ le respondía con riffs que te hacían sentir como si fueras culpable de todo. Él se drogaba con el silencio. Ella, con la introspección. Ambos tenían adicciones más fuertes que la heroína: la autoconciencia y la necesidad de decirle al mundo “mira lo feo que puedo ser si me amas mal”
Nick vestía como siempre: traje negro, camisa blanca, zapatos brillantes aunque no saliera.
PJ comenzó a vestirse como si fuera a una misa sin Dios: pantalones anchos, suéteres de lana gruesa, botas sin intención estética. Su abrigo tenía un parche que decía “art is a wound turned light”.
Él lo odiaba.
Ella lo llevaba como talismán.
Un martes lluvioso en una noche que casi fue algo, ella se sienta en el suelo con su guitarra. Nick la mira desde el sofá.
—Tócala —dice.
Ella toca un acorde menor, canta una línea suave.
“I’m not dancing for you anymore…”
Nick se levanta, se arrodilla frente a ella.
Por primera vez en semanas, están cerca sin que haya entre ellos humo, rencor o crítica.
—Eso… es hermoso.
—No la grabaré.
—¿Por qué?
—Porque aún estás vivo en ella.
Se besan. Lento. Breve. No erótico. Más como si sellaran un epitafio.
3:07 AM.
Nick buscaba en su maleta una jeringa que creía haber escondido mejor.
PJ, en bata, lo observaba sin hablar.
—Pensé que ya habías dejado eso.
—Pensé que tú no huías.
Ella volvió a la cama.
Él se quedó en el baño.
Entre el espejo empañado y la aguja, vio un reflejo que no reconoció.
Fueron amantes durante un año, pero parecieron siglos. Vivieron en habitaciones donde los ceniceros desbordaban y las ideas también. Hacían el amor como quien edita un libro maldito. Se gritaban metáforas. Ella dejaba frases sueltas como anzuelos; él respondía con baladas que sabían a crimen pasional. En una época donde el britpop vendía espejitos de colores y los rockeros alternativos coqueteaban con el éxito como célibes con condón en la mano, ellos hacían arte que te escupía en la cara. No eran comerciales. Eran veneno gourmet.
Los días los pasaban componiendo, leyendo, discutiendo sobre si Dios tenía sentido o si solo era un truco narrativo. Las noches eran una ópera de vino tinto, conversaciones eternas y, a veces, la visita de un dragón blanco llamado heroína. Nick, ya entonces, tenía una relación intermitente con las drogas: no las buscaba siempre, pero cuando lo desangraban bellamente, las perdonaba. PJ era más controlada, cerebral, pero no menos herida. Cada uno criaba a su propio monstruo. El problema es que, al conocerse, también les dieron de comer juntos.
El mundo exterior no los entendía. La prensa quería convertirlos en pareja de portada, pero ellos se escupían en los clichés. Hacían declaraciones misteriosas, se ignoraban en galas, y luego escribían canciones que eran confesiones disfrazadas. “Henry Lee”, por ejemplo, ese hermoso y lúgubre dueto, fue una forma de decir “te amo, pero si te acercas mucho, te entierro con una sonrisa”. En esa canción, la muerte es metáfora y literalidad a la vez. Como todo entre ellos.
Su entorno era un carnaval en ruinas. Camden Town olía a cerveza rancia, ropa vintage y desesperación. Las discográficas querían vender angustia envuelta en estuches de plástico. Los fans proyectaban en ellos una mística que ni ellos mismos soportaban. Eran conscientes de que el público, aún el más devoto, podía amar a los ídolos rotos… pero solo si rompían bonito. Demasiado dolor auténtico espanta al consumidor promedio.
PJ deja una carta sobre el piano, escrita con tinta negra.
Solo tiene una línea:
“Estoy yéndome antes de quedarme demasiado».
Cuando Nick despierta, ella ya no está.
Ni la guitarra.
Ni el abrigo.
Solo queda el termo de té, vacío.
Nick está sentado en la cama, la carta salpicada en rojo por la jeringuilla abandonada a un costado. El sol entra por la ventana.
Suena el teléfono.
PJ (al otro lado): “Es simplemente… se terminó».
Él suelta el teléfono. “Estaba tan sorprendido que casi se me cae la jeringa,” diría después.
Nick se queda mirando el techo, la camisa arrugada sobre su pecho. PJ detiene su café; mira con estilo la taza de cerámica: negra, sin logo, con una mancha de lipstick pálido que sobrevive en el borde.
PJ: “Me voy a Dublín.”
Nick (con voz suave): “¿Y el álbum?”
PJ: “Tú lo escribes ya. Sin mí.”
Finalmente, no hubo oxígeno que alcanzara para tan monumental incendio.
PJ se había cansado del drama. Nick no sabía vivir sin él. La ruptura fue seca, pero abrió las carnes de ambos. Él cayó en una brutal espiral de introspección. De esa caída nació The Boatman’s Call, un disco que es un rosario de heridas, especialmente “Into My Arms”, la canción que uno canta cuando ya perdió la fe, pero aún ama el eco. Ella, en cambio, grabó “To Bring You My Love”, donde cada palabra es un cuchillo afilado con estribillos. Siguiendo otro camino, más experimental, más maduro, como si al alejarse de Nick también se alejara de un espejo que deformaba todo.
No volvieron.
O al menos no como pareja. Pero siguieron presentes, como el perfume en una carta vieja. En entrevistas, él siempre la nombra con respeto y ojos ligeramente humedecidos. Ella se refiere a él como un gran artista… que dolía. Ninguno borró al otro. Porque hay amores que no se viven: se sobreviven.
Hoy, en una época donde los roqueros son influencers con estilistas, y la música se mide en algoritmos, el mito de Nick y PJ sigue latiendo. Porque fueron algo que el tiempo no puede explicar sin sonar tonto: amor verdadero, aunque jodido; arte honesto, aunque incomprendido.
Se dejaron, pero nunca se fueron. Como los fantasmas que cuelgan de una lámpara rota. Y aunque no volvieron a amarse, se siguieron escribiendo… en discos, en entrevistas envenenadas, en el viento que suena cuando alguien prende un cigarrillo al recordar lo que no pudo ser.
Hoy, la moda noventera vuelve en memes y las guitarras ya no suenan en las radios, pero la historia de Nick y PJ sigue ahí, entre líneas, en la parte del corazón que no cicatriza. Como dos ángeles caídos que se toparon, copularon en verso libre, y luego siguieron cada uno con su Apocalipsis personal. Pero Nick sigue cantando a la muerte como quien le sirve café. PJ sigue mutando, demostrando que una mujer con guitarra es más temible que cualquier ejército. Y ambos, sin proponérselo, siguen enseñando que a veces el amor no es destino ni redención.
Es solo una hermosa maldición compartida.

Con 50 años de trayectoria, la escritora y docente Yolanda Zamora recibirá el Homenaje Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez de la @FILGuadalajara https://t.co/5UaC7D1uoO
— Fusilerías (@fusilerias) July 14, 2025