Para Jack Kerouac México era una tierra mágica donde podía ser un nómada comulgando con sus indios y sus sagradas tradiciones, pero en cambio William Burroughs llegó huyendo del imperialismo yanqui y de la policía. Eran los años 50, la Ciudad de México contaba con un millón de habitantes, el aire era más transparente y el escenario perfecto donde toda realidad constantemente abandonaba sus fantasmas. Los buitres salpicaban de sangre un despiadado cielo azul que se derramaba sobre la tierra quemada, como si entramaras un cuadro de Jackson Pollock dentro de otro del Dr Atl. Gallos peleándose en una nube de polvo y otra vez la sangre lo salpicaba todo ante un lisérgico Burroughs.
El tequila sanaba las heridas de un México que recién salía de una cruenta Revolución y su presidente en ese entonces, Miguel Alemán, ya no creía en esa tradición populista. La Roma se estaba volviendo aburguesada junto con su mandatario, sus bares y restaurantes que pretendían emular a los del Primer Mundo con sus letreros pochos, ya que esa colonia contaba con una gran colonia de extranjeros.
Los beatniks eran los primeros spring breakers que con dos dólares al día podían darse una vida bastante relajada y disipada en esa época, frecuentando oscuros burdeles, comprando y consumiendo drogas libremente, vagabundeando sin tapujos por las entrañas de un México más oscuro, acariciado por sus putas adictas a la morfina, a la Virgen de Guadalupe y a la Santa Muerte. Todo eso combinado con hielos, vasos de ginebra y algún alucinógeno convertían a México en una imagen barroca ante los ojos de un beat y en una imagen surrealista ante los ojos de un creador de ese movimiento. Todo esto inspiró la incipiente carrera literaria de un joven y empeyotado Burroughs.
Fue en el Tenampa, recuerda entre tequilas y mezcales un joven José Alfredo Jiménez, donde se estaba transmitiendo en blanco y negro (en esos primeros televisores de bulbos y por el único canal que imperaba entonces) la pelea en la que El Ratón Macías derribaba a su contrincante con un demoledor gancho al hígado que le había heredado a su idolatrado y sensei Kid Azteca. Un año antes, en 1950, se transmitió por primera vez una señal televisiva en el país con el Informe presidencial de Alemán. Para ese evento el gobierno mandó colocar televisores y altavoces en varios espacios del centro de la ciudad y uno de esos era por el que ahora veían la tan esperada pelea en el corazón de Garibaldi: el Tenampa.
La Chamana y alcahueta de José Alfredo, Chavela Vargas, gritaba “¡salú!” por enésima vez. Afuera el cilindrero no dejaba de darle vuelta a la manivela entusiasmado y el oso negro al que tiraba de una cadena no paraba de bostezar, igual que el pequeño mono araña, con su uniforme rojo bandera, al que se le cerraban los ojos por las largas jornadas nocturnas. Vaya usted a saber por qué el sombrerito del mico permanecía en su sitio pese a tantas piruetas.
Entre ellos y algunos mariachis se abrieron paso Burroughs y su entonces esposa, Joan Vollmer, junto con el amante del escritor, Lewis Marker, pues era una época de tríos, y en el interior del Tenampa sonaba “Sin Ti” de otro trío: Los Panchos.
José Alfredo había tenido un día muy ajetreado en la XEW, donde se presentaba a cantar con su carrera viento en popa y además acababa de grabar la película con Pedro Infante en la que interpretaba el tema de la cinta Martín Corona, así que se relajaba con unos tequilas al lado de La Chamana. Él no iba al Salón Ópera, en el que se reunían grandes intelectuales y artistas de la época, él prefería el Tenampa. El dueño del lugar temblaba cada vez que veía llegar a ese dionisiaco dúo del sarape, porque arrasaban con el alcohol.
En aquel momento, una especie de panfleto de poesía anarquista cayó en las manos de Chavela, una especie de Corno Emplumado que repartían de mano en mano los beatniks con aportaciones voluntarias o a cambio de algún trago. Chavela dijo en voz alta mientras sostenía la mano de la mujer que le había extendido la revista:
—El amor no existe. Es un invento de las noches de borrachera.
Le enseñaba sus grandes dientes mientras se alisaba la gruesa e indómita melena azabache y miraba a la gringa con esos ojazos negros de larguísimas pestañas con los que en cada parpadeo acariciaba a la futura amante.
José Alfredo estaba muy contento y Chavela invitó a la Vollmer a sentarse a la mesa junto con sus distinguidos acompañantes. Le hizo espacio a Joan, a la que con tres tequilas más ya le había dedicado una desgarradora canción, a sus lindos ojos, y con tres más ya se estaban devorando a besos. A nadie parecía importarle, así que todos brindaban entre risas y algún poema a voz de cuello salía de la lacerada garganta de Burroughs.
A pesar de no saber mucho de poesía beat, José Alfredo improvisó un poema desde el fondo de su ronco pecho que dejó boquiabierto a un Burroughs que sí entendía español, ya que lo estudió durante su estancia como prófugo en México. Fue al baño a ver a su dealer, regresó y le entregó una bolsita al cantautor de El Rey. La dama blanca se unió a la fiesta y esa noche se convirtió en reina. La inhalaron entre los mezcales y los besos y se despidieron porque tenían una fiesta a la que invitaron a Chavela y a José Alfredo, pero ellos estaban muy contentos ahí y desplazarse hasta la colonia Roma no era opción a esas alturas del trago.
Burroughs y compañía se dirigieron a la calle Monterrey 122, donde escucharon jazz y bebieron ginebra con otros extranjeros. La dama del poncho rojo quedó de verse con Joan al otro día en el hotel de Chavela, muy cerca de ahí, cita a la que la Vollmer ya no llegó. Al salir del Tenampa, Jiménez y la Vargas escucharon al voceador gritar al alba:
–¡Quiso demostrar su puntería y mató a la esposa!
En la portada aparecía Vollmer con un agujero en la sien, recostada con los brazos sobre su pecho, en otro recuadro Burroughs se llevaba la mano al rostro y en otro la vecina del piso cuatro daba cuenta de los hechos.
—¡Qué lástima! —dijo Chavela, suspirando.
—La vida no vale nada —musitó el tal José Alfredo.
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Créditos: @FloresManjarrez
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— Fusilerías (@fusilerias) July 28, 2021