mario vargas llosa

Cuando el periodismo y la literatura se alían

La editorial Alfaguara publica ‘El fuego de la imaginación’, antología periodística de Mario Vargas Llosa

En últimas fechas me aficioné a buscar en librerías antologías de literatura periodística. Si una pregunta puede definir la vida que llevo como lector en los últimos años, de inmediato pienso en el lema que Michel de Montaigne grabó en la torre de su propio castillo: ¿Qué se yo? Si estoy frente a alguno de los tomos de En busca del tiempo perdido no entiendo un carajo, pero si leo a alguien comentando los elementos centrales de la obra de Proust entiendo lo que el francés cuenta.

La sensación de que uno comprende algo de lo que sucede mientras se desarrolla una novela, por ejemplo, o alguna otra cosa que nos cause admiración, simplemente no tiene precio. Además, leer versiones de los otros permite percibir detalles que en otras condiciones habrían pasado inadvertidos en una novela, una película, una obra de teatro y hasta un concierto.

La historia de la narrativa está, por supuesto, repleta de antologías de obra periodística y crítica literaria de consecuencias profundas y, en ocasiones, también terribles. Se me vienen a la cabeza las analectas de Fernando del Paso, Gabriel García Márquez, Christopher Domínguez Michael, Manuel Vázquez Montalbán o Susan Sontag. También se publican muchos florilegios desde un punto de vista periodístico. Como es de imaginar, los libros de estas características no se escriben de un tirón en unos cuantos días.

Son antologías curadas por el paso del tiempo y preparadas con la intención de seducir a los lectores con toda la brillantez, con las anécdotas y, sobre todo, con las obsesiones que el que escribió los artículos exhibió ante el mundo con orgullo y generosidad con la que otros exhiben sus colecciones de cuadros o estampillas. Más allá de eso, su lectura puede resultar abundante, cuando no directamente inspiradora.

Mario Vargas Llosa
El escritor Mario Vargas Llosa

Tomemos por ejemplo El fuego de la imaginación (Alfaguara, 2022), de Mario Vargas Llosa, una reciente colección que reúne una buena fracción de la obra periodística del escritor peruano. Asomarse a sus páginas supone una experiencia similar a lo que debió sentir Charlie Bucket al ver grandes filas de tabletas de chocolate en los escaparates de las tiendas. Titiritando de frío y de hambre, se detiene para mirarlas, apretando la nariz contra el cristal, mientras la boca se le hace agua.

Varias veces al día, veía a los demás niños degustar cremosas chocolatinas —en forma de ensayos, anécdotas, agudos comentarios o sesudos análisis— provenientes de sus bolsillos y masticarlas ávidamente, y eso, por supuesto, era una auténtica tortura, aquí va una: “El surafricano J. M. Coetze es un ensayista polémico y radical, y tan astuto que cuando uno se enfrenta a sus ensayos debe mantenerse con los cinco sentidos alertas y una conciencia movilizada en zafarrancho de combate para no ser sobornado por la excelente estrategia de ilusionista con que presenta y defiende sus atrevidas y discutibles teorías”.

Otra: “Dickens fue en su tiempo algo semejante a lo que Hollywood sería en el nuestro. Hizo soñar a su época, materializó las fantasías de sus contemporáneos en historias y personajes en que todos creían (querían) reconocerse. Su mundo inventado se incorporó a la vida de millones de seres, incluidos muchos que no lo leyeron porque no sabían leer. Dickens es uno de esos contados casos que se acercan al ideal utópico que quisiera que los productos culturales pudieran ser disfrutados por todos y de la misma manera”.

Y otra más: “Fue una gran cosa para la literatura que Malcolm Lowry resultara incapaz de entender ese otro sistema, el de la mordida, y el papel primordial que desempeña en la sociedad mexicana (y en tantas otras). El país donde ocurrían esas cosas tenía que fascinarlo, como fascinan a los niños los países de las hadas y las brujas, mundos en los que los seres y las cosas operan bajo el efecto de las leyes tanto más bellas cuando más ignotas”.

Al repasar cada uno de los textos donde aparecen tales afirmaciones, el corazón del lector transmutado en Charlie Bucket se marchita. No resulta menos estimulante leer las conferencias que inauguran el libro o los comentarios sobre las bibliotecas, librerías y universidades que aparecen en la tercera parte del volumen o los comentarios sobre el cine que emocionó, en su momento, al escritor.Mario Vargas Llosa

Ahora la escena recuerda aquel pasaje de Charlie y la fábrica de chocolates en la que el joven protagonista pasaba justamente por delante de las puertas de la fábrica de chocolates y empezaba a caminar muy, muy lentamente, manteniendo la nariz elevada en el aire y aspiraba largas y profundas bocanadas del maravilloso olor a chocolate que le rodeaba. ¡Ah, cómo le gustaba ese olor! ¡Y cómo deseaba poder penetrar en la fábrica para ver cómo era!

La antología comentada, al igual que la fábrica fabulada por Dahl, tiene inmensos portones de hierro que conducen al visitante a su interior, está rodeada un altísimo muro y sus chimeneas despiden humo, desde sus profundidades pueden oírse extraños sibilantes. Fuera de los muros, a lo largo de una media milla en rededor de todas las direcciones, el aire se perfuma con el denso y delicioso aroma del periodismo derretido. Una vez dentro, el lector puede comprobar que la obra no es más que una instantánea de los gustos del peruano sobre un tema en un momento dado pasado por el tamiz de sus reflexiones.

Ahonda en ese tono íntimo de quien no puede separar la literatura de la autobiografía, cada texto proyecta esa amabilidad y cordialidad que —según Rubén Gallo— acompaña a Mario a todas partes. No obstante, su solo índice dice mucho de Llosa como alguien que está interesado en la literatura. Una lista en la que caben Los miserables, de Víctor Hugo; La comedia humana, de Balzac, y Madame Bovary, de Flaubert, valida a alguien como experto en literatura en buena medida porque las piezas seleccionadas tienen mucho que ver entre sí.

En términos de recepción, por ejemplo, ¿que hay en común entre la literatura latinoamericana, estadounidense, española y francesa de los cincuenta del siglo pasado?  Las novelas y escritos teóricos de Alain Robbe Grillet y Tropismos, de Nathalie Sarraute, le resultaron interesantes, pero también intrascendentes. La lectura de Flaubert, en cambio, fue una revelación de lo que quería hacer en sus libros. En las páginas de Madame Bovary, Llosa encontró dos claves de la novela moderna: la importancia de la forma literaria y del narrador que cuente la historia.

En lo literario los vínculos son incluso más orientativos. Arracimada por temas —conferencias, libros y escritores, bibliotecas, escenarios (teatro), pantallas (cine), arte y arquitectura (museos)— Llosa busca cosas distintas en los objetos que examina y, así, por ejemplo, el premio nobel cuenta la historia de su visita al pueblecito galés de Hay on Wye —un desarrollo turístico cuyo amor por las librerías lo llevó a ser considerado pueblo del libro— para dar su punto de vista sobre el debate alrededor del libro digital y al libro de papel. Son este tipo de ejercicios de introspección, que combinan la historia personal y las preocupaciones de su época, el que vale la pena poner mucha atención.

Encuentro dos sorpresas en este texto: la primera, es la capacidad de Llosa para lograr, a partir de la escritura, un retrato de la historia de la literatura a partir de sus gustos personales, son emocionantes sus atmósferas acompañadas recuerdos, agudos comentarios y sesudas lecturas. Supo dotar de cuerpo, solidez y emoción lo que narra.

Una antología es un territorio de ausencias. La segunda sorpresa es que salta a la vista el asombroso abandono de escritoras, en la antología son escasos los comentarios sobre la producción narrativa de las mujeres. Hay olvidos imperdonables, injusticias flagrantes, valoraciones discutibles. Es inevitable, se trata de una antología de lo que le gusta al autor. Pienso que con el paso del tiempo Llosa pudo revisar, revalora o rescatar lo que no vio en un primer momento, pero a nadie se le puede criticar por ser hijo de su época y la historia de la invisibilización de las mujeres en la literatura la conocemos todos.

Por otra parte, uno de los mayores aciertos de El fuego de la imaginación, es su renuncia a conformar un canon, el que sea. Otro, es una voz más cercana a la de un confidente que a la de un crítico, sin sonar como un trompetista en la cima de la superioridad moral —y acaso esa falta de presunción—, esa invitación a leer con reserva sus opiniones la que otorga mayor autoridad a quien escribe. El libro se pasa volando. Como siempre, la llegada al final de un viaje deja un gran vacío en el lector.

Al terminar la antología, si se hace un paralelo entre su obra periodística y su obra de ficción, el lector pronto descubre que Mario Vargas Llosa es una especie de Jano: la cara que mira hacia el sur no deja de imaginar, mientras que la del norte no deja de pensar. Producidos por el mismo cráneo, sus novelas y cuentos son igual de inteligentes, pero sus crónicas y artículos críticos eclipsan su mundo virtual diseñado con precisión literaria.

Si yo tuviera que destacar una obra única de Mario Vargas no sería La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral o La fiesta del Chivo, sino su generosidad. Una generosidad en forma de periodismo que regala lecturas: de los clásicos, de los autores que descubre, de sus maestros, de sus contemporáneos, de las mitologías políticas y urbanas. ampliando lecturas a su paso, volviéndonos un poco más sabios y —sobre todo— muchos más panorámicos.literatura

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